Jornada Semanal,  domingo 11 de julio  de 2004                núm. 488

Luis Tovar

MARLON BRANDO, ACTOR

Para quien fue una leyenda viviente desde el inicio de su carrera, la muerte no podía ser sino el único, casi innecesario elemento que faltaba para completar, en definitiva, la condición de mito. Si hubiera, como a muchos les gusta pensar, un Olimpo en donde sólo habita el espíritu de un puñado de directores –Chaplin, Buñuel, Kubrick, Tarkovski, Welles, Fellini...–, también debería haber uno reservado a los actores que han pasado por el cine y lo han convertido en algo distinto de lo que era antes de ellos: ahí están, en primer lugar y dobleteando, los igualmente míticos Orson Welles y Charles Chaplin, Marcello Mastroianni y, quién osaría cuestionarlo, Marlon Brando.

No hay listas ni antologías universalmente aceptadas, desde luego, y cada quien elabora la suya de acuerdo con su leal saber o con su ya no tan leal desconocer, pero sería de verdad difícil, en caso de que se haya visto el trabajo actoral de cada uno de ellos, discrepar de un aserto que para trascender la pobreza de consistir en una mera opinión se basa en el hecho fehaciente de la unanimidad que en torno suyo han despertado sus respectivas desapariciones físicas, así como, en primera y última instancia, su desempeño histriónico, asequible tantas veces como uno quiera.

Coincido con Francis Ford Coppola cuando afirma que "Marlon odiaría la sola idea de gente hablando sobre su muerte", aunque él, las agencias de noticias, las revistas especializadas y de las otras, la radio, la televisión, usted y yo no podamos sustraernos a la necesidad de decir algo ahora que ya sólo contamos con él en la pantalla.

Empero, me pregunto cuántos de quienes han oído, visto o leído algo acerca de la reciente muerte de Brando, y cuántos de quienes ahora lo han mencionado una y otra vez porque "tocaba" hacerlo, han visto sus películas. Habría que dejar de lado el hecho ineludible del rebumbio noticioso que, fiel a su lógica, hace de la muerte de este actor un producto consumible –como lo ha hecho y lo seguirá haciendo con tantas otras celebridades–; que distingue mal esa delgada frontera entre el justo y genuino reconocimiento a la persona y el farandulesco aprovechamiento post mortem de la figura, y concentrarse precisamente en aquello que es producto de la combinación de las dos condiciones, a las que se debe sumar el talento; es decir, concentrarse en su desempeño actoral.

Esto resulta especialmente necesario en el caso de Marlon Brando, considerando lo que fue su temprano y evidente gusto por las "escondidillas" mediáticas que lo hicieron aparecer y desaparecer de escena de acuerdo con motivos que sólo él conoció; la declaración tonante de la que hoy se nutren absolutamente todos los panegíricos necrológicos; la contradicción palmaria y voluntaria que lo hizo declarar lo mismo a favor que en contra de su profesión y su medio de trabajo; y last but not least una incomprensible como lamentable falta de tino para seleccionar los proyectos en los que participó, sobre todo, como es bien sabido, a mediados y a finales de su carrera.

(DES)CONOCIMIENTO DE CAUSA

En esa tónica, es mejor omitir el recuento más bien chismográfico de todo lo otro, en lo cual ya muchos se han cebado mucho tiempo y ahora más: los problemas familiares, los económicos, la rumorología, la especulación acerca de las causas del deceso... Omitirlo por dos razones: así se evita, dentro de lo inevitable que es hablar hoy de Brando, el filo más agudo del lugar común, y es viable conservar, del modo más puro posible, la memoria de un actor con mayúscula, a quien por cierto le bastó un reducido número de filmes para ser lo que fue desde el principio y seguirá siendo: hito, icono, símbolo, referente y ejemplo.

A la manera en que debe homenajearse a un escritor –leyéndolo o releyéndolo–, lo mejor que puede hacerse para honrar la memoria de Marlon Brando es, obvia y sencillamente, ver de nuevo sus películas, o verlas por primera vez, caso este último en el que debe estar un buen número de comentadores cinematográficos de oficio y de ocasión, a los que ha podido pillárseles en el ejercicio alegremente impune de hablar del protagonista de Un tranvía llamado deseo, El salvaje, Nido de ratas, Reflejos en un ojo dorado, El padrino, El último tango en París y Apocalipsis, sólo porque se murió y porque todos hablan de lo mismo, y no porque se conozca de él algo más que su caracterización del Corleone de Coppola y Puzo.