Jornada Semanal,  domingo 13 de junio  de 2004                núm. 484

Luis Tovar

LA IMAGEN QUE CALLA (II)

La Ilíada es muchas cosas: indiscutido pilar de la cultura mundial y, a la vez, una de sus más altas cumbres; prueba palpable del ingenio, la habilidad, la riqueza y la densidad asequibles de plasmar y aprehender a través del hecho literario; registro de toda una época no sólo histórica sino también espiritual de la humanidad... ¿Cómo traducir semejante crisol de palabras a la codificación icónica? Y más allá, ¿es posible dicha traducción ya no se diga sin merma –consecuencia inherente a cualquier traslado de la imprenta al proyector– sino al menos sin distorsiones?

Aquí asoma la vieja polémica de la adaptación cinematográfica, que en términos simples suele expresarse en una pregunta mal formulada: ¿cuál es mejor, la novela o la película? Es como preguntarse qué será mejor, si un perro o un gato. Puesto a tomar de la literatura, fuente de la que ha bebido y beberá, el cineasta no tiene la obligación de mejorar aquello que le sirve de base, pero sí de conseguir que su interpretación posea por lo menos el mismo grado de validez, y ésta se determina por uno o varios elementos: fidelidad anecdótica, riqueza metatextual, reelaboración estética, asimilación conceptual... Y será una imagen precedida de otra el receptáculo de un nuevo discurso, deudor efectivamente, pero capaz de ofrecer con herramientas y códigos propios una obra autónoma en sí misma.

UN CHINGO Y TRES MONTONES

Troya, siguiendo con el mismo ejemplo, falla cuando quiere poner en imágenes a Homero al hacer de esta Ilíada cinematográfica una mera sucesión –muy convencionalmente puntuada con close up al rostro de los protagonistas– de planos abiertos retratados con un dolly que de tan repetitivo pierde toda función semántica y la cambia por otra de simple transición o elipsis. Los espartanos se dirigen a Troya: hay que hacer una toma donde se vean un chingo de barcos. Los espartanos llegan a la playa frente a la ciudad amurallada: hay que hacer una toma donde se vean un chingo de espartanos. Los espartanos y los troyanos entran en combate: hay que hacer una toma donde se vean un chingo de soldados, escudos, espadas, heridas y rostros trémulos. Termina el combate: hay que hacer una toma donde se vean un chingo de muertos. Prosigue la guerra: hay que hacer un montón de escenas iguales a las anteriores.

Lugar común: una imagen dice más que mil palabras. Es verdad, como también lo es el hecho de que si esa imagen falla porque empobrece, limita o distorsiona algo de lo cual hay un antecedente escrito, el problema se multiplica por mil, y por un millón si se trata de una obra como la Ilíada. Buen ejemplo del tremendismo y la grandilocuencia visuales de éste, su tiempo, la Troya donde Brad Pitt se ve pequeño aun frente al más ligero intento de imaginar cómo habrá sido Aquiles, prefiere las nueces al ruido no porque sea imposible decir en imágenes cómo pudo ser el sitio de Troya, sino porque la película obedece a una estética cinematográfica empeñada en pretender de la imagen una polifonía de la cual hoy es incapaz, paradójicamente a causa de lo mucho que se le quiere hacer –o se le obliga a– decir. Toda una paradoja: es posible reducir a nimiedad o banalidad aquello que se quiere destacar cuando sólo se sabe recurrir al mega, el hiper, el macro y el súper.

Como si se tratara de un vacío de poder, si el usuario iconográfico no controla el discurso de su imagen porque no lo planeó o siquiera lo intuyó; si además desconoce las implicaciones que hacia adentro y hacia afuera tiene dicho discurso en función de la forma elegida, de inmediato habrá alguna instancia que llene el hueco: primero, los otros medios masivos, sobre todo los dirigidos a la industria de la farándula, que no saben teorizar sobre el fenómeno pero siempre lo aprovechan para autorreproducirse; y segundo, el mismo cine, pues muchos de sus hacedores repetirán los tics –nada nuevos, por cierto: basta asomarse a cualquier película "de romanos" de los años cincuenta y sesenta–, en la creencia de que están actualizando un género cinematográfico cuando solamente lo reciclan valiéndose de las herramientas actuales, y haciendo de la imagen un elemento cada vez más callado.

Y no es por Troya nada más. Del cine llamado comercial tome al azar cualquier otra, pongamos la sobrevaluada El día después de mañana y descubrirá una muy vieja película de catástrofe, que convierte un tema riquísimo en la enésima reivindicación del gobierno y la sociedad estadunidenses.