La Jornada Semanal,   domingo 13 de junio  de 2004        núm. 484
Antonio Soria

Óleo de taza
con tijeras

Hay tantas Medellín que pareciera imposible hacerlas caber en una sola. Cada quien, visitante o residente, ve la suya y la cree cierta, aunque no da por hecho que la suya sea la única. Todas las Medellín posibles tienen su parte de verdad o, mejor dicho, son verdaderas, como si se tratara de un mito que sigue construyéndose día tras día y en el que cada una de las partes, a pesar de ser tan diferentes, valieran por el todo.

El rostro de Medellín luce visiblemente marcado por el tajo doble de la violencia y el narcotráfico, un par de surcos en la piel de la ciudad que, visto el ambiente que mezcla nostalgia con rencor y esperanza y frustración con miedo a que regrese un terror demasiado reciente; visto ese clima de silencios que mal consiguen evitar el compromiso, el enjuiciamiento y la toma de postura; visto el problema de dónde poner la mirada ante ciertas palabras escuchadas; en fin, visto el perpetuo viaje del cuchillo de doble filo empeñado en repasar la charrasqueada todavía reciente, empuñado por el propio dueño del tajo, son costurones que no pueden desaparecer si no es cuando unos más notorios, más dolorosos quizá, los dejan atrás en su capacidad de generar espanto.

LA TACITA DE ORO

Si Medellín es un objeto precioso y delicado, como quiere sugerir la metáfora que todavía recuerdan y traen a cuento algunos antioqueños, la extensa zona conocida como Las Comunas es el borde mismo de la taza, y es ahí por donde se derraman los excesos. Para Jorge Franco, autor de la novela Rosario Tijeras, "Medellín es como esas matronas de antaño, llena de hijos, rezandera, piadosa y posesiva, pero también es madre seductora, puta, exuberante y fulgurosa. El que se va vuelve, el que reniega se retracta, el que la insulta se disculpa y el que la agrede las paga."

Desde fuera en el plano emotivo y desde lejos en el geográfico, ese borde gris de casas construidas venciendo la vertical de la cordillera que contiene a Medellín puede ser visto como la manifestación local de lo que ocurre en todo el mundo: hay que sacar la miseria del centro para que no sea la primera cosa que vea el viandante; que al visitar una ciudad que no es la de uno sea difícil acceder a ella, aunque en todas partes no haya nada más sencillo que vivir en la pobreza.

Pero Las Comunas, los barrios de San Pablo, La Avanzada, Santo Domingo, El Compromiso, Carpinelo, El Pinal, Piedras Blancas (donde Víctor Gaviria filmó La vendedora de rosas) y muchos otros, no son eso únicamente. Como la Ciudad de Dios en Brasil o Ciudad Neza en México, a las que sólo una mirada neoliberalista puede considerar mero saldo macroeconómico, Las Comunas están hechas de gente, es decir, de miradas, deseos, esperanzas, historias; de carne y de sangre.

LAS TIJERAS DE ROSARIO

Quién sabe si será verdad en todos los casos que infancia es destino. Es lo que pareciera creer el autor de Rosario Tijeras, lo mismo que Emilio Maillé, director del filme homónimo basado en la novela. En una ciudad que ha alcanzado la condición de mito por la vía pedregosa del tráfico de drogas, el encumbramiento de los cárteles y la violencia que viaja en Vespa de la mano de un sicario, la mítica Rosario Tijeras pudo haber existido. En el cementerio de Medellín hay una cripta sin nombre donde la fotografía de una mujer apenas veinteañera se deslíe todos los años. Junto a ella, Ángelo Yamil, y Hernando de Jesús, muertos en 1988; Andy Fernando, en 1990; y B. Alexander, "el Tyson", considerado el brazo derecho de Pablo Escobar, muerto en 1992. Todos ellos paisas, comuneros, berracos y sicarios.

Pero si Rosario Tijeras no existió o sólo lo hizo parcialmente, ahí están la novela y la película para dar fe de algo que de todos modos flota en el aire. Rosario Tijeras –la sicario que besaba a sus víctimas mientras les disparaba, para que no se fueran al otro mundo sin sentir algo bonito– vale como arquetipo de una emancipación sin salidas, una liberación por la puerta falsa, y también como comprobación acelerada de un silogismo cruel: si infancia es destino y en Las Comunas la infancia concluye con lo abrupto del estupro y del dedo en el gatillo, el destino es necesariamente breve.

Un entorno adverso procrea seres que, en la búsqueda de un cambio sólo para ellos, consigue sin querer la perpetuación de la adversidad de ese entorno. Me salvo yo, sálvese el que pueda. El entorno me ha golpeado. ¿Cómo evito que lo siga haciendo? Tengo que detenerlo porque puede llegar a matarme. Pero si no tengo los elementos necesarios para darme cuenta de que hay otras opciones –irme de aquí, hacer algo distinto a lo que todos hacen–, lo único de lo que seré capaz es de devolver el daño. Reproduciré yo mismo aquello que me hicieron y no sabré siquiera si llamarlo venganza o reivindicación. ¿Qué tan sensato es querer ganarle a un contrincante así de poderoso en su juego? Es su terreno, son sus reglas, y sabe jugar mucho mejor que yo.

Si Medellín me vuelve rencorosa, diría Rosario, le respondo con rencor; si me violó siendo una niña, voy a violarla; si me ha hecho sentir miedo a punta de pistola, le responderé aterrorizándola a balazos. Si me hizo asesina voy a contestarle asesinándola, aunque en el fondo sepa que no voy a lograrlo y lo único que conseguiré es que los demás vean que soy, cuando ella me mate, una nueva pieza del entorno.

HÉROE DE CARNE Y SANGRE

Como a todos los héroes, a Rosario Tijeras hay que vestirla no sólo con la tela del mito, la mentira que favorece, sino también de incuestionabilidad, pues lo que haga el héroe siempre será digno de encomio, así se trate de un crimen. Como buen héroe, Rosario es el catalizador de infinidad de rasgos que los otros reconocen en sí mismos o que quisieran tener, potenciados por su amalgamamiento en una sola persona. Sobre todo, rasgos opuestos: valor y temor, fuerza y vulnerabilidad, ternura y rudeza, puestos a convivir de manera simultánea, en todo caso a renglón seguido, lo cual puede dejar desconcertados a los demás, pero en todo caso los fascina por el inevitable culto humano a la diferencia, el gusto irresistible de ver que otro sí se atrevió.

La persona y no el mito es lo que Emilio Maillé quiere retratar en Rosario Tijeras, su primer largometraje de ficción, aunque necesariamente los dos terminarán reflejados en la pantalla. Para eso adaptó al cine la historia sin sacarla de Medellín, su verdadero entorno; por eso filmó en Las Comunas, con la dificultad y la riqueza inherentes a trabajar en territorio controlado por las autodefensas, un frente armado más que se suma al ejército, el narcotráfico y la guerrilla. Al final, deberá quedar un registro fílmico de algo que no por sabido es menos fundamental: que la miseria es una condición del espíritu, y nada tiene que ver con la carencia material.

Agradecemos a Cemex Colombia, el Convenio Andrés Bello y la embajada de México en Colombia las facilidades otorgadas.