Jornada Semanal, domingo 13 de junio de 2004        núm. 484

HUGO GUTIÉRREZ VEGA

FLORES OLEA: RETRATO DE FAMILIA

Estilizadas imágenes del carnaval veneciano, figuras y callejones de los bajos fondos cariocas, las ciudades y sus seres de todos los días pasando y acabando ("lo nuestro es pasar", decía Machado); la secreta aura de los bellos objetos que para nosotros pasa inadvertida... éstos y otros muchos fueron los temas de ese fotógrafo excelente que es Víctor Flores Olea. En su obra predominaron siempre los retratos y un sentido habilísimo de la pose emparentado con la puesta en escena. Así, la monja de la sacristía de la iglesia queretana de Santa Rosa de Viterbo, sor Francisca Neve, retratada por un anónimo y genial pintor barroco, al pasar al lente de la cámara de Víctor enriquece su dimensión misteriosa y nos obliga (gozoso deber, a fe mía) a centrar la atención en sus hermosos labios y en los ojos que conjuntan perplejidad con tristeza y muestran una especie de asombro cuyos límites marcó su, posiblemente no deseado, encierro.

En esta nueva aventura de nuestro gran fotógrafo, el retrato sigue siendo el leitmotiv principal, pero hay algo nuevo y sorprendente en cada una de las imágenes de escritores, artistas plásticos, científicos sociales y demás seres de la vida intelectual de nuestro país detenidos en el tiempo por la cámara de Flores Olea. Hay algo nuevo, digo, por la sencilla razón de que, al trabajar junto con su asistente cibernético, el artista encontró colores inauditos, formas y perfiles provenientes del mundo virtual y misteriosas metáforas visuales capaces de dar a cada retrato una especie de aura, un escenario de colores, de líneas y de ambientes sin definición concreta que enriquecen la expresión fotográfica y, gracias a la libertad otorgada al asistente cibernético, inventan o confirman aspectos esenciales de la identidad personal y artística del retratado.

Las invasiones de color y los caprichosos perfiles de las vegetaciones o, tal vez, telones de fondo, que enmarcan a los retratados, crean una atmósfera con tintes oníricos que en todos los casos coincide con la sensibilidad peculiar de cada personaje. Y no se trata de simples decoraciones. No. Hay algo venido de los paisajes virtuales, una especie de nuevo ectoplasma (Kardec y el espiritismo en general se hubieran quedado perplejos ante estos fantasmas luminosos nacidos del ser del fantasma objeto de la creación fotográfica) que brota del personaje, a veces lo rodea y otras se alarga o enrosca para hacer un comentario fundamental sobre el color de su vida y de sus trabajos de creación.

Flores Olea, en esta galería de retratos de amigos y de personajes que han influido en el desarrollo intelectual y artístico de México, muestra el respeto del verdadero artista por los materiales con los que trabaja (recordemos la veneración de Moore por sus piedras y su admiración por la escultura olmeca que lo llevó a enunciar su teoría basada en el principio de la "petricidad"): su vieja y fiel cámara, sus cámaras novísimas y muy versátiles, los ácidos y otros seres del mundo químico, los hermosos papeles donde el milagro toma su forma y su computadora que, al mismo tiempo, ayuda y propone. Víctor acepta una buena parte de esas propuestas y, a su vez, plantea al cerebro electrónico sus ideas y sugerencias. De esta sorprendente colaboración entre lo real y lo virtual, entre el artista y sus medios tradicionales y lo que viene de las ondas y arcanos diseñados por el hombre de nuestro brave new world, nace este libro que testimonia, a la vez, una aventura de la inteligencia artística y un triunfo de la técnica y sus cada día más prodigiosas formas de expresión.