Jornada Semanal,  25  de julio  de 2004         núm. 490

ANA GARCÍA BERGUA

ALGUNOS HOMBRES,
ALGUNAS MUJERES Y EL FUTBOL

No soy una antifutbolista, de ninguna manera: le voy a los Pumas, con lo que sigo religiosamente la tradición de mi familia, y me emociono cuando juega la selección mexicana. Pero lo que no entiendo es cómo cualquier partido, una sola escena en la que veintidós hombres corran, como dicen por ahí, desplegando sus habilidades en la cancha, condena a los hombres de alrededor a la inmovilidad. Díganme si no, pregúntenle a sus amigas y parientes, si el hombre de su casa no cae en una horizontalidad automática en cuanto juegan, no sé, Morelia contra Pachuca. Pareciera que tienen un botón. Es como si se pusieran en pausa, como transidos. Una, entonces, tiene algunas opciones: una es colmarlos de triquitraques, churrumáis y besitos, para paliar tal estado de indefensión, pero se corre el riesgo de interrumpir el partido (con los besos, más que nada; los triquitraques, ah pillines, los agradecen, y hasta se animan a pedir alguna cosilla más, una bebida refrescante, por ejemplo, aunque eso sí, pidiendo amablemente que una no tape la pantalla con la charolita). Las opciones radicales, como poner a elegir al hombre entre salir con una al cine y ver el futbol, ya sea en plan de amenaza o de chantaje sentimental ("claro, ya lo sé, quieres más al Tampico que a mí"), son, de antemano lo aviso, un claro suicidio. Hay maneras llamémosles preventivas de enfrentar la situación: por ejemplo, dar vueltas pausadas pero constantes alrededor del individuo, especialmente cuando grita "gool", porque gritar así, acostado en el sillón de la sala, puede causarle una torcedura de espalda o una hernia y hay que vigilar que eso no ocurra, si no quiere una tener tumbado al hombre del hogar durante meses. Otra es sentarse a su lado e intentar participar de la experiencia: "¿por qué fue tiro de esquina?, ¿qué eso no fue foul?, ¿por qué le quitó la pelota, tan bien que la llevaba?, ¿qué eso no fue tarjeta amarilla?, ¿quién es el del copete rojo?", con el riesgo de recibir "¡shhht!" por toda respuesta, o "no te voy a explicar el futbol a medio partido" (en eso, admitámoslo, hay una lógica impecable). Muchas, admítanlo, no lo nieguen, les miramos a los futbolistas las peludas piernas tan llenas de músculos y el trasero con morbo sin igual, y lo disfrutamos mucho, pero a mí me da pena estar haciendo lo que tanto hemos criticado; además, esa es una experiencia que no se puede compartir de manera cómoda con el hombre del hogar. Y luego una no tiene tan buen gusto: el día en que dije que Braulio Luna era guapísimo, adquirí en la casa una fama de loca que hasta el momento no se me acaba de quitar. Desde entonces, no vuelvo a tasar la belleza de los futbolistas, no me atrevo a decir que Beckham me parece guapo porque my god, qué lugar común, ese parece muñequita, opinan los hombres en sus hogares, y han de tener razón: si no, no lo pondrían a vender ropa. En suma, no es mucho lo que podemos hacer las mujeres cuando el hombre del hogar se encuentra sumido en aquella experiencia mística; yo he oído al mío roncar a mitad del partido, pero ya sé que si me dispongo a apagar la tele para silenciar las babosadas de los locutores de Televisa (de verdad, si esto es una religión, qué de profanaciones las de estos hombres condenados al bisoñé), su yo interior surgirá de no sé dónde y una voz profunda me advertirá: "ni te atrevas, están en el medio tiempo". ¿Pero cómo me sintió llegar?, ¿qué ojo interior está despierto mientras el ser exterior de mi marido ronca en apariencia? Ah, misterio; conciencia zen, tercer ojo, divina transfiguración, cuarta dimensión, como quieran llamarle. El primer día que eso ocurrió, casi me voy a rezar a la iglesia de la Conchita, pero ya me he acostumbrado a que el futbol ponga a los hombres como a Santa Teresita. La verdad, si los vemos un día levitar sobre el sillón, no habremos de extrañarnos.

Pero bueno, lo más seguro es que mis anteriores descripciones, producto de una observación detallada y una ociosidad sin límites, encuentren toda suerte de excepciones: una, la de las mujeres que no sólo aman el futbol, sino que se logran concentrar al verlo (suertudas, me las imagino igualitas a la Chiquitibún); otra, la de las mujeres en cuya vida el futbol no ocupa ningún lugar; también hay hombres a los que no les gusta o les es indiferente el futbol y hombres a los que les gusta el futbol, pero no que los describan viéndolo. A todos ellos, mis más sinceras disculpas caracterológicas. Y a los religiosos hombres acostados y transidos, mi más cariñosa solidaridad: ¡Arriba los Pumas!