Jornada Semanal, domingo 27  de junio de 2004                   núm. 486
LAS ARTES SIN MUSA
Alonso Arreola

PARA UNA ENTOMOLOGÍA MUSICAL

Tengo en mi estudio un librero lleno de discos compactos que intentan, bajo una observancia poco rigurosa, dividirse en géneros’. La verdad es que mantengo dicha separación sólo porque, de no existir –como sucede en algunas tiendas– perdería demasiado tiempo buscando cualquier título. Esa es la única razón de este esfuerzo clasificador, pues lo cierto es que mi oído obedece a parámetros distintos y no tan pragmáticos, a preferencias primitivas que encierran, creo, la sustancia de mi relación con la música.

3. EL BUENO, EL MALO Y EL FEO. Como lo bonito no me interesa, pienso en tres posibilidades. La buena música es aquella que proviene de una necesidad sentimental, espiritual o estética y que se cocina lentamente al calor de las más agudas reflexiones o de las más inspiradas y momentáneas transverberaciones. Es ésa que llamamos genuina y que no sugiere ningún rictus particular, congruente con la naturaleza de quien la crea y que alza el vuelo zumbando de belleza. La buena música es la que yace en un disco que conquista generaciones distintas a la suya y que se aparece en la ciudad del aire como un monumento romano, incuestionable a pesar de sus misterios y de nuestra ignorancia. Y claro que también puede ser algo leve: la visión de una mariposa sobrevolando las piedras que coronan la Pirámide de la Luna. ¡Cuántos metros para cumplir un deseo! Así, lo bueno no es genial ni poderoso necesariamente. No debería ser excepcional. Lo bueno, luego de tanto aprendizaje, debería ser el producto más natural del hombre. Pero no es así.

Lo malo, por el contrario, es el puro intento; es la conquista del tiempo sobre los experimentos que sólo en reducido grupo pasarán la frontera hacia lo bueno. Lo malo es, sin duda, falta de talento, lo que en sí no es malo pero que se vuelve malo cuando alguien lo hace pasar por bueno. Necesario como el mosco y el gusano, lo malo es doblemente malo cuando alguien ignorante, tonto o aprovechado lo disfraza de bueno.

¡Ah, pero lo feo… lo feo es imperdonable! ¿Por qué hemos de soportar el engaño cínico y artero de una corrupción descarada? Lo feo es aquello que piensa en su fin antes de nacer. Lo que tuerce el camino a pesar del sabio orden del destino. Como no hay fealdad por accidente –hermoso crucero de voluntades– lo feo es el ansia de alguien que sufre bajo el peso de la ambición y para quien la humanidad se divide en vencedores y vencidos, es el capullo de arañas inmóviles en las esquinas. Lo feo es un disco que pretende hablar, sonar por las mayorías y que desaparece –por largo que parezca el aliento de su última nota– en el mundo de las polillas. Y es que no hay cosa fea nacida de un hombre en crecimiento. Hay cosas feas en el hombre que interrumpe su camino en la búsqueda de atajos hechos con las semillas robadas a otros hombres.

2. TAN LEJOS, TAN CERCA. Luego de estas ideas a vuelapluma, cabe discutir los criterios por lo que algo es bueno, malo o feo. Pero no es el lugar ni el momento. Recomenzando, creo que esto es lo que hago antes de comprar un disco o de iniciar alguna discusión sobre música: dejo que la persona que soy en ese momento (producto genético, producto familiar, producto del día lluvioso) establezca distancias físicas y emocionales con lo que escucho. Salgo de cacería tras mis semejantes. En ese punto ya no importan lo bueno, lo malo o lo feo… incluso lo bonito. Somos carne y hueso, espíritu, y así se nos aparece la música en la calle, en el transporte, en la reunión, en la casa… Sonidos-insectos que se acercan a nuestras puertas y ventanas para hallarlas abiertas o cerradas, ajenas al dictado neuronal. Así, lo cercano es lo que nos compete, eso que enmarca con justicia los esfuerzos de ojos, piel, boca y nariz. En cambio lo lejano son las moscas que arremeten vanamente para luego irse con todo y la posibilidad de ser recuerdo. Lo cercano es nuestra vida, lo lejano es la vida de otros.

1. EL DISCO DE CABECERA. Pero no es cierto. Ni jazz, ni clásico, ni rock, ni electrónica, ni bueno, ni malo, ni feo, ni cercano, ni lejano. Quienes hoy inundan mi librero son simplemente reflejos sonoros de un deseo, añoranzas de un lenguaje nunca aprendido; frágiles bichos capturados en movimiento. Contribución a la arquitectura de esa realidad imposible y personal, lo que guardamos para nuestro gozo auditivo no tiene otra etiqueta que la del anhelo. Ahí pernoctan quienes se acercan a lo que quisimos decir aquel día en el café mientras sudaban nuestras manos, esa noche en el tren, esa madrugada en el velatorio, esa mañana frente a un juez… Nuestros discos no pueden clasificarse más, entonces, porque ya viven en casa y porque han pasado las aduanas de nuestro pequeño universo.

Es por todo esto que no hay mejor recomendación que la de los encuentros excepcionales. Así, sólo escucho las opiniones de jardines paralelos, y si alguna tarántula aparece al acecho, retomo la persecución de escarabajos, escorpiones y mantis religiosas.