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Obituario   - NUEVO -

P O L I T I C A
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México D.F. Sábado 17 de julio de 2004

Adolfo Gilly

La inseguridad, una crisis de la República

1

La forma generalizada que ha tomado la crisis de la seguridad individual -o, en otras palabras, el estado de inseguridad personal generalizada- es uno de los reveladores de la crisis, día con día agudizada, de la forma de Estado en México. Esto que muchos llamaron "transición" no sería así sino la degradación prolongada, sin que otra forma venga a sustituirla, de la relación social y política entre gobernantes y gobernados -es decir, del Estado surgido de la revolución mexicana y consolidado a partir de los años 30 del siglo 20.

La inseguridad no es un problema técnico, como creían quienes trajeron a Rudolph Giuliani. Es el síntoma perverso de una crisis de las relaciones sociales; de las normas de reparto de los bienes materiales e inmateriales largamente elaboradas durante muchos decenios en disputas, negociaciones y acuerdos; de las reglas de mando/obediencia y de sus mecanismos e instituciones formales e informales, hasta no hace mucho reconocidas y reconocibles para todos, estuvieran o no de acuerdo con ellas.

2

Pobreza, miseria, desempleo y otros factores sociales igualmente importantes son señalados como focos de origen de la criminalidad desbordada. Incluso en analistas que se creen de izquierda (cuando en realidad son, como bien dijo Soledad Loaeza en estas páginas, nietos insospechados de Lombardo Toledano) existe la tendencia a asociar pobreza con criminalidad, es decir, a criminalizar sin mediaciones la pobreza. Sin embargo, la industria del crimen, que va desde el secuestro hasta el robo de camiones, el contrabando, el narcotráfico, el control del comercio ambulante, los asaltos bancarios y buena parte de las operaciones "legales" de los mismos bancos, no es obra de pobres o desposeídos, sino una actividad lucrativa organizada que requiere inversiones, protecciones y complicidades.

En los infinitos intersticios de esta actividad criminal concebida como empresa, encuentran entonces terreno favorable la pequeña delincuencia más o menos individual, la violencia, el golpe de mano, la venganza personal, que tanto influyen en la percepción generalizada de inseguridad, por un lado, y en la idea de que "todo se vale", por el otro. Esta percepción es agudizada por la presencia de batallones de servicios de seguridad privados y prepotentes, de barreras, calles cerradas, casetas y otros artefactos de vigilancia y de privatización de calles y espacios públicos en los barrios ricos y medio ricos; y por la ausencia de la seguridad pública y de cualquier protección en los barrios pobres y medio pobres.

3

En uno de los puntos focales de esta inseguridad generalizada está la ineficacia, la ruina, la casi inexistencia de un sistema judicial independiente, probo y confiable al cual acudir en búsqueda de protección y justicia. Pocos ignoran la desoladora experiencia de presentar una denuncia ante el Ministerio Público y, cuando uno es un don Nadie, topar con un muro blando, inescrutable e impenetrable. Muchas víctimas de delitos mayores temen, con razón, acudir a esos organismos, convencidos o casi de que una parte de su personal está coaligada con los delincuentes y éstos serán informados y tomarán represalias en caso de denuncia ante las autoridades.

Ante un panorama como éste, todos los afanes legislativos por firmar pactos, llegar a consensos, modificar las leyes, aumentar las penas, aparecen como confesiones de impotencia o manifestaciones de hipocresía. Como lo indican la ausencia de votantes en las elecciones intermedias de 2003 y los sucesivos y ridículos escándalos de corrupción en todas las bancadas legislativas, ese mundo político está desprestigiado. Nadie cree que puedan modificar en algo el actual estado de cosas, cuando ellos mismos son uno de los síntomas visibles de la degradación de las relaciones entre gobernantes y gobernados que, por definición, constituyen una esencia del Estado.

4

La llamada "desregulación de la economía" va mucho más allá que las relaciones entre las empresas y el Estado o la liberalización del comercio exterior. Es, como todos sabemos, una destrucción de las relaciones laborales protectoras, de las leyes sociales, de los derechos adquiridos por la gente que trabaja a la estabilidad en el empleo, a la salud, al descanso, a las pensiones, a la educación de sus hijos y muchos otros. La flexibilización laboral crea un mundo del trabajo sin reglas, sin ley y sin derechos. Y el mundo del trabajo, por su lugar en la reproducción social, es regulador natural de los otros mundos de la vida social, transmite a ellos sus equilibrios o sus desequilibrios, mucho más que el mundo del comercio, que de los productos del trabajo depende.

El neoliberalismo no es un simple "modelo económico", es una forma de organización de la sociedad, sus jerarquías y su Estado.

La desregulación neoliberal, la sustitución de las reglas universales por múltiples acuerdos particulares, abre las compuertas a todos los desequilibrios y todas las ilegalidades, desde la privatización del patrimonio público construido, acumulado y preservado por las sucesivas generaciones, hasta la proliferación de múltiples poderes privados -incluidos los del crimen y los de los guardias personales- por encima y a través de los poderes públicos y, finalmente, descomponiendo a éstos y poniéndolos a su servicio.

El Poder Judicial, la justicia, que debería ser garante de los otros poderes y de los derechos de cada ciudadano, siendo en nuestro país el más frágil es la primera víctima de ese desorden; y detrás siguen el Ejecutivo y el Legislativo, pues lo que hoy se ha dado en llamar el desprestigio de la clase política es en el fondo el desprestigio de las instituciones que esa clase política habita y administra.

5

En la vida social y de las instituciones la desregulación neoliberal, el "todo se vale", cuyos más altos símbolos son el rescate bancario, el rescate carretero, la venta a precio vil del patrimonio público y el despojo de los bienes campesinos, ha extendido una zona gris de ilegalidad apenas encubierta por reglamentos, acuerdos y transacciones. Esa zona gris alimenta y estimula la criminalidad de todo tipo, grande o pequeña, porque es la zona de los arreglos privados, de los funcionarios cómplices y de la impunidad.

El sentimiento colectivo de desprotección del simple ciudadano, profundamente arraigado en cada uno de nosotros, es el correlato de esa convicción de impunidad que mueve al delincuente. Ambos sentimientos no provienen del uso que de ellos puedan hacer los medios de difusión para los fines de quienes los poseen y los controlan, sino de una sólida realidad: la crisis profunda en que el desorden neoliberal, no sustituido por ningún otro orden, ha hundido a las de por sí imperfectas instituciones y relaciones republicanas en el país.

6

Esta crisis de régimen, producto de la contradicción insoluble entre dos modos de mando, de conducción y de organización de la sociedad, el neoliberal y el republicano, viene acompañada por algunos rasgos opuestos y complementarios.

En primer lugar, la renovada y prepotente afirmación de la Iglesia católica, en tanto la institución más antigua del país, como un poder que se propone reconquistar la educación y una influencia discreta y preponderante sobre la vida pública y privada de los mexicanos. No hablo de la Iglesia de don Samuel, sino de la Iglesia de Norberto Rivera, hombre de poder, y la de Onésimo Cepeda, hombre de mundo. Jamás, desde Juárez, se había visto este trastocamiento de las relaciones entre la Iglesia y la República, siendo la Iglesia un poder ajeno y hostil a la vida republicana.

En segundo lugar, un minúsculo, altísimo y riquísimo sector de la sociedad, con no escasos políticos a su servicio, se mueve en el mundo desregulado de las altas finanzas y resuelve en privado y en secreto sus diferencias. Es el mundo de los exentos, incluidos los altos mandos militares que ahora también se declaran exentos de responder por sus actos ante las leyes de la República.

En tercer lugar, el sector más vasto de la sociedad, el universo de los excluidos de la protección de las leyes y de las instituciones, el que necesita y reproduce la tupida red de relaciones clientelares (por definición, ajenas a la República) porque carece de otro cielo protector fuera del cacique, el líder, el influyente o el político. En ese inmenso México desprotegido y cargado de ira están aquellos "sótanos" de los cuales el subcomandante Marcos les hablaba a los políticos y a los ricos, sin que éstos, en su soberbia, le creyeran. Apenas ahora empiezan a espantarse y no saben qué hacer.

7

No saben qué hacer, porque cuando pudieron no lo hicieron. La última oportunidad de evitar o de amortiguar esta crisis de la República se las dieron a esos políticos los zapatistas, cuando a comienzos de 2001 la Marcha del Color de la Tierra y la comandante Esther demandaron ante el Congreso de la Unión la reforma de las instituciones, la inclusión de los derechos indígenas en la nación mexicana, la apertura de las puertas de la República a los excluidos, sin los cuales no hay República posible.

El Congreso les respondió con un portazo, ese mismo Congreso que hoy se afana en discusiones y declaraciones contra la inseguridad y la delincuencia, mientras ignora el crimen que significa la existencia en Chiapas, territorio mexicano, de más de 12 mil mexicanos desplazados por la guerra, 12 mil indígenas que no pueden volver a sus casas, sus tierras, sus sembradíos y sus animales, porque paramilitares y militares se lo impiden. ƑPero cómo pueden creer que un pedazo de México, Chiapas, puede vivir 10 años así sin que esa situación impregne y contamine a toda esta república socialmente indefensa?

8

Pocas cosas hoy tan fuera de lugar como la discusión sobre la elección presidencial de 2006. Todos los políticos y sus voceros, el PRD en lugar destacado, se han dejado envolver y quieren envolvernos en esa discusión sobre nombres y personas, como si de ella dependiera nuestro entero destino como nación. Mientras tanto, en este 2004, los verdaderos dueños del país, los pocos muy ricos entre los ricos, y sus servidores políticos e institucionales, llevan adelante la verdadera política, la que consiste en terminar de enajenar de un modo u otro los bienes de la nación, el petróleo, la energía y la biodiversidad ante todo, y en terminar de amarrarnos a la política de guerra de Estados Unidos, hoy más aislada y odiada que nunca en el mundo entero.

Quienes apuestan todo al 2006 pasan por alto al menos tres datos decisivos.

Primero, el escenario en que tendrá lugar la elección mexicana en 2006 estará fuertemente determinado por el resultado de la elección presidencial de noviembre de 2004 en Estados Unidos y por la administración entrante en la Casa Blanca en 2005. Es ocioso, pues, adelantar vísperas.

Segundo, estamos a la mitad de 2004, acosados por la inseguridad, el desempleo, la pobreza, la desprotección como cuestiones candentes, y sólo los políticos y su mundillo de asesores, periodistas y funcionarios tienen la cabeza metida en 2006, mientras el resto de la población sospecha que su preocupación para entonces no son nuestros problemas, sino sus puestos.

Tercero, una recuperación y una expansión de la legalidad y de los derechos de todo tipo -es decir, de la vida republicana- no puede provenir de un conjunto de "políticas públicas" instrumentadas desde el gobierno, sino de un conjunto amplio y articulado de demandas sentidas por la población y conquistadas a través de múltiples formas de organización, desde los niveles más elementales, que hoy necesitamos más que nunca.

Esta última tarea es áspera y difícil. Pero no hay otro cielo protector que el de la República que nosotros mismos, entre todos, sepamos y alcancemos a construir y a defender.

14 de julio 2004

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