Jornada Semanal,  domingo 30 de junio  de 2004             núm. 485

.¿BAILAMOS?

Uno de los espectáculos humanos que más me intriga es el baile. En su expresión más estilizada me hechiza, pero igualmente me asombran el baile ritual y el baile popular; hasta los raves me interesan por su énfasis en la danza. Me gustan los documentales que muestran a gente bailando: la expresión de dichosa gravedad de los derviches; de los guerreros zulúes; de los concheros; de las tribus amazónicas o de los aborígenes australianos.

Admiro la seriedad con la que bailan estos hombres y mujeres, el celo alegre con el que cumplen con esta forma de liturgia: cada paso, salto, vuelta y encuentro con los otros está cargado de significados. En el baile ritual se recrean los mitos fundacionales, las cosmogonías, los pactos sociales; es un medio para regresar a nuestra condición primordial y honrar a los dioses. Lástima que las grandes religiones monoteístas limiten o prohíban la danza; que la hayan expulsado de las iglesias, las mezquitas y las sinagogas.

Cuando los evangelizadores de Europa tropezaron con las celebraciones campesinas, dedujeron, con su tozuda cautela ante lo corporal, que el diablo tenía metida la pezuña en las fiestas y las prohibieron. Aquí ha pasado algo similar, pero la danza como plegaria está tan enraizada en el imaginario de los mexicanos que la Iglesia, astutamente, decidió sacarla al atrio.

La exploración de la danza como medio para llegar a Dios tiene un hermoso ejemplo en los derviches, rechazados por el Islam ortodoxo. No debería extrañarnos, pues tanto el judaísmo como el catolicismo y el Islam, se han enfrascado en un minucioso combate de los placeres, pero igual da tristeza. Uno se imagina lo hermoso que podría ser el culto si se le añadiera, como hacían los antiguos, la danza.

Entre mis tesoros hay una colección de discos creados por la coreógrafa norteamericana Gabrielle Roth. Según ella, el baile al compás de la música compuesta por sus músicos es una puerta segura al éxtasis y a la introspección. Tal vez suena un poco nebuloso, como una suerte de Caldo de pollo para el alma del que quiere bailar, pero mi experiencia con esos discos ha sido gozosa, aunque no he averiguado nada sobre mí misma que no supiera ya –como que tengo una fatídica tendencia a tropezar con los sillones cuando bailo– y el éxtasis no se ha presentado. No importa. Me queda claro que el mover el cuerpo al compás de la música es una pulsión humana poderosísima: basta ver a un bebé que apenas camina, que al oír música mueve las manos y medio dobla las rodillas sostenido por las manos de sus orgullosos padres, para darnos cuenta de que el baile es algo innato.

Por supuesto, la distancia entre ese baile espontáneo, gozoso y torpe de la infancia, y la pirueta aérea o la vigorosa corporeidad del bailarín profesional, es enorme: la mayoría de nosotros habitamos, o más bien bailamos en la vasta zona gris que existe entre estos dos extremos. Pero crecer en esta sociedad que tantos problemas tiene con el cuerpo, hace que muchos graviten hacia la inmovilidad, por vergüenza, miedo o desinterés. Algunos adolescentes han resuelto las cosas de forma llana y un poco brutal; en el mosh pit no se baila, uno se estrella con el vecino de la manera menos ceremoniosa posible y mientras se conserven los dientes le puede seguir. Las complejas coreografías del danzón o el tango serán para los arrojados y para quienes no temen hacer el ridículo equivocándose.

Por razones autobiográficas que resultarían aburridas de contar, yo jamás bailé en la adolescencia. Tampoco pude practicar ningún deporte, pero en cuanto pude, me lancé al ruedo con el entusiasmo de los neófitos. En la escuela de danza contemporánea de Farahilda Sevilla tuve la maestra más gentil del universo: la bailarina Rocío Flores, quien supo tenerme paciencia cuando el grupo se movía hacia la izquierda y yo, naturalmente, iba con rumbo desconocido. Pero que mis rótulas apuntaran hacia fuera mientras mis pies señalaban al frente fue un obstáculo invencible y me fui de la escuela. No me importó: me quedaban los misterios del mambo, del danzón, del merengue y de la danza árabe, mi favorita. Lo malo es que las ventanas del primer salón donde tomé clases de belly dance daban a la calle, y vivo cerca de la escuela. Los vecinos estuvieron de acuerdo en que parezco Vitola en El rey del barrio. Eso me desanimó, pero no tanto, pues tal vez pronto deje de bailar como Vitola y baile un poco más como Tin Tán.