Jornada Semanal, domingo 27 de junio de 2004        núm. 486

HUGO GUTIÉRREZ VEGA

POR TIERRAS RUMANAS

Este bazarista había publicado un pequeño texto sobre una de las obras principales del dramaturgo rumano Ion Luca Caragiale, La carta perdida. La redacción de la revista Siglo xx de Bucarest se enteró de mi caragialismo y me mandó a Roma una invitación para que hiciera un recorrido por Rumania y viera las puestas en escena de obras de varios autores en Bucarest y en otras ciudades de la entonces República Popular encabezada por Maurer, un líder bastante benévolo dentro del marco autoritario en el que vivía la antigua Dacia.

Rafael Alberti me comentó que él también estaba invitado y que nos encontraríamos con Neruda y Asturias en Otopeni, el aeropuerto bucarestino.

De ese viaje inolvidable atesoro algunos momentos que quiero compartir con los fieles lectores de mis despropósitos: viajamos por todos los rumbos rumanos y, obviamente, la logística y el levantamiento de maletas estuvo a cargo del más joven de los invitados, este bazarista, autor, en aquellos tiempos, de unos poemas ganadores en los Juegos Florales de Sahuayo (bastante plagiarios del Marinero en tierra, de Alberti, por cierto), del ensayo sobre Caragiale y de una serie de crónicas publicadas en México y en Argentina. Mucho me esforcé en el cumplimiento de mis obligaciones y cargué maletas por Transilvania, los Cárpatos, Moldavia el Banato Central, el mar negro y las Puertas de Hierro danubianas. El equipaje de Alberti y Asturias mantuvo su peso normal a lo largo del viaje, pero el de Neruda cada día pesaba más por la sencilla razón de que el implacable coleccionista recogía piedras, caracoles, conchas marinas, pedazos de madera o botellas de vino o de cerveza. De esta manera, el cargador terminó la gira casi deslomado.

De regreso a Roma nos encontramos con Gonzalo Losada. Le pregunté por el destino del manuscrito de mi primer libro, Buscado amor, que estaba en espera de juicio en sus oficinas de Buenos Aires. Me miró con amable suspicacia y me informó que el libro sería publicado muy pronto en la colección "Poetas de ayer y hoy". "Recorriste Rumania cargando las maletas de mis tres lectores. No pueden desaprobar tu manuscrito", me dijo con un poco de sorna. Me le quedé viendo con gesto perplejo y llegué a la conclusión de que el libro me había costado "sangre, sudor y lágrimas". Desde entonces mi inseguridad se manifiesta cada vez que pido que me publiquen algún libro. Siento el impulso de cargar las maletas de los editores y finco gran parte de mis méritos en ese esfuerzo físico. En fin... pelillos a la mar. Ya no puedo cargar maletas y los otros méritos andan cariacontecidos.

En un café de Cluj me pasó algo muy agradable y sorprendente. Tomábamos una copa de vino blanco y hablábamos de Tudor Arghezi, el poeta que habíamos saludado unos días antes en las oficinas de "Scinteia", la casa editorial de los miembros de la Unión de Escritores. A la reunión habían asistido la pintora Florica Jebeleanu y su esposo, el poeta Eugen; María Banus y Mihai Beniuc. Una gitanita magiar se acercó a nuestra mesa y me dio un ramo de violetas. Busqué dinero y sólo encontré en mis bolsas un billete de diez leis. Se lo di y feliz por el regalo me gritó algo en magiar. Uno de los contertulios, divertido, me tradujo el alborozado grito: "Que viva tu esposa francesa." Eso era lo mejor que podía desearme la niña gitana de la Transilvania políticamente rumana y culturalmente magiar. No hace falta decir que esa tarde visitamos uno de los castillos de Vlad Tepes e hicimos los recuerdos de Bela Lugosi y de su impecable frac draculesco. Unos años más tarde, el desquiciado conducator convirtió al empalador de Transilvania en una especie de héroe nacional de la lucha contra los turcos y de la defensa de la "identidad" rumana.

Esa noche gozamos de una robusta cena campesina: "Mititei" (pequeñas salchichas de cerdo), "mamaliga" (polenta o tamal de cazuela en la cual el maíz otorga todas sus texturas y aromas), "ciorba" (la contundente sopa danubiana y "sarmale" (hojas de col rellenas de carne). El pan campesino desprendía calor y aroma cuando lo partimos. Una semana antes, en las "Puertas de Hierro", comimos kilos de caviar con un pan igualmente sápido y aromático. Los pescadores colocaron el enorme esturión en una pulida mesa de madera y con un sabio golpe de cuchillo abrieron sus entrañas. El caviar cubrió la mesa y lo comimos con pan, cebollas y mantequilla. Fue un banquete memorable.

Durante el viaje leí cuentos de Creanga y una sofisticada novela de Calinescu, El enigma de Otilia. Un buen amigo me regaló un libro de Petru Dumitriu, novelista exiliado en Alemania, La salade. Lo tuve muy presente en la frontera con Bulgaria. Como tuve también a Canetti en su ciudad natal, la Russe rumana, la Rushtuk búlgara.

Esa misma noche escuchamos la voz de la cantora, María Tanase interpretando "doinas" del Mara-Mures. Al fondo estaban los prodigiosos violines rumanos y su enervante, alegre y melancólico sonido.