La Jornada Semanal,   domingo 25 de julio  de 2004        núm. 490
 Neruda en Calafia

Eduardo Hurtado

Hay poemas que ayudan a vivir… Había rentado una pequeña casa, montada sobre un alto risco frente al mar Pacífico, en la carretera que va de Ensenada a la ciudad de Tijuana, la Ítaca de mi odisea personal. Era el invierno del ‘86. Buscaba recuperarme de un largo, turbulento periodo de alcoholismo. El aire helado de la costa –pensaba en mi locura hipocondríaca–, la espesa neblina que avanza por el mar hasta cubrir las montañas apenas cae la tarde, las caminatas por las interminables playas de la zona y, sobre todo, la contemplación del poderoso mar bajacaliforniano, debían actuar en mi espíritu como una especie de solución desintoxicante. Conmigo llevaba, como única compañía, las Nuevas odas elementales, el segundo de los cuatro libros de odas que Neruda publicó entre 1953 y 1959, es decir, entre los cuarenta y nueve y los cincuenta y cinco años de su edad. De entre sus páginas, salió a mi encuentro este poema:
 

ODA A LA LLUVIA MARINA
El ave grande cruza
entre agua y agua,
el cielo se deshoja,
llueve
sobre el océano de Chile.
Dura
como roca ondulada,
el agua madre
mueve
su barriga,
y como desde un pino
en movimiento
caen agujas verdes
desde el cielo.
Llueve
de mar a mar,
desde los archipiélagos
hasta las osamentas amarillas
del litoral peruano,
llueve,
y es como flecha el agua
sin flechero,
la transparencia
oblicua
de los hilos,
el agua dulce
sobre el agua amarga.
En
el azul mojado,
ceniciento,
baila el albatros
en el aire puro,
nave orgullosa, clave
de la ecuación marina.
Y agitando
las plumas
en la lluvia,
la nevada paloma estercolaria,
la golondrina antártica,
el pájaro playero,
cruzan las soledades,
mientras
las olas y la espuma
combatiendo
rechazan y reciben
la inundación celeste.
Aguacero
marino,
por tus hebras
fue bruñido y lavado
como un navío
el mundo:
la partida
se prepara en la costa,
chorros
de fuerza transparente
limpiaron la estructura,
brilló, brilló la proa
de madera
en la lluvia:
el hombre,
entre
océano
y cielo,
terso, en la luz del agua,
terminó su aspereza,
como un beso en su frente
se deshojó
la lluvia
y una racha
del mar,
una ola aguda
como un erizo de cristal salado
lo retiró del sueño
y bautizó con sal su desafío.

Aguas, en esta hora
de soledad terrestre,
activas aguas puras,
parecidas
a la verdad, eternas,
gracias
por la lección y el movimiento,
por la sal tempestuosa
y por el ritmo frío,
porque el pino del cielo
se deshoja
cristalino, en mi frente,
porque de nuevo existo,
canto, creo,
firme, recién lavado
por la lluvia marina.


Siempre he pensado que nuestras ensoñaciones prefiguran de algún modo nuestras experiencias poéticas, las cuales no se limitan, claro está, al plano literario: abarcan esas inesperadas rupturas con los automatismos cotidianos que nos colocan en un plano distinto de la realidad. Mi encuentro con el mar de Calafia y con la oda nerudiana fue la confirmación de un sueño a menudo soñado en los días de la infancia. Antes de vivirlos, esos paisajes, el del poema y el de la playa que se extendía frente a mis ojos, tuvieron una existencia onírica, emocionante y turbadora. 

Las vivencias de Temuco –la lluviosa ciudad "sin pasado pero con ferreterías" donde el poeta transcurrió su infancia–, y de Bajo Imperial, el puerto al que acudía con su familia cada verano y que representó su primer contacto con el mar, son el núcleo generador de la visión nerudiana. Las impresiones de aquellos años marcaron al poeta para siempre, al punto de que ya nunca pudo escribir "sin pensar seriamente en el ruido de la tormenta y de las olas cayendo sobre la arena". El amor, junto con la memoria de los ríos, la lluvia y los mares australes fueron los yacimientos de su poesía, incluso en aquellas de sus obras más vinculadas a una atmósfera urbana. Él mismo nos revela que escribió la Residencia en la tierra poseído por el ritmo del oleaje. Para constatarlo, bastaría releer aquellos poemas en los que la angustia más honda se mezcla de un modo misterioso con una atmósfera oceánica y pluvial. 

Entre todas las Odas elementales destacan, para mi gusto, aquellas en las que su autor abandona cierto registro catequizante y admonitorio, la intención de dirigirse a unos interlocutores que supone "de vuelos modestos", para recuperar los escenarios agrestes del sur chileno. Es clara la forma en que Neruda ejerce entonces todo su poderío de poeta ligado a los procesos orgánicos, a ese universo originario que antecede a la palabra. Es notable la manera en que sus versos trascienden las fronteras de una "obstinada forma", abandonan casi por completo el hilo de Ariadna de la razón y se someten al empuje de un sentimiento anegador. La "Oda a la lluvia marina" pertenece a esta especie. En ella se escucha la voz del Neruda más pleno –ése capaz de combinar sus virtudes de poeta formado en las insurrecciones vanguardistas, con la vocación de estar entre los hombres y conversar con ellos. La intuición caótica convive aquí con la rebelión de la alegría, con la tentativa de interpretar la luz.

Durante aquella estancia frente al mar leí este poema con avidez: quince, veinte veces al día. Luego, durante mis prolongadas caminatas, su ritmo abarcador se mezclaba con el golpe acompasado de las aguas. Por las noches, mientras intentaba dormir, en mi interior se mezclaban la ráfaga tupida de la lluvia y el trueno del oleaje. Afuera, el mar inmenso desplegaba su nocturno trajín. El influjo marino acabó por disolver la precisión periódica del tiempo. Invasivos, el lloviznado mar del poema y las aguas que ante mis ojos ondulaban como barriga en movimiento, el agua primitiva y el agua carnal, ocupaban mi ser en remolinos de sal y de frescura.

Ahora creo entender lo que la oda, en secreta complicidad con la naturaleza y mis sueños, me concedió en aquellos días de combate con mis propios demonios: un sentimiento de adversidad superada. Desde su imagen inicial (el ave grande que pasa orgullosa entre la tormenta y el mar), hasta sus últimos versos ("firme, recién lavado/ por la lluvia marina"), este poema nos recuerda que la realidad existe no sólo como algo que sucede afuera de nosotros sino también, y en la otra orilla del espectro, como una creación de nuestras fuerzas. El mundo ocurre porque somos capaces de provocarlo

Hay en estos versos, como en muchos trabajos de madurez del chileno, una cólera alegre y casi siempre victoriosa. ¿Sobre quién? Sobre la sal, sobre el tiempo y sus devastaciones. Es el triunfo de quien se sabe capaz de penetrar la realidad, desordenar el curso de las cosas, invocar aguaceros, erigir olas. La enjundia del poeta puede sentirse, casi diría saborearse, en el baile imponente del albatros sobre "el aire puro", en su aptitud para despejar los misterios de la ecuación marina. El hombre que lo mira volar junto a la paloma estercolaria, la golondrina antártica, el pájaro playero, hace suya la eficacia del vuelo, cruza invicto la violencia del océano y el oblicuo vigor de la ventisca. Y más aún: acaba por volverse un habitante del mar y de la lluvia, de las aguas todas. Por contagio –que es la forma de actuar de la poesía–, por la acción del yodo y la palabra, conocí yo mismo la más perfecta de las posesiones: la extensión del mar. El llamado marítimo, me enseñó muchos años más tarde Gaston Bachelard, exige un don total. Durante aquellos días fui el dueño absoluto del mar. 

Neruda, poeta de las aguas violentas, le canta aquí a una hazaña propiamente humana: la hazaña de la voluntad. Como suele acontecer en sus poemas, en éste las imágenes trazan una lenta y accidentada parábola que alcanza su meta en la caída. El poema se resuelve en un escenario sentimental: amenazado por la soledad terrestre, el poeta extrae de las aguas, de su pureza y su verdad, de sus eternos ciclos, una lección de lucha y de dominio.

La poesía de Neruda surge de un fondo arquetípico. En el ritmo oscilante de estos versos es posible entrever la imagen del niño que encara un mar hostil: desafía las olas, les habla, les ordena venir y retirarse, las apostrofa, soporta sus embates con una mezcla de terror y orgullo, recoge entre las manos su espuma apaciguada. Idéntico es el ánimo del poeta ante el mar encrespado bajo la tormenta: es, si se me vale la expresión, un ánimo hiperbólico, similar al temperamento extremo y mudable, creador y catastrófico de la naturaleza misma. 

Esto explica el significado deliberadamente ambiguo que Neruda le otorga a la sal, esencia de las cosas y, al mismo tiempo, agente corrosivo que desgasta los cuerpos. No de otro modo la vemos aparecer en esa ola aguda, extrañamente comparada con un "erizo de cristal salado", que arranca al hombre de su aturdido sueño y bautiza su cólera, la prepara, la curte. La sal es tempestuosa, como el mar que la contiene. Sustancia primigenia, renueva y consume, muerde y desinfecta, sazona y amarga, dura y se extingue.

En fin. Volví de aquel retiro rehabilitado para la luz y el gozo, como si el mar se hubiera tragado, materialmente, las sombras. Hoy, los versos finales de esta oda me acompañan como una "confirmación", en el sentido sacramental de la palabra: 

…porque de nuevo existo,
canto, creo