Acuña
Marco Antonio Campos
Se le veía andar precipitado
y torpe
por Espíritu Santo
o Coliseo, o pasear por Plateros
y pararse de súbito
a conversar con Sierra,
Santa María o Peza
ante el café de Omarini, o saludar
en la plaza Guardiola a
petimetres mirones
y pisaverdes sin equipo,
o mirar en calle López
a chicas flotantes a la
caza del azorado payo
o del joven indeciso, o
atravesar bajo los álamos
los senderos de la antigua
Alameda, o mirar
la caligrafía perfecta
de los evangélicos bajo la arcada
de Santo Domingo, o llegar
solo, solitario, solidario al fin,
con flor o poemas a Santa
Isabel diez.
Como era hábito de
época, escribió poesías por encargo
para la actriz o el difunto
o para gala del álbum
de las señoritas,
pero escribió asimismo las piezas inolvidables
del romanticismo tardío.
Ni grandes de la época
ni estrictos contemporáneos
vacilaron un instante
al afirmar que sería
el invitado de lujo del convite,
y leían ávidos
sus líricas burlonas o escépticas o descorazonadas
en periódicos y revistas,
en tanto él se revolvía
en un cuarto ínfimo
del último patio del edificio lúgubre de la
Escuela de Medicina con
el estómago limpio.
Ah paradoja aflictiva: Laura,
la poeta de la época, se enamoró de él,
y él no la quiso,
y él se enamoró a su vez de la inteligencia glacial,
de la piel lasciva y la
figura cleopátrica de Rosario de la Peña,
que siempre pero siempre
le marcó distancias, y pese a eso,
o por eso, él, en
el desierto sin oasis
del amor baldío,
escribió en una mesa
de la sala de Santa Isabel
diez, tres meses
antes de su muerte, el autógrafo
del célebre "Nocturno",
que en su noche (jamás
lo imaginaron) les daría
para siempre a los dos la
mala estrella.
Rosario aborreció
el poema con hedores tóxicos,
sabiendo o sin saber, que
enamorados de América y
España lo sabían
de memoria, lo hacían suyo,
y lo enviaban a la amada
como prenda de
desdicha o desesperación.
Rosario, que después,
para no confundir el alma,
le solía decir Acuña,
porque un Manuel, Manuel
María fue el preferido,
esa Rosario, que al final
de la noche de los árboles,
tildó con crueldad
a Acuña de ser "vicioso, infiel y ateo",
cuando no fue ni vicioso
ni infiel ni ateo.
Numerosa gente, que apenas
lo ha leído o mal leído,
se burlan a lo móndrigo
y lo llaman cursi o ñoño o lo desdeñan
como poeta de sandios y
escolares, sin recordar que nadie,
ni Shakespeare, ni Góngora,
ni Goethe, ni Darío,
pudieron evitar beber la
miel al escribir versos
de tal madera y de tal manera
cursis. Estólidos, analfabetas o
el zoilo clásico,
que no supieron leer o no leyeron
tercetos musicales de "A
Laura" o "Ante un cadáver",
en su crítica perdonavidas
o en su monserga estética,
han creído sentirse
superiores burlándose o ignorándolo.
Acuña no lo supo,
pero escribir buena poesía o
buena prosa en México
es la vía para
recibir la mordedura de
la boca sucia de los
histriones ínfimos,
del sulfúrico sapo, que al escribir
con saña su artículo,
se cree, revolcándose en el lodo,
el juez "que dice la verdad,
o al menos, su verdad",
ese sapo que odia al poderoso
y muere por tener poder.
"El hombre es una nube de
la que el sueño es viento",
dijo Cernuda al ver a la
muerte española en su labor.
El seis de diciembre de
1873, en un mísero cuarto
de becario oscuro, falleció
a los veinticuatro años
el último romántico,
o emblemáticamente
(digámoslo mejor)
el último romanticismo.
Fuga o éxodo, qué
importa para el caso. Culpable o no.
Molido, raspado, gargajeado,
dejad en paz a Acuña,
por Dios, dejadlo en paz.
Pastor sin evidencia o doncel
trágico, alcanzado
en instantes por la luz
del numen o la luz de la locura,
cuánta leña
cortaron ya del árbol,
cuánta sal del cianuro
quemó intestino y piel. |