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México D.F. Lunes 28 de junio de 2004

Los niños cantores de Chalco, oasis de cultura

Las carencias no merman su lucha por trascender en el arte del teatro y la música

KARINA AVILES

Valle de Chalco-solidaridad. Siguen igual, con las mejillas llenas de polvo, con esos zapatos que parecen tortas de lodo, con los pantalones limpios, pero remendados de aquí y de allá, es decir, pobres como todos los demás de esta tierra, adonde un día llegó el papa Juan Pablo II y nunca aparecieron los milagros. Pobres sí, aunque diferentes. Desde hace mucho viven casi en complicidad con Puccini, con Bizet o con Massenet. chalco_coro_ch11Son los 40 niños cantores de Valle de Chalco-Solidaridad, ya conocidos internacionalmente.

Lectores de novelas de caballería, de mitologías del mundo indígena y griego, admiradores de tenores como Ramón Vargas y Fernando de la Mora, autores de cuentos realistas -cuyo protagonista principal es su valle- e intérpretes de óperas célebres como Carmen, Turandot, La Bohemia y Werther, los niños cantores han ido más allá de los cambios que reditúan políticamente, como bajar la palanquita para que se encienda la luz o dejar pavimentadas calles enteras de la noche a la mañana.

La música logró cambiar su mundo, no el de afuera -por ahora-, sino el interior. Y aunque tengan las tentaciones muy cerquita, pues en sus colonias no faltan las bandas que cambian de nombre de una a otra cuadra, los chavos que se drogan en las esquinas y los hombres que arrastran "de las greñas" a su mujer por las calles, los niños luchan a diario por algo que ya no es la pura sobrevivencia.

Hijos de obreros, vendedores ambulantes, migrantes, madres solteras y de uno que otro profesionista, ahora sueñan -y algunos ya lo lograron- con estudiar en el Conservatorio, con danzar por el mundo en zapatillas de ballet, con ser cantantes de ópera o buenos profesionistas.

El principio de esta revolución, de tal transformación en los niños, se gestó hace 14 años por medio de un par de "subversivos": Leszek Zawadka y Antonio Suárez, uno de origen polaco y el otro mexicano, quienes decidieron torcer el cauce de la historia de estos niños.

Hoy, dice el director del coro, Leszek Zawadka, existen 40 niños en condiciones menos desventajosas que muchos otros de su entorno.

Desde el origen, puntualiza, el proyecto tuvo como principal objetivo ejercer una función social. Zawadka recuerda que, como estudiante, conoció del papel de la música en el desarrollo de la lógica, de la inteligencia, pero, sobre todo, de la formación de ciudadanos transformadores de su entorno.

Entonces supo que "la revolución también se hace por medio de la música", y años después puso manos a la obra. La teoría la llevó a la práctica, la "utopía social" se hizo realizable. El pretexto era cantar, pero la idea era una: cultivar el pensamiento.

Así, con años de esfuerzo, dinero de su bolsillo, resistencias de la comunidad y un paréntesis en sus carreras -en el caso de Leszek como cantante de ópera, y de Antonio como gente de teatro y pintor- formaron a los niños cantores.

Pronto, se dieron cuenta que debían atacar por diferentes frentes: el de la lectura, para introducir a los niños en cuentos que les devolvieran los sueños; el de la danza, para hacer que de sus pies salieran impulsos para emprender el vuelo; el de la actuación, para mostrar otras realidades, y el del canto, para hacer explotar las voces en un colorido mexicano.

Del coro al Conservatorio

Casi todos los días, de cuatro a siete de la noche, Luis Martín Reynoso, de 18 años, y sus cuatro sobrinos más chicos salen de su casa para dirigirse -a pie o en bicicleta, según esté el tiempo en la colonia Darío Martínez- a clase de canto, lectura o danza.

Atrás, corriendo en un terreno lodoso, ladran varios perros, entre ellos el Coco y el Pecos, que se quedan a unos metros del camino y regresan, porque aquí -afirman los vallechalquenses- los canes son una especie de candados de la casa.

En la vivienda, sentada frente a La Niña, vieja máquina de coser, Guadalupe Olinda, madre de Luis, se concentra en la aguja que sube y baja sobre una rueda de manta. A veces, cuando le llega trabajo, cose hasta 50 piezas.

Entre tanto, su esposo, Luis Reynoso Salinas, está en su fábrica. Para llegar a ella basta con atravesar un cuarto, alumbrado apenas por una vela que se derrite en un plato. Esa pieza es el dormitorio y lugar de estudio de los dos hijos que aprenden música.

Luis Antonio, hermano de Luis Martín, perteneció al coro y hoy día es estudiante de quinto año de la carrera de cantante de ópera y concierto en el Conservatorio Nacional de Música. Guadalupe Olinda recuerda "la ayuda tan grande que le dieron los maestros (Leszek y Antonio) a mi hijo para que entrara ahí, porque no teníamos lo suficiente".

En la fábrica don Luis es, como dice su esposa, el "jefe, el secretario, el obrero" y, en términos formales, el único trabajador. Parado frente a una mesa de aserrín que le queda grande al cuarto, corta las ruedas de manta que sirven para abrillantar la joyería y produce cepillos de cerda.

Don Luis, a quien se ve algo cansado, cuenta que antes vendía 500 ruedas de manta, pero con "este señor Vicente Fox, o ya cerraron los depósitos que me compraban o me piden apenas 50 piezas".

De cualquier forma, no se deja llevar por la desesperación porque, dice, "el coro nos ha enseñado a no dejarnos abatir por la desesperanza".

Los Reynoso luchan. Luis Martín lleva 10 de sus 18 años en el coro. Ha visitado seis países en las giras internacionales del grupo y se siente diferente del resto de sus compañeros del Colegio de Bachilleres, porque "ellos sólo quieren conseguir un oficio, trabajar y casarse".

En cambio él quiere es cantar ópera, aunque para ello deba bajarse del avión directo al tianguis, donde, junto con su madre, vende champú, jabón y desodorantes los fines de semana.

Como a las 11 de la noche la familia Reynoso deja de trabajar. Don Luis cuelga su camisa y su chaleco en un clavo y los cubre con una bolsa negra de plástico. A esa hora todos se despiden. Las tres hijas, María Olinda, María Rosalía y María Antonieta, las tres con sus respectivos hijos, se reparten en igual número de piezas construidas junto a la casa central. Son 14, como haciendo caso omiso de que los censos hablan de un promedio de 4.7 habitantes por vivienda.

A varias cuadras de la casa de Luis, luego de pasar por donde se juntan las bandas de Los 41 y a veces la de Los Tuzos, está el hogar de Citlali García Tenorio, de 10 años. "El coro es mi vida y no sé qué haría si se acabara", afirma.

Junto con los otros cantores, agrega, "he aprendido arte, música buena, ortografía y también a leer mejor y expresarme más", comenta. Orgullosa, cuenta que ha conocido "Monterrey, Acapulco y Estados Unidos".

Está empeñada en que cuando trabaje su primer sueldo será para llevar a su "papá-abuelito" a ese puerto guerrerense, porque no lo conoce.

Entre comentarios de que a su primaria le "pusieron lavabos pero nunca les sale agua" y los mesabancos no se quedan quietos ni de un lado ni del otro, tal como los "sube y baja", suelta de pronto una idea que se le ocurrió: "Poner un letrero para buscar a mi papá".

Citlali es hija de Esther García Tenorio, una joven que hasta hace poco era obrera en la fábrica Sedas Cataluña, situada en la colonia Agrícola Oriental.

En la parte de la casa donde duermen cinco -la abuelita Manuela, el abuelo Mauro, Esther y sus hijas Citlali y Natalia, la más pequeña-, porque enfrente vive otra parte de la familia, sólo separada por un pasillo, en cuyo fondo se ve un excusado, la mamá de Citlali cuenta que el coro representa "un nivel social en el que yo no podría poner a mi hija".

Confiesa que ella se desarrolla en "un nivel muy distinto". La primera vez que conoció un teatro fue hace dos años, cuando su hija participó en la ópera infantil Brundibar. En el valle, comenta, "la cultura queda lejos".

Sólo hay un centro cultural y "el único cine en servicio da funciones de lucha libre". Pero si de beber se trata hay toda una variedad de opciones: 28 restaurantes bares, 24 departamentos de cerveza y refresco, 15 pulquerías, seis vinaterías, cinco salones de baile y tres cervecerías, de acuerdo con los datos del Plan de Desarrollo Municipal 2003-2006.

Para Esther, Valle de Chalco es mejor que andar "de un lado para otro como gitanos". Así anduvo ella. Primero en el Distrito Federal, después en Neza. Finalmente llegó a lo que llama "un gran dormitorio" a las afueras de la ciudad.

Hijos de expulsados

En Valle de Chalco, explica Antonio Azuela, investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, "vive mucha gente expulsada; muchos son los jóvenes de las familias que ya no cabían en espacios como Ciudad Nezahualcóyotl", que representó la "primera oleada" de urbanización de masas en los años 60.

Dos décadas más tarde, en Valle de Chalco se dio "la segunda oleada" de este fenómeno. La población de este lugar no tiene un "perfil particular, salvo el de su capacidad adquisitiva: son pobres".

Aquí, asegura Esther, la mayoría de las familias viven con un ingreso promedio de 500 pesos semanales, que se reducen a 400 por lo que se gasta en el transporte, ya que casi todos salen a trabajar a la ciudad de México, Tlalnepantla, Ixtapaluca, Vallejo y Puebla.

El puente Rojo, el Amarillo y el Blanco son las principales vías para salir del valle de "los hijos de los expulsados". Los que se quedan, la mayoría mujeres, buscan un modo de allegarse el sustento.

Catalina Hernández Lucas, abuela de dos niños cantores, trata de que alguna maquiladora le dé prendas para coser. Si tiene trabajo, le pagan cuatro pesos por pieza. Edith, su hija, mamá de Los Pollos, los dos pequeños que van al coro, a veces le ayuda en la costura.

La señora Edith insiste en un deseo: "que mis hijos lleven una vida muy diferente". No evita mirar alrededor de la habitación de tres por ocho metros en la que vive, y que, como muchas de las casas en Valle de Chalco, tiene de corrido el sillón, el lavadero, la litera, el refrigerador y la televisión.

Pero, como en pocos hogares, allí no se escuchan Paquita La del Barrio, Paulina Rubio y Los Broncos, sino los valses de Johann Strauss, Carmina Burana en la versión de la Orquesta de Filadelfia o los clásicos latinoamericanos.

Alexander y Elba Viridiana escuchan las palabras de su mamá casi sin moverse, porque si estiraran las manos chocarían con la pared. "En mi infancia -dice Edith entre sollozos- no viví con un papá y no pude estudiar más, me quedé en sexto."

Por ello manifiesta que el coro cambió la forma de pensar no sólo de los niños, sino de ella y de su esposo: "Ahora queremos que ellos se superen, y si Elba Viridiana quiere cantar no pararemos hasta que encuentre lo que ella quiere".

Elba, niña con talle de bailarina, señala que nunca pensó que estaría algún día en el escenario principal de Bellas Artes. "Ni yo misma me la creí. Pensé: 'a lo mejor es un sueño que se hizo realidad'.

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