La Jornada Semanal,  13 de junio  de 2004        484


P O E S Í A
LA CERTIDUMBRE DE LA DUDA

JOSÉ ÁNGEL LEYVA

Eduardo Langagne,
Donde habita el cangrejo,
La Centena,
México, 2004.

Hay libros que se pierden en el olvido con todo y sus honores y hay otros que guardan silencio para volver en la plenitud de sus significados y sus alcances. Este es el caso del poemario Donde habita el cangrejo, de Eduardo Langagne, acreedor del Premio de Literatura Casa de las Américas 1980. Este libro llega en la colección La Centena como un título que no sólo nos da luces sobre la trayectoria del autor, sino que, además, ofrece una lectura sugerente en la perspectiva ambiciosa del discurso con que fue concebido.

Eduardo Langagne construye el hábitat del verso a partir de imágenes que se congregan y se fragmentan inesperadamente. Parecería que su dictado poético atiende a las leyes del sueño, a la figuración simultánea, a presencias superpuestas y dispersas que responden a la misma hora y en el mismo espacio. El anhelo borgiano del Aleph, allí donde todo puede ser atestiguado, incluso el propio pensamiento que lo invoca.

La técnica del poeta Langagne abreva en las grandes experiencias vanguardistas del siglo xx, en particular del surrealismo. Pero no por ello significa un tributo apegado a la Mesa parlante, de Bretón, o una sujeción al automatismo, sino la digestión estética del lenguaje contemporáneo, el cual nos enseñó a respetar los dictados del inconsciente. Su voz, su legítima expresión, su autenticidad residen o subyacen allí donde las resistencias son abatidas por ráfagas de impulsos, que además poseen la musicalidad de las palabras. El autor, por su parte, pone mucha atención en la selección de cada término, de cada palabra, de cada oración y cada verso. Porque Eduardo dota a sus versos de una melodía y un ritmo que unifica la dinámica sanguínea del cangrejo, su retórica, su poética de la fatalidad y el pulso renaciente.

En medio de esos virajes de aspecto caprichoso, el poeta halla lugar al silogismo que marca el orden y la sabiduría joven de un hombre que se orienta con la brújula del sentido común. En ese rango de los golpes de timón y del hallazgo poético junto a la ironía y el humor, esta obra trae a la mente la lectura de otro libro también premiado por Casa de las Américas en 1968, Canto ceremonial contra un oso hormiguero, del peruano Antonio Cisneros. Hay un cierto parentesco en la creación de situaciones inesperadas y al mismo tiempo advertidas que asoman su mirada en lo insólito. Hay rupturas de ritmo y de significados que exigen atención absoluta en los meandros sonoros y semánticos de cada poema. La tonalidad íntima se hace eco en la sucesión de acontecimientos históricos, en los referentes intelectuales de un mundo que se debate en los hechos y en los anhelos de un porvenir, de un sueño, de una utopía. Es el joven Langagne persuadido de los cambios en el corazón de la historia, el adulto Eduardo que no se deja caer en las trampas de la ideología para ponerle plazos a la realidad. Entonces él la provoca, la azuza y la incita a salirse de sus cauces para descolocarla y ponerla en su lugar: "Aparece el mar imaginando un pulpo enorme/ sus tentáculos se posesionan de la mesa/ el cangrejo es el cáncer o la muerte pero no/ la tos termina cuando el índice construye/ un orificio entre la arena/ simple agujerito donde habita el cangrejo."

Una gran libertad creadora se respira en la obra de ese joven poeta de los años ochenta, que atisba en la poesía inquisidora e irónica de Juan Gelman para iniciar una ruta de señales que son signos de interrogación: "‘en qué consiste el juego de la muerte’ preguntó/ sammy mccoy parado en su dos niños/ el que fue el que sería." Langagne acusa recibo de esta provocación al pensamiento o mejor aún, al espíritu de la palabra. Sammy McCoy es el alter ego del poeta, es el formulante y el destinatario de las preguntas sobre lo bueno y lo malo de la vida. Sobre el principio y el final de las cosas y de las historias; es, quizás, el cáncer y el cangrejo, la muerte animal de patas y tenazas o la vida corriendo entre la piedras y el agua. Es la causa creadora del trasiego existencial no sólo de McCoy, sino de los amantes y de los números que marcan el valor de la experiencia.

El poeta insiste en su gran descubrimiento, la revelación no está en las respuestas sino en la fuente de cada pregunta: "¿Es la poesía todo aquello que ocupa/ un lugar en la memoria?/ ¿Es la memoria acaso?/ ¿O la memoria de los que recuerdan solamente/ lo que no han vivido?", que es lo mismo que se pregunta McCoy en la pluma de Juan Gelman "¿En qué consiste el juego de la muerte?"

Y es como si Altazor y Maldoror pasaran lanzando señales de humo en su búsqueda de la muerte y de las razones del principio de esta raza humana que nada quiere saber de preguntas ni de dudas. Quizás también por ello el poeta está consciente de que en la soledad nadie escribe para ser amado, de que no se hacen estos largos cuestionarios en la intimidad, que luego se hace pública, para complacer a los lectores que tal vez nunca nos lean. Entonces surge esta cuestión en forma de respuesta: "¿Por qué las muchachas no nos aman cuando escribimos?" Y luego él, Langagne, juglar o trovador confeso, asume: "Y sólo nos aman si cantamos es decir/ cuando hacemos estallar la sombra que siempre nos vigila." •