La Jornada Semanal,   domingo 11 de julio  de 2004        núm. 488
          Acuña

                    Marco Antonio Campos

Se le veía andar precipitado y torpe
por Espíritu Santo o Coliseo, o pasear por Plateros
y pararse de súbito a conversar con Sierra, 
Santa María o Peza ante el café de Omarini, o saludar 
en la plaza Guardiola a petimetres mirones
y pisaverdes sin equipo, o mirar en calle López 
a chicas flotantes a la caza del azorado payo 
o del joven indeciso, o atravesar bajo los álamos
los senderos de la antigua Alameda, o mirar
la caligrafía perfecta de los evangélicos bajo la arcada 
de Santo Domingo, o llegar solo, solitario, solidario al fin, 
con flor o poemas a Santa Isabel diez.
Como era hábito de época, escribió poesías por encargo
para la actriz o el difunto o para gala del álbum 
de las señoritas, pero escribió asimismo las piezas inolvidables 
del romanticismo tardío. Ni grandes de la época
ni estrictos contemporáneos vacilaron un instante
al afirmar que sería el invitado de lujo del convite,
y leían ávidos sus líricas burlonas o escépticas o descorazonadas
en periódicos y revistas, en tanto él se revolvía 
en un cuarto ínfimo del último patio del edificio lúgubre de la 
Escuela de Medicina con el estómago limpio.
Ah paradoja aflictiva: Laura, la poeta de la época, se enamoró de él, 
y él no la quiso, y él se enamoró a su vez de la inteligencia glacial,
de la piel lasciva y la figura cleopátrica de Rosario de la Peña, 
que siempre pero siempre le marcó distancias, y pese a eso, 
o por eso, él, en el desierto sin oasis 
del amor baldío, escribió en una mesa 
de la sala de Santa Isabel diez, tres meses
antes de su muerte, el autógrafo del célebre "Nocturno", 
que en su noche (jamás lo imaginaron) les daría
para siempre a los dos la mala estrella. 
Rosario aborreció el poema con hedores tóxicos,
sabiendo o sin saber, que enamorados de América y 
España lo sabían de memoria, lo hacían suyo,
y lo enviaban a la amada como prenda de 
desdicha o desesperación. Rosario, que después, 
para no confundir el alma, le solía decir Acuña,
porque un Manuel, Manuel María fue el preferido,
esa Rosario, que al final de la noche de los árboles, 
tildó con crueldad a Acuña de ser "vicioso, infiel y ateo", 
cuando no fue ni vicioso ni infiel ni ateo. 
Numerosa gente, que apenas lo ha leído o mal leído, 
se burlan a lo móndrigo y lo llaman cursi o ñoño o lo desdeñan
como poeta de sandios y escolares, sin recordar que nadie,
ni Shakespeare, ni Góngora, ni Goethe, ni Darío,
pudieron evitar beber la miel al escribir versos 
de tal madera y de tal manera cursis. Estólidos, analfabetas o
el zoilo clásico, que no supieron leer o no leyeron 
tercetos musicales de "A Laura" o "Ante un cadáver",
en su crítica perdonavidas o en su monserga estética, 
han creído sentirse superiores burlándose o ignorándolo.
Acuña no lo supo, pero escribir buena poesía o 
buena prosa en México es la vía para 
recibir la mordedura de la boca sucia de los 
histriones ínfimos, del sulfúrico sapo, que al escribir 
con saña su artículo, se cree, revolcándose en el lodo,
el juez "que dice la verdad, o al menos, su verdad",
ese sapo que odia al poderoso y muere por tener poder. 

"El hombre es una nube de la que el sueño es viento",
dijo Cernuda al ver a la muerte española en su labor. 
El seis de diciembre de 1873, en un mísero cuarto
de becario oscuro, falleció a los veinticuatro años 
el último romántico, o emblemáticamente
(digámoslo mejor) el último romanticismo.
Fuga o éxodo, qué importa para el caso. Culpable o no.
Molido, raspado, gargajeado,
dejad en paz a Acuña, por Dios, dejadlo en paz.
Pastor sin evidencia o doncel trágico, alcanzado 
en instantes por la luz del numen o la luz de la locura, 
cuánta leña cortaron ya del árbol,
cuánta sal del cianuro quemó intestino y piel.