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México D.F. Viernes 16 de julio de 2004

Javier Wimer

Retrato de familia

Los quehaceres múltiples de Víctor Flores Olea están animados por la necesidad de entender, de explicar y de transformar la realidad. Lo ha hecho y lo hace en el ejercicio de varias disciplinas que cultiva con rigor y celo profesional.

Hace más de 20 años que se dedica a la fotografía y que, de tanto en tanto, expone y publica selecciones de su trabajo. A fines del año pasado editó el álbum llamado Nueva York sobre Nueva York y ahora nos presenta Retrato de familia que es, como su nombre anuncia, una galería donde acomoda imágenes de personas cercanas a su afecto y a su estimación.

Subraya el propio autor que no se trata de meras fotografías o retratos, en el sentido convencional de estas expresiones, sino de imágenes relaboradas digitalmente.

Con estos objetos híbridos, Flores Olea agrega una nueva dimensión a su quehacer como fotógrafo y a su trabajo como pintor de computadora. La historia comienza cuando el fotógrafo revisa viejas fotografías, con nostalgia obligatoria, y cuando selecciona algunas, también con nostalgia obligatoria, para situarlas en otro contexto, para rejuvenecerlas, para darles una segunda fecha de nacimiento. Después acude a la computadora y cambia, entonces, su espacio y su tiempo originales.

El complemento digital de las imágenes constituye un comentario del autor, un juego en el estilo de la escritura automática que practicaban los surrealistas. La mano del pintor electrónico se mueve con libertad plena y altera el entorno de una efigie fotográfica. A veces de modo tan imperceptible que nos instala en el mundo de las falsificaciones y de las historias policiacas. A veces de modo tan ostentoso y estridente que denuncia el mecanismo lúdico que inspira estas composiciones.

El autor tiene doble presencia en el lugar del crimen. Primero como responsable de la imagen original y después como responsable de las superposiciones. Es, en suma, ojo detrás de la cámara y dedo en el gatillo de la computadora. Dos momentos distintos y un solo palimpsesto verdadero.

Todo cuadro tiene un espacio subjetivo que ocupa el artista. Es la reflexión fundamental que ordena los elementos conceptuales y formales de la composición, es la voluntad que define el estilo. Hay ocasiones en que el artista reclama su propio espacio en la representación y puede mirarse a sí mismo.

Tal ocurre con todos los autorretratos y con esos autorretratos intencionadamente subsidiarios cuyos arquetipos más memorables son el Velázquez perdido en la profundidad de Las meninas y el Vermeer de espalda que pinta un interior holandés.

También en la fotografía existe este espacio subjetivo y también ejemplos notables de arte especular. Desde las imágenes obtenidas con la colaboración mecánica de un ayudante o con un dispositivo para retardar el disparo del obturador hasta las manipulaciones físicas del negativo y los recientes fotomontajes digitales de ilimitadas posibilidades expresivas.

Constituye una aventura fascinante la idea de pintar con materiales que no tienen existencia corpórea y que nacen, todos ellos, del vientre espectral de una computadora.

Los artistas de Altamira o de Lascaux untaban directamente sobre la piedra sustancias naturales, los del Renacimiento y alrededores elaboraban sus propios colorantes y los del siglo pasado podían comprarlos en el comercio. Nuestros contemporáneos tienen la posibilidad de componer sus cuadros con la materia impalpable de la luz.

Esta tecnología permitió la creación de un arte que tiene por origen el inevitable y feliz encuentro entre la pintura y la fotografía. De un arte de las metamorfosis que ya practicaba artesanalmente Man Ray y que, desde Vasarely y los cinéticos, exhibe el poderío electrónico al servicio de la imaginación.

El Retrato de familia de Víctor Flores Olea comprende a sus parientes cercanos y a los amigos que ha coleccionado a lo largo de sus variadas andanzas por el mundo.

En esta serie de retratos digitales o digitados predominan los notables de la vida intelectual en el México de la segunda mitad del siglo XX. Muchos se han muerto, pero siguen asociados a la memoria viva de nuestro tiempo.

El libro se compone de cuatro ensayos breves, firmados por el propio Flores Olea, José Cueli, Hugo Gutiérrez Vega y Jorge Ruiz Dueñas, y de 77 fotos que inaugura la página donde se encuentran Fernando Gamboa y Gunter Gerzso.

La colección resulta valiosa como registro visual y, principalmente, como testimonio del arte del futuro continuo en que vivimos.

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