Neruda
en Calafia
Eduardo
Hurtado
Hay
poemas que ayudan a vivir
Había rentado una pequeña casa,
montada sobre un alto risco frente al mar Pacífico, en la carretera
que va de Ensenada a la ciudad de Tijuana, la Ítaca de mi odisea
personal. Era el invierno del 86. Buscaba recuperarme de un largo, turbulento
periodo de alcoholismo. El aire helado de la costa pensaba en mi locura
hipocondríaca, la espesa neblina que avanza por el mar hasta cubrir
las montañas apenas cae la tarde, las caminatas por las interminables
playas de la zona y, sobre todo, la contemplación del poderoso mar
bajacaliforniano, debían actuar en mi espíritu como una especie
de solución desintoxicante. Conmigo llevaba, como única compañía,
las Nuevas odas elementales, el segundo de los cuatro libros de
odas que Neruda publicó entre 1953 y 1959, es decir, entre los cuarenta
y nueve y los cincuenta y cinco años de su edad. De entre sus páginas,
salió a mi encuentro este poema:
ODA A LA LLUVIA MARINA
El ave grande
cruza
entre agua y agua,
el cielo se deshoja,
llueve
sobre el océano
de Chile.
Dura
como roca ondulada,
el agua madre
mueve
su barriga,
y como desde un pino
en movimiento
caen agujas verdes
desde el cielo.
Llueve
de mar a mar,
desde los archipiélagos
hasta las osamentas amarillas
del litoral peruano,
llueve,
y es como flecha el agua
sin flechero,
la transparencia
oblicua
de los hilos,
el agua dulce
sobre el agua amarga.
En
el azul mojado,
ceniciento,
baila el albatros
en el aire puro,
nave orgullosa, clave
de la ecuación
marina.
Y agitando
las plumas
en la lluvia,
la nevada paloma estercolaria,
la golondrina antártica,
el pájaro playero,
cruzan las soledades,
mientras
las olas y la espuma
combatiendo
rechazan y reciben
la inundación
celeste.
Aguacero
marino,
por tus hebras
fue bruñido y
lavado
como un navío
el mundo:
la partida
se prepara en la costa,
chorros
de fuerza transparente
limpiaron la estructura,
brilló, brilló
la proa
de madera
en la lluvia:
el hombre,
entre
océano
y cielo,
terso, en la luz del
agua,
terminó su aspereza,
como un beso en su frente
se deshojó
la lluvia
y una racha
del mar,
una ola aguda
como un erizo de cristal
salado
lo retiró del
sueño
y bautizó con
sal su desafío.
Aguas, en esta hora
de soledad terrestre,
activas aguas puras,
parecidas
a la verdad, eternas,
gracias
por la lección
y el movimiento,
por la sal tempestuosa
y por el ritmo frío,
porque el pino del cielo
se deshoja
cristalino, en mi frente,
porque de nuevo existo,
canto, creo,
firme, recién
lavado
por la lluvia marina.
Siempre he pensado que nuestras ensoñaciones
prefiguran de algún modo nuestras experiencias poéticas,
las cuales no se limitan, claro está, al plano literario: abarcan
esas inesperadas rupturas con los automatismos cotidianos que nos colocan
en un plano distinto de la realidad. Mi encuentro con el mar de Calafia
y con la oda nerudiana fue la confirmación de un sueño a
menudo soñado en los días de la infancia. Antes de vivirlos,
esos paisajes, el del poema y el de la playa que se extendía frente
a mis ojos, tuvieron una existencia onírica, emocionante y turbadora.
Las
vivencias de Temuco la lluviosa ciudad "sin pasado pero con ferreterías"
donde el poeta transcurrió su infancia, y de Bajo Imperial, el
puerto al que acudía con su familia cada verano y que representó
su primer contacto con el mar, son el núcleo generador de la visión
nerudiana. Las impresiones de aquellos años marcaron al poeta para
siempre, al punto de que ya nunca pudo escribir "sin pensar seriamente
en el ruido de la tormenta y de las olas cayendo sobre la arena". El amor,
junto con la memoria de los ríos, la lluvia y los mares australes
fueron los yacimientos de su poesía, incluso en aquellas de sus
obras más vinculadas a una atmósfera urbana. Él mismo
nos revela que escribió la Residencia en la tierra poseído
por el ritmo del oleaje. Para constatarlo, bastaría releer aquellos
poemas en los que la angustia más honda se mezcla de un modo misterioso
con una atmósfera oceánica y pluvial.
Entre todas las Odas elementales
destacan, para mi gusto, aquellas en las que su autor abandona cierto registro
catequizante y admonitorio, la intención de dirigirse a unos interlocutores
que supone "de vuelos modestos", para recuperar los escenarios agrestes
del sur chileno. Es clara la forma en que Neruda ejerce entonces todo su
poderío de poeta ligado a los procesos orgánicos, a ese universo
originario que antecede a la palabra. Es notable la manera en que sus versos
trascienden las fronteras de una "obstinada forma", abandonan casi por
completo el hilo de Ariadna de la razón y se someten al empuje de
un sentimiento anegador. La "Oda a la lluvia marina" pertenece a esta especie.
En ella se escucha la voz del Neruda más pleno ése capaz
de combinar sus virtudes de poeta formado en las insurrecciones vanguardistas,
con la vocación de estar entre los hombres y conversar con ellos.
La intuición caótica convive aquí con la rebelión
de la alegría, con la tentativa de interpretar la luz.
Durante aquella estancia frente al mar
leí este poema con avidez: quince, veinte veces al día. Luego,
durante mis prolongadas caminatas, su ritmo abarcador se mezclaba con el
golpe acompasado de las aguas. Por las noches, mientras intentaba dormir,
en mi interior se mezclaban la ráfaga tupida de la lluvia y el trueno
del oleaje. Afuera, el mar inmenso desplegaba su nocturno trajín.
El influjo marino acabó por disolver la precisión periódica
del tiempo. Invasivos, el lloviznado mar del poema y las aguas que ante
mis ojos ondulaban como barriga en movimiento, el agua primitiva y el agua
carnal, ocupaban mi ser en remolinos de sal y de frescura.
Ahora creo entender lo que la oda, en secreta
complicidad con la naturaleza y mis sueños, me concedió en
aquellos días de combate con mis propios demonios: un sentimiento
de adversidad superada. Desde su imagen inicial (el ave grande que pasa
orgullosa entre la tormenta y el mar), hasta sus últimos versos
("firme, recién lavado/ por la lluvia marina"), este poema nos recuerda
que la realidad existe no sólo como algo que sucede afuera de nosotros
sino también, y en la otra orilla del espectro, como una creación
de nuestras fuerzas. El mundo ocurre porque somos capaces de provocarlo.
Hay
en estos versos, como en muchos trabajos de madurez del chileno, una cólera
alegre y casi siempre victoriosa. ¿Sobre quién? Sobre la
sal, sobre el tiempo y sus devastaciones. Es el triunfo de quien se sabe
capaz de penetrar la realidad, desordenar el curso de las cosas, invocar
aguaceros, erigir olas. La enjundia del poeta puede sentirse, casi diría
saborearse, en el baile imponente del albatros sobre "el aire puro", en
su aptitud para despejar los misterios de la ecuación marina. El
hombre que lo mira volar junto a la paloma estercolaria, la golondrina
antártica, el pájaro playero, hace suya la eficacia del vuelo,
cruza invicto la violencia del océano y el oblicuo vigor de la ventisca.
Y más aún: acaba por volverse un habitante del mar y de la
lluvia, de las aguas todas. Por contagio que es la forma de actuar de
la poesía, por la acción del yodo y la palabra, conocí
yo mismo la más perfecta de las posesiones: la extensión
del mar. El llamado marítimo, me enseñó muchos años
más tarde Gaston Bachelard, exige un don total. Durante aquellos
días fui el dueño absoluto del mar.
Neruda, poeta de las aguas violentas, le
canta aquí a una hazaña propiamente humana: la hazaña
de la voluntad. Como suele acontecer en sus poemas, en éste las
imágenes trazan una lenta y accidentada parábola que alcanza
su meta en la caída. El poema se resuelve en un escenario sentimental:
amenazado por la soledad terrestre, el poeta extrae de las aguas, de su
pureza y su verdad, de sus eternos ciclos, una lección de lucha
y de dominio.
La poesía de Neruda surge de un
fondo arquetípico. En el ritmo oscilante de estos versos es posible
entrever la imagen del niño que encara un mar hostil: desafía
las olas, les habla, les ordena venir y retirarse, las apostrofa, soporta
sus embates con una mezcla de terror y orgullo, recoge entre las manos
su espuma apaciguada. Idéntico es el ánimo del poeta ante
el mar encrespado bajo la tormenta: es, si se me vale la expresión,
un ánimo hiperbólico, similar al temperamento extremo y mudable,
creador y catastrófico de la naturaleza misma.
Esto explica el significado deliberadamente
ambiguo que Neruda le otorga a la sal, esencia de las cosas y, al mismo
tiempo, agente corrosivo que desgasta los cuerpos. No de otro modo la vemos
aparecer en esa ola aguda, extrañamente comparada con un "erizo
de cristal salado", que arranca al hombre de su aturdido sueño y
bautiza su cólera, la prepara, la curte. La sal es tempestuosa,
como el mar que la contiene. Sustancia primigenia, renueva y consume, muerde
y desinfecta, sazona y amarga, dura y se extingue.
En fin. Volví de aquel retiro rehabilitado
para la luz y el gozo, como si el mar se hubiera tragado, materialmente,
las sombras. Hoy, los versos finales de esta oda me acompañan como
una "confirmación", en el sentido sacramental de la palabra:
porque de nuevo
existo,
canto, creo
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