La Jornada Semanal,   domingo 20 de junio  de 2004        núm. 485
 El estudiante
 

Anton Chéjov

Primero, el tiempo estuvo hermoso y tranquilo. Los mirlos dejaban oír su grito, y de la vecindad, de los pantanos, llegaba el sonido quejumbroso de algo vivo, como si estuvieran soplando dentro de una botella vacía. Un tiro que perseguía a una chocha resonó con alegre retumbar en el aire primaveral; pero cuando el bosque oscureció, soplando de él un viento frío y penetrante, todo quedó silencioso. Los charcos se cubrieron de ligeras aristas de hielo y el bosque adquirió un aspecto inclemente, solitario y recóndito. Olía a invierno.

Iván Velikopolskii, hijo de un sacristán y estudiante del Colegio Eclesiástico, volviendo de caza, se dirigía a su casa por un sendero que corría a través de los prados. Tenía los dedos entumecidos de frío y el viento le hacía arder su rostro. Parecíale que este frío, surgido de improviso, venía a interrumpir el orden y la armonía de las cosas, que la misma Naturaleza sentía miedo y que por ello, el crepúsculo vespertino había aumentado su densidad con mayor rapidez de la debida. Cuanto le rodeaba aparecía singular y sombrío. Tan sólo en la huerta de las viudas, junto al río, brillaba una luz, y en torno suyo, hasta la aldea situada a unas cuatro verstas, todo estaba sumergido en la oscuridad de la noche. El estudiante recordó que al salir de casa había dejado a su madre descalza y sentada en el suelo del zaguán, limpiando el samovar, y a su padre, tosiendo sobre la yacija. Por ser Viernes Santo, en su casa no se había hecho comida y el hambre atormentaba. Ahora, encogido de frío, el estudiante pensaba en que el mismo viento soplaría en los tiempos de Riurik, de Iván el Terrible y de Pedro el Grande…; en que igual, tremenda pobreza y hambre existiría entonces; en que habría también techos de paja con agujeros y la misma ignorancia y tristeza, el mismo desierto en torno y la misma oscuridad y sentimiento de opresión… Todas estas terribles cosas habían sido, eran y seguirían siendo, y, aun cuando pasaran dos mil años, la vida no sería mejor…

Volvía sin gana a casa.

La "huerta de la viudas" era así llamada por ser dos viudas las que cuidaban de ella, una madre y una hija. Entre chasquidos y chisporroteos e iluminando a su alrededor la tierra arada, ardía vivamente una hoguera… La viuda Vasilisa, viuda gordinflona, de alta estatura y vestida de un poluschubok, en pie, a su lado, fijaba en el fuego la mirada pensativa. Su hija, Lukeria, mujer bajita, de rostro abobado, picado de viruelas, sentada en el suelo, lavaba el puchero y las cucharas. Acababan seguramente de cenar. Se oyeron voces masculinas. Las de los mozos del lugar llevando a beber al río a los caballos.

–¿Qué hay?… ¿Conque ha vuelto ya el invierno? –dijo el estudiante, acercándose a la hoguera–. ¡Buenas noches!

Vasilisa se estremeció, pero reconociéndole en el acto, sonrió afablemente. 

–¡No me había dado cuenta de que eras tú!… ¡Dios mío!… ¡Eso es que vas a ser rico!*

Entablóse la conversación. Vasilisa, que había sido en tiempos nodriza y después aya en casa de los señores, sabía expresarse con finura y su rostro mostraba siempre una dulce y grave sonrisa. Su hija Lukeria, campesina sojuzgada por el marido, se limitaba a mirar al estudiante con una expresión extraña, semejante a la de los sordomudos, y guardaba silencio.

–En una noche tan fría como ésta exactamente, se calentaba en la hoguera el apóstol Pedro –dijo el estudiante, tendiendo las manos hacia el fuego–. Eso quiere decir que también entonces hacía frío… ¡Oh, qué noche más terrible debió ser aquella, abuela!… ¡Una noche triste y larga hasta el último extremo!…

Mirando a la oscuridad que le rodeaba, sacudió convulsivamente la cabeza y preguntó:

–¿Irías seguramente a la iglesia a oír las doce partes del evangelio?

–Sí que fui –contestó Vasilisa.

–Pues ya te acordarás de que durante la Sagrada Cena Pedro dijo a Jesús: "Aparejado estoy para ir contigo a la cárcel y aun a la muerte." Y el señor contestó: "Te digo, Pedro, que no acabará de cantar hoy el gallo, sin que tres veces hayas negado que me conoces…" Después de la Sagrada Cena oró en el jardín, sufriendo tormentos de muerte, mientras al pobre Pedro, cansado de cuerpo y alma, le pesaban tanto los párpados, que no podía vencer el sueño. Se durmió. Luego…, ¿ya lo oiríais?…, aquella noche Judas besó a Jesús y lo entregó a sus verdugos. Le llevaron atado ante el Sumo Pontífice y le azotaron, mientras Pedro, martirizado por la tristeza y la inquietud, falto de sueño y presintiendo que en la tierra iba a ocurrir algo terrible, le seguía… Amaba a Jesús apasionadamente, hasta el olvido de sí mismo, y ahora, desde lejos, veía cómo le pegaban…

Las manos de Lukeria soltaron las cucharas y su mirada inmóvil se clavó en el estudiante.

–Fueron a casa del pontífice –prosigió él– y empezaron a interrogar a Jesús, mientras los criados, porque hacía frío, encendían una hoguera en el centro del patio y se acercaban a calentarse. A su lado estaba también Pedro, calentándose como yo ahora. Una de las mujeres, al verle, dijo: "También éste estaba con él", lo que quería decir: "También a éste hay que llevarlo al interrogatorio…" Y todos cuantos se hallaban junto a la hoguera le miraron, sin duda, de una manera severa, llena de sospecha, y él, azarándose, dijo: "No le conozco." Un poco después, otro, reconociendo en él a uno de los discípulos de Jesús, dijo: "Sí, tú también eras de aquéllos", pero él de nuevo lo negó. Y por tercera vez alguien le dijo: "Pues qué, ¿no te vi yo en el huerto con él?…" Y él negó por tercera vez, e inmediatamente cantó el gallo… Y Pedro, mirando desde lejos a Jesús, recordó las palabras que éste le había dicho durante la cena, y saliendo al patio lloró amargamente… El Evangelio dice así: "Y habiendo salido afuera, lloró amargamente." De este modo me imagino yo la escena…: un jardín oscuro y quieto, en cuyo silencio se oyen apenas los sollozos desgarradores…

El estudiante suspiró y quedó pensativo. Vasilisa, que seguía sonriendo, dejó escapar de pronto un repentino sollozo, mientras por sus mejillas resbalaban gruesas y abundantes lágrimas. Como avergonzada de ellas, interpuso su manga entre su rostro y el fuego, en tanto que Lukeria, fija la mirada en el estudiante, enrojecía con la expresión grave e intensa del que reprime un fuerte dolor.

Volvían los mozos del río, y uno de ellos, montado a caballo, estaba ya tan cerca, que la luz de la hoguera temblaba ante él. Tras dar las buenas noches a las viudas, el estudiante reanudó su camino.

De nuevo le envolvió la oscuridad, de nuevo empezaron sus manos a entumecerse, soplaba un viento sutil y parecía, en efecto, que volvía el invierno y no que, pasado el día siguiente, fuera a ser Pascua.

El estudiante meditaba sobre Vasilisa: "Si se echó a llorar…, ello significa que cuanto ocurrió a Pedro aquella terrible noche guarda cierta relación con ella…"

Volvió atrás la cabeza; el fuego solitario despedía sus llamas en la oscuridad, y a su lado no se veía ya a nadie. El estudiante pensó otra vez en que si Vasilisa se había echado a llorar y su hija se había turbado, era evidentemente porque lo que él estaba contando, ocurrido hacía diecinueve siglos, estaba relacionado con el presente… Con ambas mujeres, con la desierta aldea, con él mismo, y seguramente con todos los hombres… Si la vieja se había echado a llorar no era porque el relato de él estuviera hecho de una manera conmovedora, sino porque Pedro le era algo cercano y porque cuanto pasó en el alma de éste, despertaba el interés de todo su ser.

Y una súbita alegría, agitando su alma, le hizo detenerse para recobrar el aliento.

"El pasado y el presente –pensaba– están ligados entre sí por una cadena ininterrumpida de acontecimientos, resultados los unos de los otros…"

Y parecíale que acababa de ver los dos extremos de esa cadena. Tocado uno de ellos, temblaba enseguida el otro…

Cuando luego, mientras atravesaba el río en una balsa, y después, ascendiendo por la montaña, miraba a la aldea y la estrecha franja con que en el poniente brillaba una fría aurora carmesí, pensaba en que la verdad y la belleza que allí, en aquel jardín y en el patio del Sumo Pontífice, dirigieron la vida humana, habían perdurado hasta el día de hoy y habrían de constituir siempre, indudablemente, lo más importante sobre la tierra para los humanos.

Un sentimiento de juventud, de salud, de fuerza (sólo contaba veintidós años), de una dulzura inexpresable ante la espera de una dicha desconocida, de una dicha misteriosa…, comenzó a invadirle lentamente, antojándosele la vida maravillosa, encantadora, impregnada de un alto sentido.

* Según dicho popular, no reconocer a una persona significa para ésta buena suerte.