La Jornada Semanal,   domingo 20 de junio  de 2004        núm. 485
 Sergio Pitol

Chéjov 
nuestro 
contemporáneo

Afirma Cyril Connolly que el escritor debe aspirar a escribir una obra genial. Todo escritor debe desde el inicio ser fiel a sus posibilidades y tratar de afinarlas; tener el mayor respeto al lenguaje, mantenerlo vivo, renovarlo si es posible; no hacer concesiones a nadie, y menos al poder o a la moda, y plantearse en su tarea los retos más audaces que le sea posible concebir. Al menos, ésa fue la manera como Chéjov llegó a convertirse en el gran escritor que es. Escribió al principio, al advertir su facilidad para inventar historias, para ganar un poco de dinero y mantener a su familia; le llevó unos cuantos años descubrir que ser escritor planteaba exigencias mayores a las de relatar una anécdota graciosa o un episodio dramático. Fue siempre fiel a su intuición, excepcionalmente exigente consigo mismo, indiferente al juicio de los demás, ajeno a cualquier tentación de poder, a toda forma de adiposidad o de falsía, e infatigable en la búsqueda de una manera personal de narrar. Gracias a ello, dejó como legado a la humanidad un puñado de obras geniales.

La gaviota inicia la transformación del teatro contemporáneo. Se trata de una obra bella y conmovedora que nadie logró comprender en sus primeras representaciones. Rompe con la tradición rusa de manera tajante. Y no sólo con la rusa; aun el teatro de nuestros días, en especial el anglosajón, le sigue siendo deudor. En esa pieza aparece un joven poeta, Trepliov, que se desvive por crear un nuevo lenguaje literario. La época es el fin de siglo y la escuela literaria a que Trepliov pertenece, la simbolista. Chéjov hace uso del recurso clásico del teatro dentro del teatro, e incluye en La gaviota la representación de un monólogo de Trepliov, un desvarío verbal, un desfiguro, no una recreación, sino una parodia del lenguaje simbolista. Si la simpatía de Chéjov por aquel joven simbolista y su triste destino se hace evidente del principio al fin de la obra, también es cierto que su actividad literaria está tratada con ligero desdén. En el centro del primer acto de La gaviota se incluye un fragmento de aquel monólogo. Una bella aspirante a actriz encarna al "Alma-Total-del-Universo", quien se goza en informarnos que todos lo seres vivos se han extinguido desde hace varios miles de años y la Tierra no ha logrado engendrar ninguna nueva especie. El Alma Total del Universo abre la boca sólo cada cien años para revelar la lucha incesante que libra desde siglos atrás contra el Demonio, el Rey de la Materia. Está convencida de que llegará el día en que logrará derrotarlo. "Después de un combate cruel y encarnizado –exclama el Alma– que podrá abarcar milenios llegaré a conquistar el principio de la Fuerza Material. Materia y espíritu podrán fundirse entonces en maravillosa armonía, la tierra volverá a poblarse y advendrá el Reino de la Libertad Universal." El monólogo, como lo habrá advertido el lector, es farragoso, ingenuo y ramplón. El uso constante de abstracciones, el menosprecio hacia los seres reales y sus minúsculo problemas, la búsqueda del infinito corresponden a la noción que Chéjov tenía de la literatura simbolista. Es bien sabido que detestaba el romanticismo y desconfiaba de aquella nueva escuela que comenzaba a florecer en Rusia. Veía en los simbolistas una nueva encarnación de los románticos. Los simbolistas no le perdonaron a Chéjov aquella parodia. Lo consideraban un pequeño escritor costumbrista. Él, por su parte, se concebía como un escritor realista. Palabras como "realismo" y "realista" pasan ahora por una fase de desprestigio, se aplican con cautela o más bien con desdén. Dejan una sensación de imprecisión y exhalan un aroma de vulgaridad. Víctor Sklovski, en una conversación con Serena Vitali, declaraba antes de morir: "La verdad es que nunca he logrado entender qué significa el término realista, y no me refiero sólo al realismo socialista, sino al realismo a secas. ¡Una denominación banal que en literatura no significa nada!"

Para entendernos, cuando Chéjov se definía como un escritor realista lo hacía con la misma tranquila convicción con que Tolstoi y Dostoievski aceptaban el término. Para ellos y sus contemporáneos el adjetivo tenía un sentido preciso. Sin duda Chéjov se sorprendería al advertir que no hay un solo ensayo importante que no se detenga en mostrar la inmensa carga simbólica de su obra. La gaviota, donde parodió esa corriente, es quizás el más simbolista –¡lo es desde el título!– de sus dramas.

Aunque Chéjov considerara que su literatura se inscribía en la tradición realista rusa, era consciente de las diferencias fundamentales existentes en su obra y la de sus predecesores y contemporáneos. Sus búsquedas y propósitos no podían ser más disímiles. El aliento épico de Tolstoi, la exaltación espiritual de Dostoievski, el patetismo de Andreiev, le eran visceralmente ajenos. Su obra marca no sólo el fin de un periodo literario, también clausura un mundo histórico. Se trata, como lo ha visto con exactitud Vittorio Strada, de un escritor en transición situado entre dos mundos. La originalidad de Chéjov desconcertó a sus contemporáneos y en su primera época resultó verdaderamente incomprensible. "Aún en nuestros días –añade el crítico italiano– sigue siendo el escritor más difícil de la literatura rusa, puesto que bajo un máximo de aparente transparencia se oculta un núcleo cerrado que escapa a toda formulación crítica."

Una modalidad del relato chejoviano es su fragmentación, a veces su pulverización. No se trata de un capricho. Es la respuesta formal a una de sus inquietudes fundamentales. El mundo de Chéjov parece girar en torno a un eje: la incomunicación. La ruptura de la comunicación se da sobre todo entre las personas más sensibles, más generosas, y afecta las relaciones más delicadas, las de los amantes, los amigos, las existentes entre padres e hijos. Los personajes poco a poco enmudecen, las palabras se les congelan, y cuando se ven forzados a hablar coagulan el lenguaje, lo infectan, de modo que aquello que podría ser fiesta de reconciliación se transforma en duelo de enemigos o, peor aún, en una indiferencia desdeñosa.

En 1888 Chéjov inició con La estepa una nueva escritura, cuya originalidad parece no advertirse del todo, por lo menos entonces. En La estepa el mundo aparece contemplado por los ojos de un niño, pero el lenguaje no es sólo el de la infancia, sino que pugna por alcanzar otros niveles. El reto era más arduo de lo que parecía a primera vista. Chéjov no se conformó con seguir la mirada del niño y traducir en lenguaje perfecto sus descubrimientos, sus entusiasmos, sus temores; se propuso algo más complejo: fundir la propia visión del universo del autor con las reducidas percepciones de un protagonista infantil. Ahí nació una nueva poética. Las percepciones de Egoruschka, el niño, constituyen el cuerpo fundamental del relato, pero las refinadas descripciones de la naturaleza, las digresiones y reflexiones sobre ella difícilmente podrían serle atribuidas. El relato corresponde a una visión infantil, pero está escrito en un estilo no siempre accesible a esa visión.

"Chéjov –dice Dimitri Merejkovski– contempla la naturaleza no sólo desde un punto de vista estético, aunque todas sus obras contengan una multitud de diminutas y elegantes pinceladas que documentan la sutileza de sus poderes de observación. Como todo poeta verdadero, siente una profunda ternura hacia la naturaleza, una comprensión instintiva de su vida inconsciente. No sólo la admira a la distancia como un artista sereno y observador, sino que la absorbe totalmente como hombre y fija su huella indeleble en todas sus ideas y sentimientos." En La estepa la descripción de la naturaleza y las reflexiones sobre ella son de Chéjov; la percepción de los hechos humanos le corresponde al niño protagonista.

Para el autor se trata también de un viaje y de un reto. Es un trayecto hacia una nueva forma narrativa. Igual que la estepa, el relato carece de límites precisos tanto al inicio como al final. 

Aparece allí un personaje destinado a cobrar importancia en el universo chejoviano. Carece de atractivos. Ni Gogol, ni Turguéniev, Tolstoi o Dostoievski pudieron retratarlo porque en sus tiempos no existía. Es el empresario, el representante del nuevo capitalismo que comienza a consolidarse en Rusia. En La estepa ese personaje se llama Varlamov; Varlamov, al igual que los representantes de la nueva intelectualidad rusa, Stanislavski, Diaghilev, el propio Chéjov, debía ser hijo o nieto de siervos. A Chéjov estos hombres enérgicos y activos que empezaban a dirigir el mundo le parecían necesarios pero también profundamente antipáticos. Egoruschka oye hablar de Varlamov a todos los personajes con quienes tropieza en su viaje por la estepa. Es él quien manda allí. Sin embargo, cuando llega a verlo, pasada ya la mitad de la novela, se queda sorprendido ante su aspecto. Pensaba contemplar a una especie de Zar y lo que encuentra es a un hombre insignificante de gorra blanca y traje de paño ordinario. "Un hombre gris, de grandes botazas y mala montura que hablaba con los mujiks a una hora en que todas las personas respetables aún dormían." Dos veces lo ve usar la fusta, una para golpear a los posaderos judíos, otra para fustigar a un personaje que no le supo dar una información precisa. Tal es su modo de comunicarse con el mundo: su lenguaje. A Egoruschka no se le escapa que, por insignificante que fuere el aspecto de aquel hombre, en todo él se percibía, incluso en la manera de sostener el fuete, una sensación de fuerza y poder sobre lo que lo rodeaba.

El puño de Varlamov decide el destino de todos aquellos que habitan en la estepa o deambulan por ella. Él está a la par, si no por encima de la naturaleza. Durante una marcha realizada en una noche de tormenta, el pequeño Egoruschka logra ver como entre sueños, a la luz de los relámpagos, a sus compañeros de viaje. La imagen que nos transmite puede ser la de los ciegos de Breughel. Los viejos se apoyan unos en otros, uno tiene la cara deformada debido a una hinchazón crónica de la quijada, otro arrastra los pies casi tumefactos; más adelante, como un sonámbulo, avanza un viejo chantre que ha perdido la voz. Cubiertos con burdas esteras de paja, se arrastran al lado de sus carromatos. Figuras monstruosas, desechos de la naturaleza, son el retrato anticipado de lo que serán los jóvenes hermosos y fornidos que caminan tras ellos, recién iniciados en el oficio. 

El primer párrafo de un relato de Chéjov nos entrega por regla general los datos esenciales y la tonalidad de la historia. No debemos esperar grandes sorpresas en el relato, sino un mero desarrollo de lo que en germen se encuentra ya en la obertura. En la página inicial de La fiesta onomástica sabemos que Olga Mijailovna está encinta, que vive en una mansión de provincia rodeada de amplios jardines donde ese día se ha fatigado e irritado en exceso. Todo hace presumir que el punto de mira desde el cual se contempla la historia es el suyo. Nos enteramos, también, de que no vive en armonía con el mundo que la rodea. Acaba de ser servida una comida de ocho platos y la interminable vocinglería que la acompañó la ha cansado hasta el desfallecimiento. Tenemos la sensación de que la sociedad que la rodea la irrita más de lo que uno consideraría natural. En sus reflexiones aparece una crispación que preludia la histeria y hace prever un desenlace dramático. Se anuncia esa tensión entre opuestos que siempre le interesó a Chéjov: la confrontación entre sociedad y naturaleza; la primera representada por la conducta de los invitados a la fiesta, la otra por el hijo que la mujer lleva en el vientre. Olga Mijailovna huye de la fiesta en ese primer párrafo para esconderse por el momento en un sendero del jardín, donde entre el olor a heno recién cortado y a miel y el zumbido de las abejas se abandona para que el sentimiento del diminuto ser que lleva en el vientre se apodere por completo de ella. Pero ese rapto en medio de la naturaleza dura sólo un instante. La sociedad se impone y el lugar que debía ocupar en sus pensamientos la criatura se ve invadido por una sensación de culpa por haber abandonado a los invitados y por una contienda conyugal, inevitable en cualquier relato de Chéjov. Su marido acaba de despotricar contra algunas novedades: los procesos con jurado popular, la libertad de prensa y la instrucción de la mujer, tres victorias de la sociedad liberal ganadas a la autocracia. Ella se opone a la posición de su marido únicamente por contrariarle. Y ese dato nos acerca más a la verdadera fuente de sus problemas. El dilema entre naturaleza y sociedad encuentra un cauce viable para poder manifestarse: la oposición desnuda entre hombre y mujer. Poseída por los celos, la protagonista repara sólo en los defectos del marido y con toda seguridad los magnifica. La afectación de Piotr Dimítrich le despierta un odio enfermizo. Pero, ¿es ella un personaje tan auténtico como parece creer? ¿Vive realmente las ideas ilustradas que proclama? ¿No aprovecha sólo algunos conceptos abstractos para en momentos como ése sentirse superior al cónyuge? Podría ser, lo cierto es que en su alteración advertimos algo frío y posesivo. Un anhelo ciego de adueñarse del hombre que nos la vuelve odiosa. Ambos están hartos de aquella fiesta que iniciada por la mañana durará hasta la medianoche. A lo largo de las interminables horas en que transcurren los festejos se va desenvolviendo el drama. La imposibilidad de hablar, de comunicarse se va posesionando de ella, hasta que su interior no puede resistir la carga y se desborda en un estallido que roza la locura. Triunfan el rencor, el despecho y la cólera. El final es trágico. La sociedad se impone de la peor manera a la naturaleza, al instinto biológico. Aquella pareja que durante la fiesta ha jugado un complicado juego de máscaras, termina por destruir la vida que estaba por nacer. Lo original, lo importante, lo esencialmente chejoviano lo constituye la construcción de esa historia a través de una lluvia de detalles, casi todos al parecer triviales. Le basta un acto mínimo, dos o tres palabras dichas como de paso para recrear una atmósfera y sugerir un pasado. Lo trivial se vuelve de golpe importante, significativo.

El universo de crueldad se encuentra igual en una rústica choza de mujiks que en las casas opulentas de la nueva burguesía como aquélla en que habita la protagonista de El mundo de las mujeres, o la de una nueva clase de comerciantes en ascenso que aparece en ese relato extraordinario, atroz entre los atroces, titulado En el barranco. Si un mensaje moral se puede desprender de los personajes chejovianos es el de resistirse a sucumbir ante la inmisericordia y la vulgaridad que destilan los tiranos domésticos que pueblan los infiernos donde están atrapados. Enfrentarse a ellos es punto menos que imposible. Lo que cabe es resistir, sufrir, no ceder, trabajar, no dejarse arrollar. Si lo logran habrán vencido.

Thomas Mann, en un célebre ensayo sobre Chéjov escrito pocos meses antes de morir, señala: "Ya en plan de citar y elogiar, es indispensable mencionar Una historia aburrida, la que amo más que cualquier otra de las creaciones de Chéjov. Una obra absolutamente extraordinaria y fascinante, que en su silenciosa y triste singularidad quizás no tenga rival en toda la literatura." Se trata de un relato que puede leerse desde varias perspectivas, que queda abierto a la interpretación del lector, y que, a pesar de la calidez y la piedad que el autor muestra a sus criaturas, no es sino el retrato doloroso de una derrota. Un viejo profesor, el protagonista, descubre al final de sus días que por nobles que hayan parecido sus esfuerzos para realizar algo en la vida, en el fondo la suya carece de sentido. No difiere en nada de la del insensible Iván Ilich de Tolstoi. Y a la pregunta más sencilla, al ¿qué hacer? con que su joven pupila, la única persona por quien se interesa en el mundo, lo enfrenta, no puede (o no quiere) sino responder: "No lo sé. ¡La verdad es que no lo sé!"

A medida que la salud de Chéjov se quebrantaba y se vislumbraba el final, sus ideas sociales se fueron radicalizando. Firmó documentos y protestas; se solidarizó con los estudiantes perseguidos; se distanció de Suvorín, su editor, su mecenas, hasta entonces su confidente y el más íntimo de sus amigos. En una carta de ruptura particularmente severa le escribe: "La indiferencia equivale a una parálisis del alma, a una muerte prematura."

Fue desde joven un admirador de Comte, un positivista convencido. En una ocasión escribió, refiriéndose a las enseñanzas evangélicas de Tolstoi que convierten al campesino en un compendio de todas las virtudes:

La moral de Tolstoi ya no me conmueve. En el fondo de mi corazón no me es simpática. Por mis venas corre sangre campesina. ¡Que no me vengan a mí con virtudes de mujiks! Desde muy joven he creído en el progreso. Reflexiones objetivas y mi sentido de justicia me dicen que en la electricidad y en el vapor hay más amor por el hombre que en la castidad, el ayuno y el rechazo de la carne.
Sin embargo, su fe en la razón, la ciencia y el progreso, no impidió, ya que su escritura era un puro ejercicio de libertad, que algunos de sus relatos adoptaran una tonalidad casi evangélica. En una de sus últimas novelas cortas, En el barranco, la maldad y la usura se asimilan a la mentira, y la única nobleza está unida al sufrimiento, a los ritmos de la naturaleza, a la tierra, al trabajo manual, con religiosidad tan intensa como la del Tolstoi último que tanto le disgustaba. La única diferencia es que en Chéjov el predicador desaparece y sólo queda la escritura. En una carta puede escribir: 
Lo más sagrado para mí es el cuerpo del hombre, su salud, su talento, su inspiración, su inteligencia, su amor y su libertad, su independencia ante el poder y la mentira… No soy liberal, ni clerical, ni indiferente. ¡Odio la mentira y la violencia en cualquiera de sus formas! El fariseísmo, la estrechez de miras y la arbitrariedad reinan no sólo en los tugurios de los comerciantes y en las comisarías; los encuentro también en la ciencia, en la literatura, en el seno mismo de la juventud.
Pero en sus narraciones o en sus obras de teatro esos claros conceptos se transformarían en una lluvia de detalles, se fragmentarían, se convertirían en polvo, en ceniza, en bosquejos inacabados, en desgana, en entonaciones desvaídas. Paradójicamente esa aparente intrascendencia cargaría de sentido y valor a la obra. Tal vez sea eso lo que nos permite leerlo como a un contemporáneo.