Jornada Semanal,  domingo 25 de julio  de 2004                núm. 490

Luis Tovar
TENGO UNA VACA CINERA
(I DE II)

Si es que alguna vez lo fue, hace mucho tiempo ya que para nadie es novedad ver que en los créditos una película ostenta el nombre de más de una entidad o compañía en el rubro Producción, y un manto de obviedad aparente cubre un buen número de situaciones que son las que a final de cuentas desembocaron en eso que estamos viendo y que es el producto colectivo del trabajo desarrollado por distintos grupos de personas.

Pero lo aparente de la obviedad puede ser desdibujado de varias maneras, y una de las mejores consiste en averiguar la o las causas que han originado el recurso a la coproducción. Ciertamente no hay hilos negros que descubrir, pues en la mayoría de los casos coproducir es la medida que naturalmente se toma para reunir los recursos económicos indispensables para sacar a flote un proyecto fílmico. Productores a título exclusivo quedan muy pocos y, si nos circunscribimos al ámbito nacional, el panorama luce poco menos que desierto. En México, muchos directores de cine han creado su propia firma productora, lo cual no significa, ni mucho menos, que cuenten con el dinero necesario para filmar; sólo quiere decir que cada uno ha creado una razón social que facilitará algunas partes importantes del proceso, entre ellas precisamente la que consiste en buscar socios potenciales cuya función será aportar recursos monetarios.

DINERO Y ALGO MÁS

Como hace bastantes ayeres que en México las autoridades (in)competentes no han demostrado tener ni el cacumen ni los tanates: a) para generar un entorno fiscal, administrativo y estructural que haga posible la producción masiva de películas, y b) para ponerlo convenientemente en marcha –ahí está la pandilla de zombies en los cuales se ha convertido la Ley de cine, su reglamento, el Fidecine y el Foprocine, el peso en taquilla... zombies y nada más, porque sólo de muertos vivientes puede calificarse a un conjunto de disposiciones que no funcionan ya sea porque no se les dota de recursos o porque la forma en que esos recursos deberían obtenerse es convertida en los hechos, vía amparos, en letra muerta–; como hace mucho, decíamos, que de manera inexorable languidecen las posibilidades de fabricar consistentemente un cine desde México, el paso natural de cineastas y productores ha sido buscar fuera del país algo que dentro de él se llama quimera.

A la manera en que se hace una vaquita –término popular con el cual se denomina la cooperación entre varios individuos para adquirir un billete de lotería–, entidades de diversos países reúnen recursos económicos y humanos para producir una película de la cual, como en la vaquita, todos esperan obtener alguna ganancia, pero de la cual, están conscientes, pueden también no llevarse nada más que el recuerdo de haber participado.

La monetaria es indudablemente la primera y más urgente consideración, pero no la única. Para fortuna de quienes no consideramos que las artes tienen la obligación de comenzar y terminar en los libros de contabilidad, y mucho menos creemos que su existencia esté determinada de modo exclusivo por su viabilidad financiera, un proyecto fílmico de coproducción puede y debe tener en cuenta factores de muy distinto ámbito.

Latinoamérica, Gran Cobayo para los trágicamente fracasados ensayos del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y demás organismos "rectores" de la economía mundial, se encuentra en la cada día más apremiante necesidad de recurrir a un bolivarismo emergente, del cual el cine muestra ya algunos ejemplos. No es, por supuesto, que la cooperación cinematográfica no se hubiera dado antes de la debacle ocasionada por la aplicación a mansalva de las políticas económicas del capitalismo salvaje, sino que ahora dicha cooperación ha cobrado tintes de urgencia cuando no de sobrevivencia. Un clarísimo ejemplo de lo anterior es El último tren (2002), coproducida por nueve personas y entidades de Uruguay, Argentina y España. Gracias a ella, Uruguay pudo añadir una cinta a su más que exigua producción, que no alcanza ni siquiera una centena en toda su historia, y que de otro modo lo que quizá hubiera sumado sería otro año sin filmar nada. La historia, por cierto, es buena metáfora de lo que le sucede al cine latinoamericano: un estudio hollywoodense compró una vieja locomotora uruguaya, y un puñado de nostálgicos se la roba para evitar lo que considera un atraco a su patrimonio cultural.

(Continuará.)