La Jornada Semanal,   domingo 4 de julio  de 2004        núm. 487
 Los murales
del Palacio de Bellas Artes y sus espacios imaginarios

Mercedes Iturbe

¿Qué es lo que necesitamos?
Un arte extremadamente puro, preciso,
profundamente humano y con clara finalidad.
Un arte con la revolución como tema.
Diego Rivera
David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y 
Diego Rivera, sin fecha, plata sobre gelatina, 
12 x 18 cm. Col. Juan Guzmán. 
La prolongada historia de la construcción del Palacio de Bellas Artes revela no sólo una mezcla de estilos que son el testimonio de un periodo de treinta y tres años, en el que se sucedieron movimientos plásticos y arquitectónicos a la velocidad de un turbulento principio de siglo. Es también la historia de un país que mientras se ocupaba en mirar las maneras artísticas foráneas, se debatía en una lucha interna de más de diez años, de la que salía, en apariencia, renovado.

Había llegado la hora, como escribía el entonces secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, de "la salvación y la regeneración de México a través de la cultura". La hora en la que "lo importante es producir símbolos y mitos, imaginar un pasado heroico y hacerlo hablar, wagnerianamente, por dioses crepusculares como Coatlicue".

La vieja idea de los pintores revolucionarios, como el Dr. Atl, de exigir los muros de los edificios públicos, y pintarlos –esa ambición suprema–1 , era finalmente materializada por una generación más joven, formada en las vanguardias y el marxismo. La pintura mural, como lo apuntó José Clemente Orozco, "se encontró en 1922 con la mesa puesta. La idea misma de pintar muros y todas las ideas que iban a constituir la nueva etapa artística, las que le iban a dar vida, ya existían en México"2 , y se desarrollaron y definieron en las primeras décadas del siglo xx. Lo que faltaba era el momento propicio para darles forma artística concreta, y éste se presentó cuando los fusiles revolucionarios dejaron finalmente de disparar; se inició así la llamada época de reconstrucción nacional.

Los ideales de la Revolución mexicana, todos gestados antes de 1910, recordaba Orozco, "fueron materializándose y transformándose en la pintura mural, pero no de buenas a primeras, porque era necesario, antes que nada, una técnica, que no era conocida por ninguno de los pintores. Por tanto, hubo un periodo de preparación, durante el cual se hicieron muchos ensayos y tanteos". Aquella técnica, como lo había intuido Atl años antes, la encontraría esta joven generación en un lugar alejado en el tiempo y el espacio: el Renacimiento italiano. Los pintores, uno a uno, comenzaron una fructífera peregrinación hacia el viejo mundo que, al finalizar la Revolución, los devolvió a México con la lección aprendida y, además, con la unánime certeza de que del arte del pasado, e incluso del modernismo, tomarían sólo aquello que les permitiera desarrollar un arte propio, nacional. Escribe Orozco: "Debíamos tomar lecciones de los maestros antiguos y de los extranjeros, pero podíamos hacer tanto o más que ellos. No es soberbia, sino confianza en nosotros mismos, conciencia de nuestro propio ser y nuestro destino. Fue entonces cuando los pintores se dieron cuenta cabal del país en donde vivían."

Sin estar todavía en contacto, los pintores mexicanos que regresaron de Europa en 1921, entre ellos Diego Rivera, Roberto Montenegro y Manuel Rodríguez Lozano, traían ya las semillas de un arte que buscaría no ser tributario ni colonial, sino real y formalmente mexicano.

En 1922 se pintó en la Ciudad de México el primer gran mural moderno. Diego Rivera había permanecido diez años en Europa. Al volver, gracias a Vasconcelos, quien le envió el dinero para costear el viaje de regreso, traía algunas de las más sólidas influencias europeas: los mosaicos bizantinos, Giotto, Ucello, Ingres, Renoir, Cézanne y el cubismo. El artista eligió entonces el fondo del Anfiteatro Simón Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria, y pintó la gigantesca composición que con el título de La creación realizó a la encáustica. El muralismo mexicano comenzaba apenas a ver la luz, entonces no tenía la uniforme coloración ideológica que tendría después; esos primeros años, sin embargo, fueron decisivos en la conformación de un carácter y una fisonomía propias. Al principio, las obras eran puramente decorativas y con tímidas alusiones a la Historia y a la Filosofía o a otros temas diversos. Con el tiempo, las ideas fueron afinándose, hasta llegar a esos murales en los que México, su historia y su paisaje, sus héroes y su pueblo, se convierten en tema central.

La creación, en 1923, del Sindicato de Trabajadores Técnicos, Pintores y Escultores Revolucionarios de México, con su respectivo manifiesto,3 marca el punto de partida de la que más adelante sería conocida como la Escuela Mexicana, con sus características propias e inconfundibles. Tratándose de un grupo organizado aprendieron, entre ellos mismos, sus hallazgos. "Lo que diferencia al grupo de pintores murales –observa Orozco– de cualquier otro grupo semejante es su capacidad crítica. Se daban cuenta perfecta del momento histórico en que les correspondía actuar, de las relaciones de su arte con el mundo y la sociedad presentes."

Si bien es cierto que el arte moderno en México surge de la adopción y recreación de ciertas tendencias del arte europeo (cubismo y expresionismo, de modo particular), a diferencia de Estados Unidos, México poseía ya, hacia 1920, un arte moderno con caracteres propios e inconfundibles. Entre esa fecha y 1940 el arte mexicano logró combinar un vocabulario estético internacional y una inspiración nativa. Fecunda fusión que se debió en gran medida, como escribió Octavio Paz, a la conjunción de dos descubrimientos:

Los artistas descubrieron el arte moderno al mismo tiempo en que, por obra de la Revolución mexicana, descubrían la realidad oculta pero viva de su propio país. Sin ese doble descubrimiento no habría existido el movimiento pictórico mexicano. La Revolución reveló a los mexicanos la realidad de su tierra y su historia; el arte moderno enseñó a los artistas a ver con ojos nuevos esa realidad.4
Diego Rivera comiendo en el tercer piso del 
Palacio de Bellas Artes. Al fondo dos de sus
obras, El hombre contralor del universo
el boceto de Pesadilla de guerra, sueño de paz 
(Foto: Juan Guzmán), 1952. 
Lo mejor del muralismo rebasa, sin duda, lo precario de un nacionalismo sin interés y monótono, así como la superficialidad de lo anecdótico. En su mejor momento la pintura mexicana (el muralismo) fue una vertiente original del arte de la primera mitad del siglo xx.

EL PALACIO DE BELLAS Artes, que habría sido centro de las interrumpidas celebraciones del Centenario de la Independencia, se inauguró finalmente en 1934. Ya en aquel momento se contemplaba que además de ser la sede del Teatro Nacional, sería también un espacio para la exhibición permanente de arte prehispánico, virreinal y moderno. Esta afortunada decisión permitió que, a partir de esa fecha, se pudieran visitar en sus espacios la pintura de la antigua Academia de San Carlos, las esculturas prehispánicas del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, y algo muy relevante para aquellos años que fue la revaloración del arte popular, tan desdeñado por la sociedad del periodo porfirista. Varios artistas, entre los que destacan el Dr. Atl y Roberto Montenegro, lucharon por reivindicar, como un importante valor, la riqueza indiscutible de las artesanías. Ambos se propusieron la tarea de reunir una magnífica colección de arte popular que fue inaugurada en el Palacio de Bellas Artes en aquella ocasión.

Fue entonces cuando se definió la idea de incorporar las galerías y los espacios del segundo piso al proyecto de un Museo Nacional de Artes Plásticas. De ahí la decisión de invitar a Diego Rivera y a José Clemente Orozco a pintar los muros del Palacio; esta iniciativa era la indiscutible prolongación de un proyecto plástico nacional. El Museo Nacional de Artes, atendiendo a lo que ya entonces era clamor internacional, se lanzó a la aventura de completar su muestra de arte moderno con dos obras hechas ex profeso por las máximas figuras de la pintura mexicana: Tanto Rivera como Orozco habían pasado una temporada realizando distintos murales en Estados Unidos y regresaban nuevamente a México, invitados a continuar la tarea iniciada casi quince años atrás: la de devolver al público, como decía Rivera, lo que de la herencia artística de sus ancestros pudieran rescatar.5 Orozco pintó entonces su gran Catarsis, título un tanto cuestionado en algunos de los textos que hacen alusión a este mural y, fundamentalmente, por el hijo del pintor.

Rivera pudo finalmente realizar una nueva versión del mural El hombre en el cruce de caminos, el cual se le impidió concluir años antes en el Centro Rockefeller de Nueva York y que fue destruido.

Todos los muralistas que pintaron en los espacios del Palacio de Bellas Artes eran conscientes, como es sabido, de las limitaciones que les imponía su arquitectura. Es interesante observar cómo en el caso de los grandes murales se enfrentaron, con gran audacia, a un espacio arquitectónico complejo que en ningún momento los inhibió en la realización de sus propuestas, mismas que cada uno resolvió de manera completamente diferente. Todos sabían que la imponente presencia arquitectónica podía alterar la lectura visual de las grandes dimensiones de los murales.

Orozco pretendía que la escena retratada en su mural tuviera un sentido trascendente, desde el cual el observador estaba llamado a descubrir el orden oculto de los símbolos y a reconocer la simetría de las figuras rebasando, de esta manera, la violencia y llegar así a la verdadera significación de la obra.

Si se observa el proceso de creación de la obra a través de los bocetos, no puede dejar de sorprendernos el cambio radical que ocurre en las litografías basadas en el mural de Bellas Artes, que Orozco realizó posteriormente. La figura conocida como "la Chata" que no aparece en los primeros trabajos, termina por desplazar las otras figuras masculinas en la obra gráfica. El cambio es significativo. La ambigüedad del espacio que se apoya en la representación del cuerpo y de la máquina desaparecen para dar paso a una escena en la que el cuerpo femenino ha perdido toda pureza mitológica al dejar de ser la figura intermediaria entre el caos y la reivindicación de la historia.

En el mural de Orozco es evidente la preocupación por la catástrofe mundial. El artista pintaba escenas dramáticas, mordaces, con un temperamento vehemente muy alejado de la serenidad de Rivera. Mientras que Orozco recaptura con pasión lo trágico precortesiano, plasmando en el muro una imagen desgarrada con un grafismo de gran tensión, Rivera, enamorado del mundo indígena, transmite el júbilo y la sensualidad que caracterizan su obra, tanto mural como de caballete.
 
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Jorge González Camarena, 
atrás su mural Liberación.
(Foto: Ricardo Salazar), 1963, 
plata sobre gelatina, 17.5 x 24.5
cm. Col. Ing. Marcel González
Camarena Barre de Saint-Leu.
El reconocimiento que estos artistas habían tenido en México y en el extranjero, los convertía en dos figuras claves que en el espacio del Palacio se ven frente a frente durante la realización de sus murales. Al respecto, Jorge Cuesta expresó: "Los frescos de José Clemente Orozco y Diego Rivera en una de las galerías de pintura del Palacio de Bellas Artes se encuentran en paredes opuestas y de dimensiones iguales […] de extremo a extremo de las galerías están también de extremo a extremo de la pintura"6 . No es difícil imaginar la intensidad y, quizá, la tensión que vibraba en el Palacio mientras los famosos muralistas trabajaban, a muy corta distancia y al mismo tiempo.

DIEGO RIVERA VIAJÓ EN compañía de Frida Kahlo a Huejotzingo para presenciar las fiestas de carnaval durante varios años y realizó cientos de dibujos que después desarrolló en telas y acuarelas. En 1936 se le presenta la ocasión de hacer unos murales con este tema para decorar el comedor del Hotel Reforma, mismos que Diego decidió pintar en paneles transportables para no correr la misma suerte en el caso de que despertaran controversia.

Los cuatro paneles fueron reunidos por el pintor bajo el nombre de Carnaval de la vida mexicana. Concluida la obra, en efecto la historia volvió a repetirse. Unos días después de terminados y antes de la inauguración del hotel, los frescos fueron alterados y retirados del comedor para el que fueron pintados. Después de un pleito legal, los paneles fueron reparados y permanecieron guardados casi treinta años, hasta que, finalmente, fueron instalados en el Palacio de Bellas Artes en 1963.

También se encuentra en el Palacio desde 1977 un detalle de uno de los frescos conocido como Guerra Mundial, de la serie Retrato de América, realizada por Rivera en la New Workers School de Nueva York. El tablero, pintado en 1933, lleva el nombre de Tercera Internacional, y se trata de una pequeña pieza pintada al fresco en la que se representa a Lenin y a Trotski.

Años más tarde, en 1944, David Alfaro Siqueiros recibió el encargo de pintar un mural en el interior del Palacio de Bellas Artes. A partir de esa fecha comienza a trabajar en su impresionante fresco: Nueva democracia, al que acompañan Víctimas de la guerra y Víctima del fascismo, que termina un año después. La composición de los tres tableros corresponde a la idea del muralista sobre la "plástica pura", es decir, una manera de pintar que debía romper los límites del cuadro para convertirse en una suerte de superficie dinámica capaz de satisfacer la visión de lo que él llamaba el espectador móvil: aquel que no tiene un punto de vista estático, que se mueve y observa la obra desde diferentes ángulos.

Seis años después, Siqueiros regresa al Palacio de Bellas Artes para pintar el díptico conocido como El tormento de Cuauhtémoc, que concluye en 1951. En este mural Siqueiros logra reconstruir símbolos tradicionales y darle un nuevo sentido expresivo y dramático a uno de los capítulos más fascinantes de nuestra historia. A través del uso de la más avanzada tecnología el pintor consigue hablar del pasado desde el lenguaje de su tiempo.
 
 
 
También Rufino Tamayo fue llamado a pintar en los muros del Palacio con su mural Nacimiento de nuestra nacionalidad (1952). Mientras que la generación anterior de muralistas veía en la pintura una forma de narrar, Tamayo busca expresar la profundidad de los caracteres de nuestra raza captando los colores, el sentido y la fuerza de lo prehispánico, pero negándose a utilizar un lenguaje descriptivo. Su visión y sensibilidad lo conducen a un lenguaje poético que el pintor logra a través de ritmos y destellos de color.

En realidad puede decirse que en los muralistas que pintaron ex profeso para el interior del Palacio de Bellas artes, incluido Tamayo, estaban presentes las mismas inquietudes simbólicas y alegorías temáticas. A todos les interesaba representar de algún modo la violencia de la Conquista y el nacimiento de la nación. Sin embargo, resulta fascinante analizar la concepción pictórica completamente distinta con la que cada uno interviene el espacio dejando un testimonio plástico indiscutiblemente personal.

En el segundo mural de Tamayo, México de hoy (1953), los colores son protagonistas de la acción y se encargan de sintetizar el espíritu de su título. Para este mural el pintor elige los colores más delicados de su paleta, un rosa tenue, un blanco grisáceo y un gris azulenco.

También en 1963, Jorge González Camarena terminó su colorido fresco Liberación, en el que se propone representar la "síntesis del mestizaje". Esta obra, realizada por un artista de la llamada segunda generación de muralistas, se integra sin tensiones al conjunto del Palacio. Al igual que los otros pintores, busca plasmar en su mural una interpretación plástica de nuestra historia.

Más de diez años después pasaron a formar parte del acervo de murales un grupo de obras realizadas en fechas, lugares y estilos diversos. El primero que llegó al Palacio fue el fresco de Roberto Montenegro, Alegoría del viento (1928), pintado, por encargo de Vasconcelos, en el ex Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo (hoy Museo de la Luz). De aquella serie de frescos de Montenegro, destruida por la humedad, sólo sobrevivió éste, que se ubicó en el Palacio de Bellas Artes en 1965. En esta obra el artista revela su preferencia por un arte no narrativo, al estilo de los llamados "primitivos" italianos, así como su fascinación por las artes decorativas.

La piedad en el desierto (1941-1942), de Manuel Rodríguez Lozano, se traslada al Museo del Palacio de Bellas Artes en 1967. El fresco fue originalmente pintado en un muro de la prisión de Lecumberri, en la que el artista permaneció cuatro meses encarcelado a causa de un robo en la Biblioteca de la Academia de San Carlos en donde era director. Rodríguez Lozano pasó, como él mismo lo decía, de acusador a acusado. Lo interesante es que con este fresco pintado en condiciones tan adversas, inicia un tema que lo llevaría a la realización de magníficas pinturas, varias de pequeño formato, inspiradas en La piedad.
Me pregunto si tanto el fresco de Montenegro como el de Rodríguez Lozano, deben o no considerarse murales, como se les ha venido llamando a lo largo de los años, dado que al haber sido desprendidos de sus muros originales sería, quizá, más correcto referirse a ellos únicamente como frescos, al igual que la Tercera Internacional de Rivera.7

ES PERTINENTE ANOTAR QUE los primeros murales del Palacio fueron realizados por "los tres grandes", en la época de madurez de la Escuela Mexicana de Pintura. En ese momento, más de veinte años después de iniciada la Revolución, México se encontraba inmerso en sí mismo, y la pintura había ya encontrado la manera de representar este sentimiento nacionalista a través de un realismo socialista que, desde luego, fue entendido por cada uno de los artistas de distinta manera. Las limitaciones y los deslumbrantes hallazgos de la Escuela Mexicana, y su defensa del "arte público", son los del movimiento nacido en 1910. Lamentar, sin embargo, las contradicciones del muralismo, como decía Paz cuando hablaba de Orozco, "es olvidar que la contradicción es el corazón mismo de casi todas las grandes creaciones artísticas y literarias de la época moderna".

Rivera, Orozco y Siqueiros dejan testimonio en el Palacio de Bellas Artes de la plenitud de sus facultades creativas y, al mismo tiempo, se ven obligados a coexistir con un arte que acabaría suplantándolos. En pleno apogeo del muralismo aparece la reacción: representada en el Palacio por los extraordinarios murales de Tamayo, quien se lanzó a explorar posibles alternativas a la retórica ideológica y el academicismo de una escuela mexicana de pintura que comenzaba a declinar.

El conjunto de murales del Palacio es, en ese sentido, particularmente notable no sólo por la reunión de estilos tan distantes como el de Orozco y el de Montenegro, el de Rivera y el de Tamayo, sino por ser una muestra única de un largo momento en la historia del arte mexicano. Cincuenta años tomó la conformación de esta colección; medio siglo de una presencia pictórica que, paradójicamente, traspasó las fronteras nacionales e inauguró uno de los capítulos del arte universal quizá más contradictorios, pero no por eso menos audaz y estéticamente interesantes.

Con la exposición Quimera de los murales del Palacio de Bellas Artes, no sólo se pretende exaltar la poderosa presencia de los murales con motivo del 70 aniversario del Palacio, sino también mostrar varios de los bocetos y trabajos preparatorios que estos pintores realizaron como un sueño o un paroxismo de lo que podría quedar en aquellos muros. Ahí, en esos trazos de los dibujos, las calcas y lo carbones, va de por medio la voluntad y el sentimiento apasionado de estos pintores excepcionales. Asimismo, se decidió reunir para esta exposición una serie de trabajos de los artistas que expusieron representando al arte moderno en ocasión de la inauguración del Palacio en 1934. No es posible exhibir el mismo conjunto que se presentó en aquel momento, ya que no se cuenta con la documentación necesaria que pudiera reproducir la muestra en forma rigurosa. Sin embargo, se eligió un número de obras de los artistas participantes realizadas en los diez años anteriores a la inauguración del Palacio, es decir, pertenecientes al periodo entre 1924 y 1934, y que, por lo tanto, pueden dar una idea aproximada de lo que se vio en las salas que iniciaban el Museo Nacional de Artes Plásticas.

La muestra tiene como objetivos esenciales mostrar un proceso de indiscutible importancia en la pintura mexicana del siglo xx, hacer una revisión que permita la reflexión de tan importante movimiento, y además resaltar el valor indiscutible de estos murales y frescos que, con el paso del tiempo, han venido a conformar la colección, siempre polémica y por lo mismo interesante, del Museo del Palacio de Bellas Artes.

1 Después de una exposición colectiva en la Academia de San Carlos, en 1910, un grupo de pintores, liderados por el Dr. Atl, decidió alejarse de la escuela y formar el Centro Artístico, cuyo objeto exclusivo, en palabras de Orozco, "era conseguir del Gobierno muros, en los edificios públicos, para pintar. ¡Al fin se realizaría nuestra ambición suprema!". Algo consiguieron, pero mientras se organizaban para pintar los muros del anfiteatro de la Escuela Preparatoria, estalló la Revolución, lo cual detuvo el nacimiento del movimiento muralista por diez años.

2 Todas las citas de Orozco han sido tomadas de los artículos autobiográficos que publicó en el Excélsior en 1942.

3 Dicho manifiesto fue escrito por David Alfaro Siqueiros y firmado por Rivera, Orozco, Charlot, Mérida y Fermín Revueltas, entre otros.

4 Octavio Paz, Los privilegios de la vista.

5 Esta leyenda, aplicada a sí mismo, se la dedicó Diego Rivera al Anahuacalli y fue póstumamente grabada en piedra en el lugar.

6 Jorge Cuesta, "Un mural de Diego Rivera", en Obras, II, p. 275.

7 Un mural al fresco de Francisco de Goya, pintado en su casa natal en Fuendetodos, Aragón, España, fue desprendido y barnizado. Hoy en día se exhibe en una sala del Museo del Prado como pintura al fresco.