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Obituario   - NUEVO -
S O C I E D A D    Y   J U S T I C I A
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México D.F. Sábado 10 de julio de 2004

Fernando del Paso/II y último

La Iglesia y la educación

La ejecución de un ser humano, ya sea delincuente, enemigo o prisionero de guerra, es una monstruosidad. Pero las ejecuciones han existido siempre, y siempre han sido monstruosas. Sin embargo, los métodos de ejecución han variado con los tiempos. Hoy, consideramos que la decapitación es uno de los más terribles y humillantes. No siempre fue así. La revolución francesa decapitó a centenares de sus hijos echando mano de un invento, la guillotina, que en su época se consideró como método piadoso, puesto que, se daba por hecho, la muerte era instantánea. Hace 2 mil años, Roma determinó que la muerte por decapitación era privilegio de todo ciudadano del imperio condenado a la pena capital, en tanto que en sus dominios palestinos le reservó a los no ciudadanos -los judíos- la muerte por crucifixión. Fue así que San Pablo, ciudadano romano de origen y después judío por los cuatro costados, tal como él proclamó a la hora de su muerte, eligió volver a ser ciudadano romano para morir decapitado y no en la cruz.

La comprensión del mundo en que hoy vivimos siempre será incompleta si no se les enseña a los alumnos que la historia de la crueldad y de la infamia no son hoy monopolio de ningún país, sociedad o religión contemporáneos. Si no se les enseña que esa crueldad, esa infamia, han estado vinculadas, por ejemplo, a casi todas las religiones, y que la excepción no ha sido la cristiana. Lo he dicho mil veces, lo diré mil y una: los sacrificios de los aztecas obedecían a una lógica, macabra si se quiere, pero lógica al fin: era un dios cruel, Huitzilopochtli, el que los exigía. Las ejecuciones que llevaba a cabo la Inquisición, no sólo de judíos y herejes, sino de los propios hijos de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, se hacían, se hicieron, en nombre de un Dios todo misericordia y de su hijo, Jesús, que predicaba el amor universal. Ahí no cabe la lógica: la sevicia, la inhumanidad, quedan desnudas. Si vamos a contar la historia de la Inquisición y de las Guerras de Religión, tenemos que hablarle a los alumnos sobre las torturas inenarrables a las que los propios cristianos sometieron a sus hermanos y que superaron, con mucho, los sufrimientos y vejaciones de Cristo en el día de su muerte. La enseñanza de la historia quedará coja si no les hablamos de los horrores de la Noche de San Bartolomé o de la espantosa e inmisericorde aniquilación de los Cátaros.

Por supuesto, esta enseñanza no debe excluir la brutalidad asesina de los romanos contra los cristianos, las atrocidades que cometieron los musulmanes en la India, por ejemplo, o la matanza de católicos que perpetró Oliver Cromwell. Pero para enseñar todo esto se necesita tiempo: la historia mundial debe enseñarse, ésa es mi opinión, a todo lo largo de la escuela secundaria. Y se necesita incluir la historia de las religiones, de sus creencias, de su mitología, la historia de sus iglesias, sus aciertos y fracasos, así como la historia de los fanatismos religiosos. Lo que no elimina, por supuesto, sino que se complementa, con la historia de las doctrinas sociopolíticas, como el marxismo-leninismo y el nazismo, que sustituyeron a un Dios y sus dogmas con otros dioses y otros dogmas. Una de las cosas que más llama la atención en el libro de historia de quinto grado es que se menciona la religión védica, el budismo, el confucionismo y el judaísmo. Pero no existe, en estos textos, una historia del cristianismo, lo que no deja de ser una gran paradoja teniendo en cuenta que el pueblo mexicano es Ƒ95 o 97? por ciento católico y que el cristianismo ha sido una de los fenómenos más importantes y trascendentales de los pasados 2 mil años de la historia del hombre sobre el planeta. Se da por hecho que el pequeño escolar sabe todo de Cristo, porque eso se lo enseñan en su casa y en el templo. En las clases de catequismo. Tenemos así que el Estado se enfrenta a un gravísimo dilema. Si enseña la historia de Cristo dando por hecho sus milagros y su divinidad, así como la virginidad y la asunción de María y otros dogmas -lo que colmaría las ambiciones de la Iglesia-, y además se abstiene de contar la infame historia de la Iglesia, perdería su laicidad. Si cuenta, en los libros de texto, la vida de Cristo como ser humano y nada más, y pone los milagros que se le atribuyen -y con ellos las leyendas y los milagros que se les cuelgan a los santos, a la Virgen y a los patriarcas y profetas del viejo testamento, al propio Jehová- a la altura de los milagros que los musulmanes atribuyen a Mahoma, o los judíos a Moisés, o en otras palabras al nivel del mito producto de la imaginación humana, se echaría encima a la Iglesia y de paso, si no a todo el país, sí a medio país. No ha nacido el funcionario -ni el Presidente que lo apoye- que se atreva a hacer esta reforma educativa.

Sin la historia detallada de las matanzas de judíos que los cruzados realizaron en Europa camino a Tierra Santa, no es posible entender el Holocausto en toda su monstruosa magnitud. Y si no se entiende el Holocausto, no se entiende el mundo actual: la insolubles cuestión de Palestina e Israel, y tampoco la explosión del antisemitismo que se dio en el mundo árabe y musulmán desde que los inmigrantes judíos comenzaron a llegar por cientos y después por miles a Palestina, hasta culminar con la creación del Estado de Israel y su implacable expansión en tierras palestinas. Un antisemitismo que nunca antes existió como tal en el mundo árabe y árabe-musulmán. Y a su vez, las matanzas de miles de judíos por los cruzados no se entienden si no se conoce la historia del antisemitismo feroz que nació en el seno de la Iglesia católica desde que ésta inventó que el pueblo judío era un pueblo deicida. Un antisemitismo que fue alimentado por los grandes padres y doctores de la Iglesia, lo mismo San Agustín que San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, San Gregorio de Nicea y el propio Santo Tomás de Aquino. Este rabioso antisemitismo religioso fue terreno fértil para el antisemitismo seudocientífico de los nazis. Fue la semilla del Holocausto.

Pero para estudiar esto no en detalle, sino nada más a vuelo de pájaro, se necesita tiempo. Por eso pienso que la historia debe estudiarse a todo lo largo de la secundaria.

Opinar es muy fácil. Pero opinar es, también, muy difícil, porque implica una seria responsabilidad: la de opinar con sensatez. Cómo educar a los niños y a los jóvenes plantea una serie de problemas muy complejos. Asumo, sin embargo, esa responsabilidad, y es por eso que opino: con la convicción de que mis opiniones no son disparatadas, sino sensatas. Opino, pues, que en primer año de primaria se le dé a los alumnos un panorama global de lo que es el planeta y la historia del hombre, y que de segundo a sexto se les enseñe historia de México. Además, se debería incluir una materia dedicada a aprender, como parte de la historia de la imaginación, el estudio de los mitos y leyendas de las principales religiones del mundo, contando como cuentos de hadas, que eso es a lo que más se parecen. Después, que se les enseñe historia universal en primero y segundo de secundaria, y en tercero la historia de México y del mundo del siglo XX hasta llegar a nuestros días.

Es en primaria, pienso, cuando los niños deben, antes de aprender lo que es el conglomerado de las naciones, lo que es su país, lo que son sus tradiciones, sus lenguas, sus artesanías, su folclor, su cocina. Es el momento en que los niños mexicanos, que además son otomíes, zapotecos, defeños o mexiquenses, deben saber por qué son eso: mexicanos, y adamás otomíes o zapotecos, defeños o mexiquenses. Dado el imnenso npumero de niños mexicanos que pasan sexto año pero nunca cursan la secundaria, lo menos que podemos esperar es que al salir de la primaria sepan lo que es México.

Y es en secundaria, pienso, cuando los adolescentes deben saber por qué, al ser mexicanos, no son ni franceses ni chinos ni congoleses, pero que con ellos y todas las otras nacionalidades comparten tantas similitudes como diferencias y, lo que es más importante, comparten un solo planeta. Dado el inmenso número de jóvenes mexicanos que cursan la secundaria pero nunca la preparatoria, lo menos que podemos esperar es que al salir de secundaria tengan idea de lo que es el mundo.

Reducir el número de materias es poner en duda la capacidad de aprendizaje de los alumnos o aceptar de plano la incapacidad de los maestros para la enseñanza. Que se les enseñe a los alumnos 34 materias o más no tiene por objeto que todos aprendan matemáticas, biología, historia, geografía, química, física, etcétera. Tiene como fin ofrecer un panorama de las ciencias y las artes destinado a despertar las vocaciones ocultas, hecho que en el mejor de los casos se traduce en el amor por una, dos o tres materias y el olvido del resto. Probablemente hay que enseñarles a 300 niños matemáticas para que México produzca tres o cuatro matemáticos, astrónomos o ingenieros. Hay que enseñarle historia a mil, para que de esos surja un historiador. Propongo también que, aparte de establecer las materias básicas que los alumnos deberán cursar y aprobar, se les obligue a cursar otras materias -ahí podrían entrar la historia y con ella la historia del arte, de la música, de la danza, de la cultura, en fin- sobre las cuales no tengan que presentar exámenes pero sí cumplir la asistencia mínima que les otorgará el derecho a examinarse en materias obligatorias. Por supuesto, todo aquel alumno que descubra su vocación en las primeras tendría derecho a exigir que se le examine sobre ellas.

A nadie se le oculta que el dinero está en la base del problema. La precariedad en la que laboran las escuelas ha sido reconocida por la Secretaría de Educación Pública. Yo no diría precariedad, sino miseria. Una miseria que también sufren decenas, cientos de miles de maestros, cuyos escuálidos salarios los obligan a trabajar hasta dos y tres turnos. Y una miseria espiritual: la enorme ignorancia de los maestros y su falta de amor por el objeto de su enseñanza, a lo que se agregan la indiferencia y la falta de orgullo y de interés en aprender por parte de los alumnos, debido, en gran parte, a su falta de fe en la sociedad y en el futuro. A la convicción, cada vez más extendida, de que ni los estudios ni las altas calificaciones que obtengan les garantizarán el ingreso a una universidad ni un empleo o una forma de vida decorosa. Estos problemas, desde luego, rebasan el ámbito de los educadores.

Pero, Ƒlo rebasan? Quizá el estudio de la ética como materia, a lo largo de toda la primaria y secundaria, puede contribuir a cambiar tal estado de cosas. No la ética que yo estudié, como disciplina filosófica, en la preparatoria, que se remontaba al origen del pensamiento aristotélico. No, se trata de enseñar la ética como comportamiento, separada de la religión, aunque eso no impide que sean objeto de estudio los principios éticos cristianos, judíos y musulmanes, por ejemplo. Mucho se puede aprender de la Torah, y en éste y otros aspectos las principales religiones del mundo no están reñidas: la Universidad de Notre Dame, en Indiana, dirigida por los padres de la Holy Cross -la Santa Cruz- cuenta con una facultad en la que se estudian las teologías cristiana, islámica y judaica. Se trata de enseñar, decía, una ética como comportamiento -cívico- hacia los demás. De enseñarle a los alumnos, con ejemplos, cuándo el comportamiento de un político, un médico, un abogado, un policía, un deportista o un juez es ético y cuando no. En otras palabras, de enseñarles valores y principios, y por qué estos son, en primera y última instancias, la salvaguarda del individuo, de la sociedad y la naturaleza. Todas son, desde luego, tareas gigantescas, porque hay un mar de fondo en los malestares y las aberraciones de la sociedad. La desconfianza y el desencanto son fantasmas que recorren el mundo.

El Episcopado Mexicano, que aprueba la reforma de estudios secundarios propuesta por el gobierno federal, se queja, sin embargo, "de la reducción en el contenido de la materia ética, valores y principios". No se pone a pensar que en lo que a formación de ciudadanos con principios cristianos se refiere -muchos de ellos, los básicos, compartidos por el pensamiento laico-, la Iglesia ha hecho un papel lamentable. Si 95 o 97 por ciento del pueblo mexicano es católico, esto quiere decir que 95 o 97 por ciento de los criminales de toda índole son también, en su totalidad, católicos. La Iglesia ha fallado, hoy y siempre, en la formación del espíritu de sus fieles. La Iglesia gasta tanta energía en sus campañas para combatir el aborto y la anticoncepción, con el objeto, dice, de preservar la sacralidad de la vida, que no le queda aliento para educar a los pequeños feligreses con la meta, a no muy largo plazo, de salvar sus propios espíritus y las muchas vidas -sagradas todas- que los futuros delincuentes tomarán en sus manos. La Iglesia no ha aprendido a desarrollar el poder de convocatoria para enseñarle a sus fieles niños y jóvenes -en los templos, retiros y no nada más en las escuelas privadas de los pudientes- esos deberes morales y cívicos cuya enseñanza le reclama al Estado.

Por otra parte los criminales católicos de toda especie: narcos, secuestradores, violadores, encuentran en la confesión, una y otra vez, el perdón a sus pecados, y una y otra vez salen de la confesión con la conciencia limpia listos para ensuciarla de nuevo, y la seguridad de que se irán al cielo si se arrepienten a tiempo en este mundo. Y encuentran en el sacerdote que debe guardar el secreto de confesión a un encubridor. De esta manera, la Iglesia, aunque no sean ésas sus intenciones, alienta el delito y contribuye a su impunidad. Lo vimos en el caso de los obispos católicos pederastas en Estados Unidos, lo hemos visto en México en el caso del padre Maciel.

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