El
poeta viajero
José
Miguel Varas
La vida de Neruda bien se puede contar
a través de sus periplos. Cada lugar en Oriente, Europa o América
marca un capítulo de sus relaciones amorosas, sus transformaciones
políticas o sus anhelos vitales por devorar el mundo. "Poseía
la capacidad de trasmutar cuanto veía y vivía, toda clase
de experiencias y sucesos, en poesía", dice el autor de esta crónica
al tiempo que se pregunta cómo un poeta tan proclive a la aventura
lograba encontrar el tiempo para los versos.
Neruda
es un pez muy grande. ¿Por dónde comenzar a faenarlo? Mi
proyecto, si lo hay, es hablar más bien del ser humano que de su
poesía. Aunque a fin de cuentas viene a ser lo mismo: el ser humano
es la poesía que produce. Circulan tantas imágenes parciales
de Neruda: el poeta romántico enamorado del amor; el poeta político
enamorado de la Revolución; el poeta coleccionista de mascarones
de proa, botellas azules, mariposas, barcos dentro de botellas; el poeta
cívico, senador y tribunicio; el incorregible poeta mujeriego; el
poeta pantagruélico, enamorado de la gastronomía y los buenos
vinos; el poeta historiador, el poeta novelista, el poeta naturalista.
Todas estas imágenes corresponden
al personaje, siempre que no las hagamos absolutas y excluyentes. A mí
se me antoja ahora escoger de su vida y de su obra un rasgo persistente,
a través del cual se manifiestan los quinientos Nerudas, como dijo
una vez el poeta Alfonso Alcalde. Quiero hablar del poeta viajero.
Comenzó
a viajar antes de tener uso de razón. No había cumplido dos
años cuando su padre, el ferroviario viudo José del Carmen
Reyes, se lo echó al hombro, tomó de la mano a los otros
pequeños y partió en tren, con canastos y maletas, desde
un pueblo dormido y polvoriento llamado Parral a otro algo mayor, Temuco,
donde resonaban sierras y martillos y predominaba el olor de la madera
recién cortada. Muy pronto, doña Trinidad Candia Marverde
iba a ocupar en el hogar el sitio de doña Rosa Basoalto, muerta
cuando aquel niño tenía pocas semanas de vida. Nunca sintió
a doña Trinidad como madrastra. En sus versos como en su vida siempre
la llamó "mamadre".
Hay pocos chilenos, incluyendo a los más
patiperros de un país de patiperros, que hayan viajado tanto como
él. Anduvo por tres continentes, visitó las más exóticas
ciudades y los países menos frecuentados; y en cuanto salía
de Chile empezaba a echarlo de menos. Lo que no le impedía tragarse
gentes, calles, edificios, alimentos exóticos, templos, costumbres,
rituales, con su incontenible glotonería. En el poema "Itinerarios"
de su libro Estravagario se muestra perplejo por aquella permanente
inquietud:
En tantas ciudades
estuve
que ya la memoria me falta
y no sé ni cómo
ni cuándo.
Aquellos perros de Calculta
que ondulaban y que sonaban
todo el día como
campanas
¿y en Durango, qué
anduve haciendo?
¿Para qué
me casé en Batavia?
[
]
Y que me digan los que saben
qué se me perdió
en Veracruz,
por qué estuve cincuenta
veces
refregándome y maldiciendo
en esa tutelar estufa
de borrachos y jazmines.
[
]
Recuerdo días de
Colombo
excesivamente fragantes,
embriagadoramente rojos.
Se perdieron aquellos días
y en el fondo de mi memoria
llueve la lluvia de Carahue.
¿Por qué,
por qué tantos caminos,
tantas ciudades hostiles?
¿Qué saqué
de tantos mercados?
¿Cuál es la
flor que yo buscaba?
La biografía del poeta, que se puede
componer a partir de sus poemas, parece una bitácora en la que se
nombran todos los puertos de escala, es la crónica de los lugares
por donde anduvo y de las peripecias de su vida. Se podría leer
la totalidad de su obra como una novela de viajes.
En Temuco permaneció quince años,
a partir de 1906. Probablemente el más largo periodo sedentario
de toda su vida. En 1921 hizo en tren los 800 kilómetros hasta Santiago,
la capital, para seguir la carrera de profesor de francés en el
Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Fueron tiempos
de bohemia, borracheras, inquietudes y rebeldías.
Su
primer libro, Crepusculario, apareció en 1923 cuando el poeta
tenía diecinueve años. Al año siguiente publicó
la primera edición de Veinte poemas de amor y una canción
desesperada. Tres años más tarde iniciaba sus grandes
viajes. El 14 de junio de 1927 tomó en la Estación Alameda
de Santiago el tren a Buenos Aires, para zarpar en el vapor Baden
que lo llevó a Lisboa en una navegación de un mes. Haciendo
escalas en Madrid y París se trasladó por tren a Marsella
donde embarcó hacia su destino final, la ciudad de Rangoon, capital
de Birmania.
Entre 1927 y 1932 anduvo por aquellos países
coloniales que en muchos casos, al conquistar la independencia veinticinco
o treinta años después, rechazaron los nombres que les habían
dado los conquistadores ingleses, franceses, holandeses o portugueses y
adoptaron otros, más antiguos, nacidos de su propia tradición
cultural. Hoy Birmania se llama Myanmar; Ceylán es Sri Lanka; Batavia
es Djakarta, la isla de Java es parte de Indonesia. Sólo la India
y Singapur siguen llamándose como se llamaban.
Este
tiempo asiático está marcado por tres nombres de mujer: Albertina
Azócar, amor de juventud estudiantil, continuado por correspondencia,
quien se dio el lujo de rechazarlo en respuesta a las cartas frenéticas
en las que el poeta le exigía que viajara a reunirse con él.
Está aquella mujer de Rangoon, a quien él bautizara Josie
Bliss y cuyo nombre legal no registran los archivos, y María Antonieta
Hagenaar Vogelganz, la holandesa de estatura descomunal, con quien se casó
en Batavia el 6 de diciembre de 1930.
Su romance con Josie Bliss sólo
duró unos meses pero fue el más novelesco y tormentoso. Sin
duda, Neruda estaba cautivado por ella, tal vez la amaba. No por nada le
dio por apellido la palabra inglesa Bliss, que se traduce como bienaventuranza,
arrobamiento, deleite, felicidad. Y después, en el espacio de pocos
meses, aquella mujer deleitosa que se vestía como inglesa y que
puertas adentro, en la hora del amor, vestía, para desvestirse,
el sari tradicional, se transfiguró en "la pantera birmana" y dio
origen al "Tango del viudo", uno de los más intensos poemas de Residencia
en la tierra: "Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás
llorado de furia,/ Y habrás insultado el recuerdo de mi madre llamándola/
perra podrida y madre de perros [
] Enterrado junto al cocotero hallarás
más tarde/ el cuchillo que escondí allí por temor
de que me mataras,/ y ahora repentinamente quisiera oler su acero de cocina/
acostumbrado al peso de tu mano y al brillo de tu pie."
Neruda
volvió a Chile al cabo de cinco años, en una larga travesía
de dos meses. En su equipaje traía los originales de Residencia
en la tierra, que muchos consideran su obra capital.
Al año siguiente, 1933, fue nombrado
cónsul de segunda clase en Buenos Aires. Fue el tiempo de su gran
estreno en sociedad literaria: conoció a García Lorca, a
Raúl González Tuñón, a Oliverio Girondo, a
"La Rubia" Rojas Paz, amigos para toda la vida. Fue el año del famoso
"Discurso al alimón" de Neruda y García Lorca. Se hizo amigo
sin condiciones y admirador profundo del surrealista Oliverio Girondo.
En
1934 lo nombraron cónsul en Barcelona. Transferido al año
siguiente a Madrid, lo acogieron fraternalmente los poetas de la famosa
Generación del 27: Alberti, Aleixandre, Altolaguirre, García
Lorca. En 1935 apareció la primera edición de su Residencia
en la tierra. Inició su relación de veinte años
con Delia del Carril, "la Hormiguita", y junto a ella vivió el proceso
de sus definiciones políticas esenciales. Al estallar en 1936 la
Guerra civil española tomó sin vacilar el partido de los
republicanos, y el gobierno chileno lo destituyó de su cargo de
cónsul.
En 1938 regresó a su patria. Fundó
la Alianza de Intelectuales de Chile. Llevó a cabo largas giras
por el país en el curso de la campaña triunfante del Frente
Popular por la elección de Pedro Aguirre Cerda como presidente de
la República. En 1939 fue nombrado cónsul para la inmgración
española, con sede en París, y organizó desde allí
la célebre travesía del barco Winnipeg que llevó
a Chile a más de dos mil republicanos españoles, rescatados
de los campos de concentración de Francia.
En 1940 viajó a México como
cónsul general. Anduvo por Guatemala, Cuba, Estados Unidos. En 1942
manifestó públicamente su apoyo a la Unión Soviética
invadida por las tropas de Hitler y recitó en un mitin su "Canto
de amor a Stalingrado", mientras el poema, impreso en grandes carteles,
era pegado en los muros de la Ciudad de México. Por segunda vez
el gobierno chileno lo destituyó de su cargo de cónsul.
En 1944, de retorno en Chile, hizo largos
recorridos por el gran desierto del Norte junto a Elías Lafertte,
patriarca del movimiento obrero y del Partido Comunista, como candidato
a senador. Fue elegido en 1945. El mismo año recibió el Premio
Nacional de Literatura.
En
fin
No pasó ningún año del resto de su vida sin viajar.
Por América, por Europa, a través del Asia. A tal extremo
que uno podría preguntarse: ¿y en qué momento escribía?
¿Cómo lograba los momentos de paz y recogimiento necesarios
para producir la poesía que fluía de su pluma en un inagotable
torrente verde? (La referencia al color no es una metáfora poética
sino un dato objetivo: desde los años cuarenta escribió siempre
con tinta verde.) Era un poeta de tiempo completo y dedicación total.
Su mente funcionaba sin reposo. Poseía la capacidad de trasmutar
cuanto veía y vivía, toda clase de experiencias y sucesos,
en poesía. Sin dejar de participar intensamente en reuniones, encuentros
de amor, mítines, asambleas, banquetes o comidas íntimas,
lecturas públicas de poesía y lecturas privadas de toda clase
de literatura, multiplicando el tiempo para dar un lento paseo junto a
las rocas donde rompían olas furiosas o para inspeccionar coleópteros
a la sombra húmeda de un bosque del sur de Chile, seguía
escribiendo. Adquirió una inaudita destreza para desdoblarse y alcanzar
instantáneamente la absoluta concentración ncesaria para
destilar los versos más sutiles, en medio del traqueteo de un tren,
de los tumbos de un automóvil por un camino sin pavimento, de las
sacudidas de un avión asaltado por turbulencias al cruzar el Atlántico.
Algunos de sus poemas podrían fecharse indicando itinerarios. Es
el caso, por ejemplo, de su "Cuándo de Chile", el más bello
y nostálgico de sus poemas de exilio, iniciado en el aeródromo
de Irkutsk y completado a lo largo del larguísimo viaje de Vladivostok
a Moscú en el ferrocarril transiberiano.
Ahora bien, de todos sus viajes, el que
siempre recordó y narró, en poesía en el Canto
general, en prosa en sus memorias y también en el discurso que
pronunció en Estocolmo en 1971, al recibir el Premio Nobel, fue
su fuga a caballo, a través de la Cordillera de los Andes, cruzando
la frontera entre Chile y Argentina. El relato más detallado de
esta peripecia es el que dejó escrito con lápiz en un cuaderno
escolar Víctor Bianchi, uno de los participantes en la cabalgata.
He aquí parte de su relato:
Atrás habían
quedado las últimas casitas y ganados, y junto con estrecharse las
paredes de los cerros, la selva empezó a cerrarse a nuestro alrededor,
cada vez de un verde más oscuro y húmedo. A cada momento
el sendero cambiaba de rumbo, ya sea para sortear los troncos caídos
o para evitar una roca. El paisaje era único e infinito. Coigües,
robles, tepas, raulíes, boquis, helechos, guilas. Del suelo brotaban
tenues columnas de vapor y algunos aislados rayos de sol cambiaban a manchones
la calidad de los verdes. Por todas partes nos rodeaba la vida en su expresión
más primitiva. Los árboles gigantes y la alfombra de increíbles
musgos y hongos de todas formas vivían entre las plantas trepadoras
y la maraña de arbustos. Veíamos los insectos correr entre
las hojas caídas y nunca dejamos de oír los gritos de los
pitíos y el redoblar de los carpinteros. Y como fondo de los ruidos
de la selva siempre tuvimos la compañía próxima o
lejana de los torrentes cantando entre piedras. Y subíamos incesantemente,
atentos a las ramas que buscaban nuestros ojos e impresionados con la imponente
belleza que nos rodeaba. [
]
Lo peor del viaje estaba
recién por empezar. Lo que pretendía ser un camino era una
desarticulada escalera-laberinto formada por rocas, troncos, deslizaderos.
La selva había recuperado su dominio sobre grandes trozos de aquella
ruta infernal. A cada instante los quilantales cerraban paso y sólo
el machete podía romper la masa de cañas verdes. Fue imposible
seguir sobre los caballos. Aun los arrieros desmontaron ante los peligros
de la selva. Durante media hora subimos gateando sobre el suelo mojado,
arrastrándonos bajo las ramas, izándonos sobre los árboles
caídos. Los caballos rodaban con frecuencia y en un momento dado,
el que había sido de PabloAntonio, se despeñó con
ominosos ruidos proporcionándonos un trágico cuadro de lo
que podría acontecernos cuando recuperáramos nuestra condición
de jinetes. El pobre animal quedó con la jeta sangrando. Un trozo
de labio desprendido y colgante. Sin embargo había que seguir. [
]
Pero de inmediato los árboles nos obligaron a olvidar el incidente.
Frente al grupo se alzó una maraña de troncos, ramas, boquis
y trozos de madera que desafiaba toda descripción. Allí el
bosque había sido retorcido por el viento sin respetar los colosos
de cuatro o cinco siglos. Bajo el tupido techo verde, el camino aparecía
bloqueado hasta donde alcanzaba la mirada por la confusa palería
de árboles de todos los tamaños.
El que pueda imaginarse lo
que es una pendiente cercana a los 70º con una selva creciendo sobre
el terreno rocoso, podrá comprender en parte lo que significó
el "camino" que allí fabricaron los tres Juanes. El caso es que
después de incontables resbalones, impresionantes saltos al borde
del abismo, nos encontramos una hora más tarde ¡a cincuenta
metros del punto de partida! Pero habíamos recuperado el que a esa
altura parecía un camino pavimentado: el serpenteado sendero entre
rocas, quilas y coigües.
Montamos de nuevo casi destrozados
por el esfuerzo, pero a pesar de sus kilos, a despecho de su entrecortada
respiración, el autor del Canto General no aflojaba. Físicamente
estaba en manifiesta inferioridad con respecto al bien entrenado y más
joven Jorge. Mis sesenta kilos y mis constantes exploraciones de la montaña
me han dado suficiente experiencia y dureza para aventuras de esta clase,
pero, aunque las piernas de Antonio Ruiz se doblaron en cien ocasiones
al trepar por la falda de los Colmillos del Diablo, aunque rodó
entre los troncos con peligrosa frecuencia, demostró entonces lo
que siempre han demostrado los que tienen algo más que resistencia
muscular. Aquel saco de papas con barba que yo había contemplado
al principio de la jornada, seguía teniendo el mismo aspecto anterior,
aunque bastante más estropeado, pero ¡era un saco de papas
que rodaba para arriba! Y siempre teníamos que subir y ahora luchando
contra el tiempo, no podíamos esperar la caída de la noche
en aquel lugar. [
]
Y subíamos y subíamos
cuando de pronto vi al caballo de Pablo perder pie y levantando las patas
delanteras vacilar al lado del precipicio. Alcancé a gritar: ¡Tírate!
Y un segundo más tarde el animal rodaba cayendo sobre el lomo. Instintivamente
mi amigo había obedecido la orden y se lanzó hacia la quebrada
cayendo sobre las quilas. Aún no se había aplacado el espanto
producido entre hombres y caballos cuando el poeta apareció gateando
entre las ramas como una foca resollante y temblorosa. Pero era sólo
su físico el que fallaba. Se sentó en una roca y entre dos
resoplidos nos espetó:
¡Pensar que la última
vez que pasé la Cordillera reclamé contra las incomodidades
del ferrocarril transandino!"*
Y después
siguió viajando.
Desde 1955, Matilde Urrutia fue su última musa, su última
compañera de viaje. Y estuvo a su lado cuando en 1973 emprendió
el viaje definitivo.
* Del relato de Víctor
Bianchi incluido en Neruda clandestino. José Miguel Varas,
Editorial Alfaguara, Santiago, 2003.
JOSÉ
MIGUEL
VARAS: nacido
en Santiago en marzo de 1928, inició tempranamente una actividad
literaria que prosigue hasta hoy. Tenía dieciocho años cuando
publicó su primer libro, Cahuín, que tuvo un éxito
sorprendente y recibió elogios de los principales críticos
de la época. Es autor de Sucede (1950), Porái
(1963), Chacón (1967), Lugares comunes (1968), Las
pantuflas de Stalin (1990), Neruda y el huevo de Damocles (1992),
El
correo de Bagdad (1994), La novela de Galvarino y Elena (1995),
Exclusivo
(1996), Cuentos de ciudad (1997), Nerudario (1999), Cuentos
completos (2001), El correo de Bagdad (reedición 2002)
y Neruda clandestino (2003). Ha desarrollado además una intensa
actividad como periodista en la prensa escrita, de radio y televisión
chilenas.
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