La Jornada Semanal,   domingo 20 de junio  de 2004        núm. 485
 Raymond Carver

El mandado

Víctima de la tuberculosis, Chéjov murió la madrugada del 3 de julio de 1904, a los cuarenta y cuatro años. Según uno de sus biógrafos –Henri Troyat–, cuando Chéjov entró en agonía, el médico que lo cuidaba tuvo un raro momento de inspiración: pidió una botella de champaña. Chéjov bebió una copa y pocos minutos después murió. El detalle del champaña ante la inminencia de la muerte conmovió profundamente a Carver, quien al instante supo que escribiría sobre ese hecho extraordinario. El resultado fue el relato que aquí presentamos. Carver confesó que escribirlo le demandó un gran esfuerzo porque se trataba de una ficción, en el espacio acotado del relato, a partir de un suceso real. Ironía de la vida, fue también uno de los últimos que escribió Carver, a quien la crítica ha llegado a considerar el Chéjov estadunidense, y forma parte del libro El elefante y otros relatos. En una nota posterior, Carver señala que con este relato quiso hacer un homenaje, pagar en parte algo de lo mucho que debía a Chéjov, a quien consideraba el mejor cuentista que ha existido.

LEANDRO ARELLANO


Chéjov viajó a Moscú la noche del 22 de marzo de 1897 para cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorín. Suvorín era un acaudalado editor de libros y diarios, un reaccionario, un hombre hecho gracias a su propio esfuerzo, cuyo padre había sido soldado raso en la batalla de Borodino. Igual que Chéjov, era nieto de un siervo. Eso compartían: llevar sangre campesina en las venas. Por lo demás, por temperamento e ideología, se hallaban muy alejados. Pese a todo, Suvorín era uno de los pocos amigos íntimos de Chéjov y disfrutaba su compañía.

Desde luego, acudieron al mejor restaurante de la ciudad, una antigua casona llamada L´Hermitage, donde podía llevar horas, la mitad de la noche incluso, dar cuenta de un menú de diez platillos que incluía, sin faltar, varios vinos, licores y café. Como de costumbre, Chéjov iba impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco y sus infalibles quevedos. Aquella noche lucía como en la imagen de las fotografías que le fueron tomadas en esa época. Se hallaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maitre y con una ojeada dominó el amplio comedor, iluminado por brillantes candelabros. Todas las mesas estaban ocupadas por hombres y mujeres vestidos con elegancia. Los meseros iban y venían sin cesar. Apenas se había sentado a la mesa, frente a Suvorín, cuando de repente, sin más, comenzó a manarle sangre de la boca. Suvorín y dos meseros lo acompañaron al baño y trataron de parar la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorín lo condujo de vuelta hasta su propio hotel e hizo prepararle una cama en una de las habitaciones de su piso. Poco después, tras una nueva hemorragia, Chéjov consintió en ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de tuberculosis y otras infecciones respiratorias. Cuando Suvorín fue a visitarlo, Chéjov se disculpó por el "escándalo" que había armado en el restaurante tres noches antes, pero insistió en que no le ocurría nada grave. "Bromeó y sonrió como siempre", anotó Suvorín en su diario, "mientras escupía sangre en una vasija".

María, su hemana menor, visitó a Chéjov en la clínica durante los últimos días de marzo. El clima era miserable: caía una tormenta de aguanieve y había pilas de nieve congelada por todas partes. Le resultó difícil encontrar un coche que la transportara al hospital. Cuando arribó, iba invadida por el temor y la ansiedad.

"Antón Pavlovich yacía sobre su espalda", escribió María en sus Memorias. "Tenía prohibido hablar. Después de saludarlo me dirigí hacia la mesa para ocultar mis emociones." Allí, confundido entre botellas de champaña, latas de caviar y ramos de flores de sus admiradores, vio algo que la aterró: un dibujo hecho a pulso, trazado a no dudarlo por un especialista, de los pulmones de Chéjov. Se trataba del tipo de boceto que un doctor hace con frecuencia para explicar a su paciente lo que él cree que ocurre. Los pulmones estaban delineados en azul pero la parte de arriba estaba cubierta de rojo. "Comprendí que estaban infectados", escribió María.

Otra de sus visitas fue León Tolstoi. El personal del hospital se quedó estupefacto al tener frente a sí al mayor escritor de su patria, y acaso el hombre más célebre de toda Rusia. Desde luego, le permitieron ver al paciente, no obstante que tenía prohibido recibir visitas no indispensables. Con excesiva zalamería por parte de enfermeras y doctores residentes, el anciano barbado y de aspecto fiero fue conducido al cuarto de Chéjov. A pesar de la baja estima que sentía por Chéjov como dramaturgo (Tolstoi pensaba que su teatro carecía de acción y de visión moral. "¿Adónde van su personajes?" preguntó cierta vez a Chéjov. "Van y vienen del sofá al cuarto de cachivaches" le respondió.) amaba sus cuentos. Mejor aún, y para acabar pronto, Chéjov le caía bien. Una ocasión comentó a Gorky: "Qué hombre tan extraordinario; modesto y tranquilo como una muchacha. Incluso camina como una muchacha. Es un hombre maravilloso." Y anotó en su diario (todos llevaban un diario en esa época): "Me alegra este cariño que siento por Chéjov."

Tolstoi se deshizo de su chalina de lana y del abrigo de piel de oso y se acomodó en una silla junto a la cama de Chéjov. ¡Qué importaba que Chéjov estuviera bajo tratamiento y tuviera prohibido hablar, no se diga mantener una conversación! Le sorprendió escuchar cómo el Conde empezaba a discurrir sobre su teoría de la inmoratlidad del alma. Sobre esa visita, Chéjov escribió tiempo después: "Tolstoi asume que todos los seres (humanos y bestias por igual) hemos de vivir por un principio (como el amor o la razón) cuya esencia y propósito son un misterio… Yo no necesito esa inmortalidad, no la entiendo. Y León Nikolaievich se asombró de que así fuera."

Con todo, Chéjov quedó impresionado por el interés mostrado con su visita. Pero a diferencia del Conde, Chéjov no creía y nunca había creído en la otra vida. No creía en nada que no pudiera percibir por uno o más de su cinco sentidos. En cuanto a su perspectiva de la vida y a su literatura, alguna vez comentó a alguien que carecía de "una visión política, religiosa, o filosófica. La cambio cada mes; así que me restrinjo a describir el modo como mis personajes aman, se casan, nacen, mueren y hablan".

Antes de que le fuera diagnosticada su enfermedad, Chéjov había comentado: "Cuando un campesino padece tuberculosis, dice: No hay nada más que yo pueda hacer. Me iré con la primavera, al fundirse la nieve." (Chéjov mismo murió en el verano, durante una ola de calor.) Pero cuando le informaron que padecía tuberculosis, a menudo trataba de restar importancia a la seriedad de su condición. En apariencia, hasta el final creyó confiar en que podría sacudirse la afección como si se tratara de un catarro terco. Hasta sus últimos días hablaba con evidente convicción sobre una mejoría. En una carta escrita poco antes de morir, llegó al punto de comentar a su hermana que estaba engordando y se sentía mucho mejor desde que se hallaba en Badenweiler.

BADENWEILER ES UN SPA y lugar de recreo, situado al oeste de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Los Vosgos están al alcance de la vista casi desde cualquier punto de la ciudad, y en esa época el aire era puro y tonificante. Los rusos acudían allí de tiempo atrás a sumergirse en los baños termales y a pasear en sus bulevares. En junio de 1904 Chéjov fue allí a morir.

Al comenzar ese mes, Chéjov había tenido una jornada difícil en el tren que lo llevó de Moscú a Berlín. Había viajado con su esposa, Olga Knipper, a quien conoció en 1898, durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era inteligente, hermosa y casi diez años menor que el dramaturgo. Chéjov se sintió atraído por ella en cuanto la conoció, pero le llevó algún tiempo externarlo. Como era habitual, él prefería el coqueteo al matrimonio. Luego de tres años de cortejarla y tras separaciones, cartas e inevitables malentendidos, se casaron en una ceremonia privada en Moscú, el 25 de mayo de 1901. Chéjov era inmensamente feliz. Llamaba a Olga "poni", "perrito", "mi cachorrito". También le gustaba llamarla "pavita" o simplemente "mi vida".

En Berlín, Chéjov visitó al doctor Karl Edwald, reconocido especialista en desórdenes pulmonares. De acuerdo con un testigo, una vez que examinó a Chéjov, el médico levantó sus manos al cielo y abandonó el cuarto sin decir palabra: Chéjov se hallaba fuera del alcance de toda ayuda. El doctor Edwald se enfureció consigo mismo por no poder operar milagros y con Chéjov por haber llegado en aquel estado.

Un periodista ruso visitó casualmente a los Chéjov en su hotel y lo informó a su editor: "Los días de Chéjov están contados. Luce mortalmente enfermo: ha perdido peso, tose permanentemente, jadea buscando aire ante cualquier movimiento y la fiebre no le cede." El mismo periodista había presenciado la partida de los Chéjov en la estación de Postdam, cuando abordaron el tren con destino a Badenweiler. De acuerdo a su informe, Chéjov tuvo problemas para ascender la escalerilla en la estación y debió sentarse unos minutos para recobrar el aliento. Era evidente que le resultaba trabajoso hacer cualquier movimiento. Sus piernas le dolían constantemente, igual que sus órganos internos: la enfermedad le había afectado ya los intestinos y la espina dorsal. Le quedaba menos de un mes de vida. No obstante, cuando Chéjov se refería a su actual condición, lo hacía, al decir de Olga, con temeraria indiferencia.

El doctor Schwöhrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que obtenían jugosos ingresos atendiendo a la gente que acudía al spa en busca de alivio para distintos males. Algunos pacientes estaban realmente enfermos o su salud era débil, otros simplemente viejos e hipocondríacos. Pero Chéjov era un caso especial: su enfermedad era incurable y vivía sus últimos días. También gozaba de mucha fama. Incluso el doctor Schöwhrer lo conocía: había leído algunos cuentos suyos en una revista alemana. Cuando examinó al escritor a principios de junio, comentó su aprecio por el arte de Chéjov pero mantuvo oculta su opinión clínica. Nada más se limitó a recetarle una dieta a base de chocolate, avena bañada con mantequilla y té de fresa. Se suponía que éste ayudaría a Chéjov a dormir por la noche.

El 13 de junio, a menos de tres semanas de su muerte, Chéjov escribió una carta a su madre en la que le informaba que su salud mejoraba. Decía en ella: "Es posible que en una semana haya sanado por completo." ¿Quién puede adivinar por qué dijo eso? ¿En qué pensaba en el fondo? Él mismo era médico y lo sabía de cierto: se estaba muriendo. Tan simple e inevitable como eso. A pesar de todo, él se sentaba en el balcón de su cuarto y leía itinerarios de trenes. Se informaba sobre los barcos que hacían la ruta Marsella-Odesa. Él lo sabía. A esas alturas él debía saberlo. Sin embargo, en una de las últimas cartas que escribió, comentó a su hermana que cada día se sentía mejor.

De tiempo atrás se le había acabado el ánimo por la literatura. Con dificultades alcanzó a terminar El jardín de lo cerezos el año anterior. Escribir esa obra fue la tarea más árdua de su vida. Hacia el final, apenas si tenía fuerza para escribir seis o siete líneas al día. "Siento una gran desilusión", le escribió a Olga. "Creo que estoy acabado como escritor; cada línea que escribo me resulta vana, inútil." Aun así, no se detuvo y acabó el drama en octubre de 1903. Fue lo último que escribió, excepción hecha de algunas cartas y varias anotaciones en su libreta de apuntes.

Poco después de la medianoche del 2 de julio de 1904, Olga mandó llamar al doctor Schwöhrer. Era una emergencia: Chéjov deliraba. Por casualidad, dos jóvenes vacacionistas rusos ocupaban el cuarto vecino y Olga se apresuró a contarles lo que ocurría. Uno de ellos dormía ya en su cama pero el otro se hallaba despierto, fumando y leyendo. Salió corriendo del hotel en busca del doctor. "Todavía puedo escuchar el sonido de la grava bajo sus pisadas, en el silencio de aquella noche asfixiante", anotó más tarde Olga en sus Memorias. Chéjov alucinaba, hablaba de unos marineros y decía algo acerca de Japón. "No se debe poner hielo en un estómago vacío", le dijo a Olga cuando ella trató de colocar una bolsa de hielo en su pecho.

Llegó el doctor Schwöhrer y desempacó su maletín, manteniendo su mirada fija en Chéjov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas y el sudor resplandecía en sus sienes. El rostro del doctor no se alteró, no era un hombre impresionable. Pero advirtió que el fin de Chéjov estaba próximo. Sin embargo él era médico, y como tal, tenía el compromiso de hacer todo lo que pudiera. Además, Chéjov, así fuera débilmente, se mantenía aferrado a la vida. El doctor preparó la jeringa y le administró una inyección de alcanfor, lo que debería ayudarle a acelerar el corazón. Pero no sirvió de nada como, por supuesto, nada podía servir ya. Todavía el doctor informó a Olga su intención de enviar a traer oxígeno. Pero de repente Chéjov se incorporó y con cabal lucidez dijo en voz baja: "Para qué, antes de que llegue ya seré un cadáver."

El doctor se atusó el enorme bigote y observó a Chéjov, quien tenía las mejillas hundidas, cenizas, estaba pálido y chirriaba al respirar. El doctor supo que era cuestión de minutos. Sin decir palabra, sin consultarlo con Olga, el doctor caminó hasta un nicho donde había un teléfono en la pared y leyó las instrucciones para su uso. Si lo activaba sosteniendo el dedo sobre un botón y giraba una manija al lado al aparato, podía llamar a la parte baja del hotel: la cocina. Levantó el receptor, lo puso en su oído y siguió las instrucciones. Cuando por fin alguien contestó, el doctor ordenó una botella del mejor champaña que tuviera el hotel. Le preguntaron cuántas copas requería. "Tres", respondió el médico gritando por la bocina, "Y apresúrese, ¿me escucha?" Fue uno de esos raros momentos de inspiración que con el tiempo se pasan por alto, porque el hecho es tan propio que parece inevitable.

Llevó el champaña un muchacho de aspecto cansado y con el cabello rubio despeinado. Los pantalones de su uniforme estaban arrugados, los pliegues borrados y en su premura había olvidado cerrar una presilla de la chaqueta. Tenía la apariencia de quien ha estado descansando (hundido en un sillón, dormitando, digamos) cuando a la distancia irrumpió el teléfono en esa hora temprana de la mañana. ¡Por Dios! Enseguida sintió que lo despertaba uno de sus superiores para ordenarle que llevara una botella de Moët al cuarto 211. "Y apresúrate, me oyes."

EL MUCHACHO ENTRÓ a la habitación con una hielera de plata y el champaña, así como con una bandeja y tres copas de cristal cortado. Dispuso un sitio en la mesa para la hielera y las copas, mientras estiraba el cuello hacia el otro cuarto, donde alguien resollaba estruendosamente. Era un sonido horrible, desgarrador. El muchacho bajó la barbilla y se alejó en cuanto el ronquido del pecho empeoró. Distraído, miró por la ventana abierta hacia la ciudad a oscuras. Luego, el hombre imponente y de espeso bigote le puso unas monedas en la mano –una buena propina según pudo advertirlo– y de pronto se halló frente a la puerta abierta. Dio algunos pasos y cuando bajó al descanso, abrió su mano y miró las monedas con asombro.

Con orden, como acostumbraba hacer todo, el doctor se ocupó en descorchar la botella. Lo hizo de modo tal que la explosión fuera mínima. Vertió el champaña en las tres copas y mecánicamente volvió a poner el corcho en el cuello de la botella. Acto seguido tomó las copas y se acercó a la cama. Por unos momentos Olga soltó la mano de Chéjov –le quemaba los dedos, diría después– y colocó otra almohada bajo su cabeza. Luego puso la copa fría en la palma de la mano de Chéjov y se cercioró que sus dedos la sujetaran. Intercambiaron miradas Chéjov, Olga y el doctor Scwöhrer. No chocaron las copas ni brindaron. ¿Qué motivo había para celebrar? ¿La muerte? Chéjov reunió las fuerzas que le quedaban y dijo: "Hace mucho tiempo que no bebía champaña." Alzó la copa hasta sus labios y bebió. Uno o dos minutos más tarde Olga retiró la copa vacía de su mano y la puso sobre la mesita de noche. Entonces Chéjov se volteó de lado, cerró sus ojos y suspiró. Un minuto después cesó su respiración.

El doctor levantó de sobre la sábana la mano de Chéjov. Puso sus dedos alrededor de la muñeca del escritor y extrajo un reloj de oro del bolsillo de su chaleco, del que abrió la tapa. El segundero avanzaba lenta, muy lentamente. Lo observó girar tres veces en redondo esperando señales del pulso. Eran las tres de la mañana y el calor en el cuarto todavía sofocaba. Badenweiler se hallaba bajo la peor ola de calor en años. Las ventanas de ambos cuartos estaba de par en par pero no había ni señales de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras se coló por la ventana y fue a estrellarse violentamente contra la lámpara eléctrica. El doctor soltó la muñeca de Chéjov y dijo: "Se acabó." Cerró la tapa de su reloj y lo devolvió al bolsillo del chaleco.

Al instante Olga secó sus ojos y se recompuso. Agradeció su visita al doctor. Él le preguntó si deseaba algún tranquilizante, láudano quizás, o unas gotas de valeriana. Ella negó con un movimiento de cabeza. Pero había algo que quería pedirle: antes de que lo notificara a las autoridades y se enterara la prensa, antes de que llegara el momento en que Chéjov no pudiera estar más bajo su cuidado, deseaba quedarse un rato a solas con él. ¿Le podía ayudar con eso? ¿Podía mantener en secreto lo que acababa de ocurrir, aunque fuera por un rato nada más?

El doctor se alisó el bigote con el dorso de un dedo. ¿Por qué no? Después de todo, ¿qué diferencia podía tener para cualquiera si lo sucedido se anunciaba ahora o unas horas más tarde? El único detalle pendiente era llenar el certificado de defunción, lo cual bien podía hacer más tarde en su oficina, luego de que durmiera algunas horas. El doctor asintió con la cabeza y se preparó para salir. Murmuró unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. "Ha sido un honor", dijo el doctor Schwöhrer. Cogió su maletín y abandonó el cuarto, y para el caso, la historia.

Fue en ese momento cuando el corcho de la botella salió disparado. La espuma se derramó sobre la mesa. Olga volvió al lado de Chéjov. Se sentó sobre un escabel sosteniendo la mano del escritor y le acariciaba el rostro de vez en vez. "No se escuchaba ni una voz, ningún sonido del exterior", escribiría Olga. "Sólo sentía la paz, la belleza y el esplendor de la muerte."

PERMANECIÓ JUNTO A CHÉJOV hasta que amaneció, cuando los tordos ya comenzaban a gorjear en el jardín. Luego advirtió ruido de mesas y sillas que acomodaban abajo y, a poco, el rumor de voces. En ese momento llamaron a su puerta. Pensó que debía tratarse de algún funcionario, del forense, o de algún policía con preguntas que hacer y formularios para llenar; o quizás, sólo quizás, podía tratarse del doctor Schwöhrer, que regresaba acompañado del agente funerario para embalsamar los restos de Chéjov y enviarlos de vuelta a Rusia.

Pero resultó ser el mismo muchacho rubio que horas antes había traído el champaña. Sin embargo, esta vez el muchacho llevaba los pantalones del uniforme correctamente planchados, los pliegues del frente bien marcados y abrochados todos los botones de su reluciente chaqueta verde. Parecía otra persona. No sólo iba totalmente despierto sino que se había rasurado las mejillas regordetas, llevaba el cabello bien peinado y parecía ansioso por agradar. Sostenía en la mano un florero de porcelana con tres rosas amarillas de tallo largo. Se las ofreció a Olga con un simpático choque de sus tacones. Ella retorcedió permitiéndole pasar a la habitación. Él le dijo que iba a levantar las copas, la hielera, la bandeja, sí, pero a la vez quería informarle que debido al intenso calor, el desayuno sería servido esa mañana en el jardín. Confió en que el calor no le resultara muy agobiante y se disculpó por ello.

La mujer parecía distraída. Mientras él hablaba, ella apartó la vista y miró hacia abajo, a algo que había en la alfombra. Cruzó los brazos y los sostuvo con los codos. Entretanto él, todavía con el florero en las manos, en espera de una indicación, observó detenidamente la habitación. La luz brillante del sol se derramaba por las ventanas abiertas. El cuarto estaba ordenado y tranquilo, casi intacto. No había ropa sobre las sillas, ni zapatos, calcetines, tirantes o sotenes a la vista, como tampoco maletas abiertas. En una palabra, no había nada fuera de lugar; nada salvo los pesados y ordinarios muebles que componen el mobiliario de un cuarto de hotel. Entonces, al ver que ella seguía mirando al piso, él también bajó la mirada y descubrió al instante un corcho cerca del zapato de Olga. La mujer no lo veía, pues miraba en otra dirección. El muchacho quiso inclinarse a recogerlo pero aún sostenía las rosas en la mano y temió parecer un intruso atrayendo la atención sobre él. Muy a su pesar dejó el corcho donde estaba y alzó la vista. Todo se hallaba en orden excepto la botella de champaña descorchada y a medio consumir, colocada en la mesa junto a dos copas. Echó otra mirada. Por la puerta abierta observó que la tercera copa seguía en el dormitorio, sobre la mesita de noche. Pero todavía alguien ocupaba la cama. No pudo distinguir quién era, pero el bulto bajo las sábanas permanecía inmóvil y callado. Volvió la vista a otro lado y por una razón que no comprendía lo invadió una sensación de inquietud. Aclaró su garganta y recargó su peso en la otra pierna. La mujer seguía imperturbable. El muchacho sintió que le ardían las mejillas. Se le ocurrió, sin pensarlo del todo, que quizás debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiado en atraer así la atención de la mujer, pero ella no lo notó. Los distinguidos huéspedes extranjeros, dijo, podían tomar el desayuno en sus habitaciones si así lo deseaban. El muchacho (cuyo nombre no sobrevivió y es probable que haya muerto en la primera guerra mundial) dijo que con gusto subiría la bandeja. Dos bandejas, anadió, atisbando una vez más hacia el dormitorio.

Después enmudeció y se pasó un dedo por el interior del cuello. No entendía. No estaba seguro siquiera que la mujer lo hubiera escuchado. No supo qué más podía hacer; y aún mantenía el florero en la mano. El aroma dulzón de las rosas inundó su nariz e inexplicablemente le produjo una punzada dolorosa. Durante el tiempo que llevaba ahí, aparentemente la mujer no lo había escuchado, hundida como estaba en sus pensamientos. Era como si todo el tiempo que permaneció hablando allí de pie, apoyando su peso en una u otra pierna, sosteniendo las flores, ella hubiera estado en otro sitio, en algún lugar alejado de Badenweiler. Pero al fin volvía en sí, su gesto adquiría otra expresión. Alzó la vista, lo miró y movió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía ese muchacho allí con un florero y tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado flores.

Pasó el instante. Anduvo hasta donde se hallaba su bolso de mano y pescó unas monedas. También extrajo unos billetes. El muchacho se enjugó los labios con la lengua: otra propina generosa. ¿Ahora por qué? ¿Qué le pediría esta vez? Nunca antes había atendido a huéspedes así. Y aclaró su garganta de nuevo.

La mujer le dijo que no desayunaría; al menos no todavía. Desayunar no era importante esa mañana. Pero tenía necesidad de algo más. Necesitaba que fuera a llamar al agente funerario. ¿Comprendía? Herr Chéjov ha muerto, ve usted. Comprenez-vous? Antón Chéjov ha muerto. Ahora escúcheme con atención, le dijo. Le pedía que bajase y preguntara a alguno en la recepción dónde podía encontrar al agente funerario más respetable de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de modales discretos. En suma: un agente funerario digno de un gran artista. Tome, le dijo, al tiempo que le entregaba el dinero. Informe abajo que le he encomendado a usted específicamente hacerme este mandado. ¿Me escucha? ¿Entiende lo que le estoy pidiendo?

El muchacho luchó por entender lo que ella le decía. Decidió no mirar más hacia el otro cuarto. Había presentido que algo no andaba bien. Advirtió que su corazón le latía con fuerza bajo la chaqueta y que el sudor asomaba a su frente. No supo adónde dirigir la vista y quería colocar el florero en alguna parte.

Hágame este favor, le dijo la mujer. Le quedaré siempre agradecida. Infórmeles abajo que insisto en ello. Dígales eso. Y por favor tenga cuidado en no llamar la atención sobre usted o sobre lo ocurrido. Diga únicamente que es indispensable, que yo se lo pedí, eso es todo. ¿Me escucha? Diga algo si me entiende. Pero sobre todo, no cause ninguna inquietud. Todo lo que sigue, el tumulto y lo demás, vendrán pronto. Lo peor ya pasó. ¿Me entiende?

La cara del muchacho se había puesto lívida, pero se mantuvo rígido sosteniendo el florero. Acertó a asentir con la cabeza.

Luego de obtener la autorización para salir del hotel, el muchacho debería salir serena y resueltamente por el agente funerario, pero sin precipitaciones. Debería conducirse exactamente como quien hace un importante mandado, no más. Estaba haciendo un importante mandado, le dijo Olga. Y si contribuía al mejor cumplimiento de su encargo, debería imaginarse a sí mismo como quien avanza en una acera repleta llevando un florero de porcelana lleno de rosas, que debe entregar a una persona importante. (Olga hablaba en voz baja, casi en un susurro, como si se dirigiera a un pariente o a un amigo.) Incluso podía pensar que la persona que le aguardaba se hallaba impaciente por recibir las rosas. Sin embargo, no debería exhaltarse y correr, ni perder el paso, no olvidar que llevaba un florero. Debería caminar con energía pero guardando toda la compostura posible. Debería mantenerse así hasta llegar a la funeraria. Ya frente a la puerta, debía levantar la aldaba, y luego, dejarla caer una, dos, tres veces. Un minuto después, se asomaría el agente.

El hombre sería un cuarentón, cincuentón si acaso, calvo, fornido, con anteojos de metal montados sobre la punta de la nariz. Sería mesurado, discreto, un hombre de los que sólo hacen preguntas directas e indispensables. Un delantal. Descontado que llevaría un delantal. Incluso podría estarse frotando las manos con una toalla oscura, mientras escucha lo que se le dice. Su ropa olería vagamente a aldehído fórmico. Eso era normal y el muchacho no debería preocuparse. Pronto sería adulto y esas cosas no deberían producirle temor o repulsión. El agente lo escucharía hasta el final. Sería un hombre reservado y de temple, alguien capaz de ahuyentar el temor de las personas en situaciones como ésta, y no aumentarlo. De años atrás estaría habituado al trato cotidiano con la muerte, en sus distintas apariencias y disfraces; de modo que para él no habría secretos ni sorpresas. Este era el hombre cuyos servicios se requerían esa mañana.

El agente funerario toma en sus manos el florero. Una sola vez, mientras habla el muchacho, un leve parapadeo traiciona al hombre, lo que indica que no ha escuchado nada fuera de lo común. Pero en el momento en que el muchacho menciona el nombre del muerto, los párpados del hombre se alzan un poco. ¿Chéjov, ha dicho usted? Aguarde, en un minuto lo acompaño.

¿Entiende lo que le digo? le pregunta Olga al muchacho. Deje ahí las copas. No se preocupe por ellas. Olvide todo eso. Deje el cuarto como está. Todo está dispuesto ya. Estamos listos. ¿Puede ir ya?

Pero en aquel momento el muchacho pensaba en el corcho que seguía junto a la punta de su zapato. Levantarlo demandaba que él se inclinara sin soltar el florero. Eso haría. Se agachó, y sin mirar hacia abajo lo alcanzó y lo envolvió en su mano.

Traducción de Leandro Arellano