La Jornada Semanal,   domingo 25 de julio  de 2004        núm. 490
 El poeta viajero

José Miguel Varas

La vida de Neruda bien se puede contar a través de sus periplos. Cada lugar en Oriente, Europa o América marca un capítulo de sus relaciones amorosas, sus transformaciones políticas o sus anhelos vitales por devorar el mundo. "Poseía la capacidad de trasmutar cuanto veía y vivía, toda clase de experiencias y sucesos, en poesía", dice el autor de esta crónica al tiempo que se pregunta cómo un poeta tan proclive a la aventura lograba encontrar el tiempo para los versos.

Neruda es un pez muy grande. ¿Por dónde comenzar a faenarlo? Mi proyecto, si lo hay, es hablar más bien del ser humano que de su poesía. Aunque a fin de cuentas viene a ser lo mismo: el ser humano es la poesía que produce. Circulan tantas imágenes parciales de Neruda: el poeta romántico enamorado del amor; el poeta político enamorado de la Revolución; el poeta coleccionista de mascarones de proa, botellas azules, mariposas, barcos dentro de botellas; el poeta cívico, senador y tribunicio; el incorregible poeta mujeriego; el poeta pantagruélico, enamorado de la gastronomía y los buenos vinos; el poeta historiador, el poeta novelista, el poeta naturalista.

Todas estas imágenes corresponden al personaje, siempre que no las hagamos absolutas y excluyentes. A mí se me antoja ahora escoger de su vida y de su obra un rasgo persistente, a través del cual se manifiestan los quinientos Nerudas, como dijo una vez el poeta Alfonso Alcalde. Quiero hablar del poeta viajero.

Comenzó a viajar antes de tener uso de razón. No había cumplido dos años cuando su padre, el ferroviario viudo José del Carmen Reyes, se lo echó al hombro, tomó de la mano a los otros pequeños y partió en tren, con canastos y maletas, desde un pueblo dormido y polvoriento llamado Parral a otro algo mayor, Temuco, donde resonaban sierras y martillos y predominaba el olor de la madera recién cortada. Muy pronto, doña Trinidad Candia Marverde iba a ocupar en el hogar el sitio de doña Rosa Basoalto, muerta cuando aquel niño tenía pocas semanas de vida. Nunca sintió a doña Trinidad como madrastra. En sus versos como en su vida siempre la llamó "mamadre".

Hay pocos chilenos, incluyendo a los más patiperros de un país de patiperros, que hayan viajado tanto como él. Anduvo por tres continentes, visitó las más exóticas ciudades y los países menos frecuentados; y en cuanto salía de Chile empezaba a echarlo de menos. Lo que no le impedía tragarse gentes, calles, edificios, alimentos exóticos, templos, costumbres, rituales, con su incontenible glotonería. En el poema "Itinerarios" de su libro Estravagario se muestra perplejo por aquella permanente inquietud:

En tantas ciudades estuve
que ya la memoria me falta
y no sé ni cómo ni cuándo.
Aquellos perros de Calculta
que ondulaban y que sonaban
todo el día como campanas
¿y en Durango, qué anduve haciendo?
¿Para qué me casé en Batavia?
[…]
Y que me digan los que saben
qué se me perdió en Veracruz,
por qué estuve cincuenta veces
refregándome y maldiciendo
en esa tutelar estufa
de borrachos y jazmines.
[…]
Recuerdo días de Colombo
excesivamente fragantes,
embriagadoramente rojos.
Se perdieron aquellos días
y en el fondo de mi memoria
llueve la lluvia de Carahue.
¿Por qué, por qué tantos caminos,
tantas ciudades hostiles?
¿Qué saqué de tantos mercados?
¿Cuál es la flor que yo buscaba?
La biografía del poeta, que se puede componer a partir de sus poemas, parece una bitácora en la que se nombran todos los puertos de escala, es la crónica de los lugares por donde anduvo y de las peripecias de su vida. Se podría leer la totalidad de su obra como una novela de viajes.

En Temuco permaneció quince años, a partir de 1906. Probablemente el más largo periodo sedentario de toda su vida. En 1921 hizo en tren los 800 kilómetros hasta Santiago, la capital, para seguir la carrera de profesor de francés en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Fueron tiempos de bohemia, borracheras, inquietudes y rebeldías.

Su primer libro, Crepusculario, apareció en 1923 cuando el poeta tenía diecinueve años. Al año siguiente publicó la primera edición de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Tres años más tarde iniciaba sus grandes viajes. El 14 de junio de 1927 tomó en la Estación Alameda de Santiago el tren a Buenos Aires, para zarpar en el vapor Baden que lo llevó a Lisboa en una navegación de un mes. Haciendo escalas en Madrid y París se trasladó por tren a Marsella donde embarcó hacia su destino final, la ciudad de Rangoon, capital de Birmania.

Entre 1927 y 1932 anduvo por aquellos países coloniales que en muchos casos, al conquistar la independencia veinticinco o treinta años después, rechazaron los nombres que les habían dado los conquistadores ingleses, franceses, holandeses o portugueses y adoptaron otros, más antiguos, nacidos de su propia tradición cultural. Hoy Birmania se llama Myanmar; Ceylán es Sri Lanka; Batavia es Djakarta, la isla de Java es parte de Indonesia. Sólo la India y Singapur siguen llamándose como se llamaban.

Este tiempo asiático está marcado por tres nombres de mujer: Albertina Azócar, amor de juventud estudiantil, continuado por correspondencia, quien se dio el lujo de rechazarlo en respuesta a las cartas frenéticas en las que el poeta le exigía que viajara a reunirse con él. Está aquella mujer de Rangoon, a quien él bautizara Josie Bliss y cuyo nombre legal no registran los archivos, y María Antonieta Hagenaar Vogelganz, la holandesa de estatura descomunal, con quien se casó en Batavia el 6 de diciembre de 1930.

Su romance con Josie Bliss sólo duró unos meses pero fue el más novelesco y tormentoso. Sin duda, Neruda estaba cautivado por ella, tal vez la amaba. No por nada le dio por apellido la palabra inglesa Bliss, que se traduce como bienaventuranza, arrobamiento, deleite, felicidad. Y después, en el espacio de pocos meses, aquella mujer deleitosa que se vestía como inglesa y que puertas adentro, en la hora del amor, vestía, para desvestirse, el sari tradicional, se transfiguró en "la pantera birmana" y dio origen al "Tango del viudo", uno de los más intensos poemas de Residencia en la tierra: "Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,/ Y habrás insultado el recuerdo de mi madre llamándola/ perra podrida y madre de perros […] Enterrado junto al cocotero hallarás más tarde/ el cuchillo que escondí allí por temor de que me mataras,/ y ahora repentinamente quisiera oler su acero de cocina/ acostumbrado al peso de tu mano y al brillo de tu pie."

Neruda volvió a Chile al cabo de cinco años, en una larga travesía de dos meses. En su equipaje traía los originales de Residencia en la tierra, que muchos consideran su obra capital.

Al año siguiente, 1933, fue nombrado cónsul de segunda clase en Buenos Aires. Fue el tiempo de su gran estreno en sociedad literaria: conoció a García Lorca, a Raúl González Tuñón, a Oliverio Girondo, a "La Rubia" Rojas Paz, amigos para toda la vida. Fue el año del famoso "Discurso al alimón" de Neruda y García Lorca. Se hizo amigo sin condiciones y admirador profundo del surrealista Oliverio Girondo.

En 1934 lo nombraron cónsul en Barcelona. Transferido al año siguiente a Madrid, lo acogieron fraternalmente los poetas de la famosa Generación del ’27: Alberti, Aleixandre, Altolaguirre, García Lorca. En 1935 apareció la primera edición de su Residencia en la tierra. Inició su relación de veinte años con Delia del Carril, "la Hormiguita", y junto a ella vivió el proceso de sus definiciones políticas esenciales. Al estallar en 1936 la Guerra civil española tomó sin vacilar el partido de los republicanos, y el gobierno chileno lo destituyó de su cargo de cónsul.

En 1938 regresó a su patria. Fundó la Alianza de Intelectuales de Chile. Llevó a cabo largas giras por el país en el curso de la campaña triunfante del Frente Popular por la elección de Pedro Aguirre Cerda como presidente de la República. En 1939 fue nombrado cónsul para la inmgración española, con sede en París, y organizó desde allí la célebre travesía del barco Winnipeg que llevó a Chile a más de dos mil republicanos españoles, rescatados de los campos de concentración de Francia.

En 1940 viajó a México como cónsul general. Anduvo por Guatemala, Cuba, Estados Unidos. En 1942 manifestó públicamente su apoyo a la Unión Soviética invadida por las tropas de Hitler y recitó en un mitin su "Canto de amor a Stalingrado", mientras el poema, impreso en grandes carteles, era pegado en los muros de la Ciudad de México. Por segunda vez el gobierno chileno lo destituyó de su cargo de cónsul.

En 1944, de retorno en Chile, hizo largos recorridos por el gran desierto del Norte junto a Elías Lafertte, patriarca del movimiento obrero y del Partido Comunista, como candidato a senador. Fue elegido en 1945. El mismo año recibió el Premio Nacional de Literatura.

En fin… No pasó ningún año del resto de su vida sin viajar. Por América, por Europa, a través del Asia. A tal extremo que uno podría preguntarse: ¿y en qué momento escribía? ¿Cómo lograba los momentos de paz y recogimiento necesarios para producir la poesía que fluía de su pluma en un inagotable torrente verde? (La referencia al color no es una metáfora poética sino un dato objetivo: desde los años cuarenta escribió siempre con tinta verde.) Era un poeta de tiempo completo y dedicación total. Su mente funcionaba sin reposo. Poseía la capacidad de trasmutar cuanto veía y vivía, toda clase de experiencias y sucesos, en poesía. Sin dejar de participar intensamente en reuniones, encuentros de amor, mítines, asambleas, banquetes o comidas íntimas, lecturas públicas de poesía y lecturas privadas de toda clase de literatura, multiplicando el tiempo para dar un lento paseo junto a las rocas donde rompían olas furiosas o para inspeccionar coleópteros a la sombra húmeda de un bosque del sur de Chile, seguía escribiendo. Adquirió una inaudita destreza para desdoblarse y alcanzar instantáneamente la absoluta concentración ncesaria para destilar los versos más sutiles, en medio del traqueteo de un tren, de los tumbos de un automóvil por un camino sin pavimento, de las sacudidas de un avión asaltado por turbulencias al cruzar el Atlántico. Algunos de sus poemas podrían fecharse indicando itinerarios. Es el caso, por ejemplo, de su "Cuándo de Chile", el más bello y nostálgico de sus poemas de exilio, iniciado en el aeródromo de Irkutsk y completado a lo largo del larguísimo viaje de Vladivostok a Moscú en el ferrocarril transiberiano.

Ahora bien, de todos sus viajes, el que siempre recordó y narró, en poesía en el Canto general, en prosa en sus memorias y también en el discurso que pronunció en Estocolmo en 1971, al recibir el Premio Nobel, fue su fuga a caballo, a través de la Cordillera de los Andes, cruzando la frontera entre Chile y Argentina. El relato más detallado de esta peripecia es el que dejó escrito con lápiz en un cuaderno escolar Víctor Bianchi, uno de los participantes en la cabalgata. He aquí parte de su relato:

Atrás habían quedado las últimas casitas y ganados, y junto con estrecharse las paredes de los cerros, la selva empezó a cerrarse a nuestro alrededor, cada vez de un verde más oscuro y húmedo. A cada momento el sendero cambiaba de rumbo, ya sea para sortear los troncos caídos o para evitar una roca. El paisaje era único e infinito. Coigües, robles, tepas, raulíes, boquis, helechos, guilas. Del suelo brotaban tenues columnas de vapor y algunos aislados rayos de sol cambiaban a manchones la calidad de los verdes. Por todas partes nos rodeaba la vida en su expresión más primitiva. Los árboles gigantes y la alfombra de increíbles musgos y hongos de todas formas vivían entre las plantas trepadoras y la maraña de arbustos. Veíamos los insectos correr entre las hojas caídas y nunca dejamos de oír los gritos de los pitíos y el redoblar de los carpinteros. Y como fondo de los ruidos de la selva siempre tuvimos la compañía próxima o lejana de los torrentes cantando entre piedras. Y subíamos incesantemente, atentos a las ramas que buscaban nuestros ojos e impresionados con la imponente belleza que nos rodeaba. […]

Lo peor del viaje estaba recién por empezar. Lo que pretendía ser un camino era una desarticulada escalera-laberinto formada por rocas, troncos, deslizaderos. La selva había recuperado su dominio sobre grandes trozos de aquella ruta infernal. A cada instante los quilantales cerraban paso y sólo el machete podía romper la masa de cañas verdes. Fue imposible seguir sobre los caballos. Aun los arrieros desmontaron ante los peligros de la selva. Durante media hora subimos gateando sobre el suelo mojado, arrastrándonos bajo las ramas, izándonos sobre los árboles caídos. Los caballos rodaban con frecuencia y en un momento dado, el que había sido de Pablo–Antonio, se despeñó con ominosos ruidos proporcionándonos un trágico cuadro de lo que podría acontecernos cuando recuperáramos nuestra condición de jinetes. El pobre animal quedó con la jeta sangrando. Un trozo de labio desprendido y colgante. Sin embargo había que seguir. […] Pero de inmediato los árboles nos obligaron a olvidar el incidente. Frente al grupo se alzó una maraña de troncos, ramas, boquis y trozos de madera que desafiaba toda descripción. Allí el bosque había sido retorcido por el viento sin respetar los colosos de cuatro o cinco siglos. Bajo el tupido techo verde, el camino aparecía bloqueado hasta donde alcanzaba la mirada por la confusa palería de árboles de todos los tamaños.

El que pueda imaginarse lo que es una pendiente cercana a los 70º con una selva creciendo sobre el terreno rocoso, podrá comprender en parte lo que significó el "camino" que allí fabricaron los tres Juanes. El caso es que después de incontables resbalones, impresionantes saltos al borde del abismo, nos encontramos una hora más tarde ¡a cincuenta metros del punto de partida! Pero habíamos recuperado el que a esa altura parecía un camino pavimentado: el serpenteado sendero entre rocas, quilas y coigües.

Montamos de nuevo casi destrozados por el esfuerzo, pero a pesar de sus kilos, a despecho de su entrecortada respiración, el autor del Canto General no aflojaba. Físicamente estaba en manifiesta inferioridad con respecto al bien entrenado y más joven Jorge. Mis sesenta kilos y mis constantes exploraciones de la montaña me han dado suficiente experiencia y dureza para aventuras de esta clase, pero, aunque las piernas de Antonio Ruiz se doblaron en cien ocasiones al trepar por la falda de los Colmillos del Diablo, aunque rodó entre los troncos con peligrosa frecuencia, demostró entonces lo que siempre han demostrado los que tienen algo más que resistencia muscular. Aquel saco de papas con barba que yo había contemplado al principio de la jornada, seguía teniendo el mismo aspecto anterior, aunque bastante más estropeado, pero ¡era un saco de papas que rodaba para arriba! Y siempre teníamos que subir y ahora luchando contra el tiempo, no podíamos esperar la caída de la noche en aquel lugar. […]

Y subíamos y subíamos cuando de pronto vi al caballo de Pablo perder pie y levantando las patas delanteras vacilar al lado del precipicio. Alcancé a gritar: –¡Tírate! Y un segundo más tarde el animal rodaba cayendo sobre el lomo. Instintivamente mi amigo había obedecido la orden y se lanzó hacia la quebrada cayendo sobre las quilas. Aún no se había aplacado el espanto producido entre hombres y caballos cuando el poeta apareció gateando entre las ramas como una foca resollante y temblorosa. Pero era sólo su físico el que fallaba. Se sentó en una roca y entre dos resoplidos nos espetó:

–¡Pensar que la última vez que pasé la Cordillera reclamé contra las incomodidades del ferrocarril transandino!"*

Y después… siguió viajando. Desde 1955, Matilde Urrutia fue su última musa, su última compañera de viaje. Y estuvo a su lado cuando en 1973 emprendió el viaje definitivo.

* Del relato de Víctor Bianchi incluido en Neruda clandestino. José Miguel Varas, Editorial Alfaguara, Santiago, 2003.

JOSÉ MIGUEL VARAS: nacido en Santiago en marzo de 1928, inició tempranamente una actividad literaria que prosigue hasta hoy. Tenía dieciocho años cuando publicó su primer libro, Cahuín, que tuvo un éxito sorprendente y recibió elogios de los principales críticos de la época. Es autor de Sucede (1950), Porái (1963), Chacón (1967), Lugares comunes (1968), Las pantuflas de Stalin (1990), Neruda y el huevo de Damocles (1992), El correo de Bagdad (1994), La novela de Galvarino y Elena (1995), Exclusivo (1996), Cuentos de ciudad (1997), Nerudario (1999), Cuentos completos (2001), El correo de Bagdad (reedición 2002) y Neruda clandestino (2003). Ha desarrollado además una intensa actividad como periodista en la prensa escrita, de radio y televisión chilenas.

NOTAS DE RAFAEL VARGAS