Jornada Semanal,  domingo 27 de junio de 2004         núm. 486

JAVIER SICILIA

HUGO GUTIÉRREZ VEGA,
LA OSCURIDAD DE LA GRACIA

A finales de mayo, el poeta Ricardo Venegas organizó un homenaje en Cuernavaca a Hugo Gutiérrez Vega. Yo era parte de la mesa. Por desgracia, el día señalado, un compromiso intempestivo e imperioso me impidió estar ahí. Lo lamenté, no sólo porque quiero mucho a Hugo –su amistad, su generosidad, lo que ha hecho por la poesía y los poetas de este país, hablan de la estatura del hombre– sino también porque su poesía ha sido una fuente de vida para mí y quería hablar de ella. Hoy lo hago.

Todo poeta se mueve en un territorio oscuro. Tocado por el resplandor ontológico de las cosas quiere revelar su misterio en la encarnación de un poema. ¿De qué orden es? El místico, que se mueve en esos mismos territorios con la lámpara de las virtudes teologales, diría que de la gracia, del misterio de Dios participado en las cosas. Yo nunca lo he dudado. Sin embrago, el poeta, que se abisma en esos mismos territorios sin aquella lámpara, no lo ignora. Sólo sabe que lo impele un llamado oscuro, un resplandor vislumbrado en las profundidades de su alma que busca mostrarse. Su universo se funda en una comprensión oscura de la encarnación del logos que puede resumirse en esta frase: nada puede ser representación de lo invisible que no haya sido primero representación carnal.

En la poesía de Hugo Gutiérrez Vega, ese llamado oscuro, esa representación carnal de lo invisible, es, como bien lo ha visto Pedro Serrano, la duda. Hugo ve, mira el resplandor maravilloso que brilla en las cosas y seducido por él lo plasma en versos magníficos. Toda la poesía de Hugo es un canto de la belleza del mundo. Sin embargo, no bien lo ha visto y plasmado, duda, como si lo entrevisto, lo amado, no acabara de revelarse por completo; como si aquello que vislumbró y logró asir en el instante del poema, volviera a desaparecer tragado por la fuga inmensa del tiempo. De ahí, a veces, el hiriente sarcasmo o el desencanto de algunos de sus versos; pero de ahí, también, la belleza casi mediterránea de la mayoría de sus poemas, esa belleza en la que yo no dejo de admirar el misterio de la encarnación: el logos que al hacerse mundo, carne, luz, me revela el gozo de lo creado, la presencia de lo invisible en lo visible.

Una palabra sacada de su poema "El pontífice", que se encuentra en su libro Tarot de Valverde de la Vera, define maravillosamente esa duda: "el descalabro". "Vivo en el descalabro –escribe el poeta–./ No he podido aliar mi voluntad/ a una ortodoxia/ firme, clara y segura./ Dudo y persisto en la búsqueda/ de un cordel pendiente del aire,/ de lo innombrado [...]".

El descalabro es una herida, es el golpe oscuro del resplandor ontológico de las cosas, que hace mirar al poeta la belleza del mundo y lo obliga a cantar, a revelarla en la carne del poema; pero es también, en la medida en que no puede hacer perdurable ese encanto atrapado en la fugacidad del mundo, la herida que lo hace dudar: ¿y si esa belleza no fuera cierta? ¿Si lo que vi y experimenté no es real? ¿Si esa persistencia "en la búsqueda [...] de lo innombrado,/ de lo que da sentido a la noche lunar,/ [...]/ a la tarde sentada en la banca del parque,/ a tu calma cuando al final del amor/ te ocupa la plenitud del cuerpo", fuera una ficción, un "engaño", "un retorcido truco,/ algo que sobrecoge al desamor,/ algo trivial y blando [...]"?

Pese a eso o, mejor, gracias a eso, el poeta vuelve, volverá siempre a cantar. Solicitado por ese llamado oscuro, sabe que en el fondo de su duda, en esa "certeza del engaño", que el propio llamado que lo solicita niega, hay "una oscura forma de la gracia". Es esa gracia oscura, y no la aparente claridad de la "certeza del engaño", la verdad del poeta. Lo que la duda le niega, lo afirma la gracia de la encarnación del poema, donde la belleza del logos se revela en un atisbo de plenitud. Aunque la duda del poeta, envuelto no en la claridad de la gracia del místico, sino en su oscura transparencia, lo niegue, la poesía de Hugo Gutiérrez Vega es una posfiguración del mundo que la resurrección transfigurará el último día. Lo que el poeta conoce y nos revela oscuramente en la angustia de su duda o, en otras palabras, lo que el poeta nos dice de ese "no sé qué que quedan balbuciendo" las cosas en su belleza, es que esa belleza es real y, a pesar de todo, permanecerá; que detrás de esa aparente "certeza del engaño" hay una bondad que conmueve el corazón y que autoriza a la esperanza.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez y levantar las acusaciones a los miembros del Frente Cívico Pro Defensa del Casino de la Selva.