AGUSTÍN CADENA
Para fortuna nuestra, aún existen las disidentes, las que no desean figurar en la lista de las "grandes escritoras", sino en la de los "grandes escritores", como lo dijo una vez Inés Arredondo. Entre ellas, la más joven (para hablar sólo de las que tienen ya publicado por lo menos un libro) es Socorro Venegas. De voz dura, voz fraguada más en los purgatorios rurales de diversas geografías vistas o soñadas que en el rumor adecentado de las avenidas urbanas, de pocas pero sustanciosas palabras, Socorro Venegas comenzó a explorar sus temas axiales desde sus primeros libros: La risa de las azucenas (1997) y La muerte más blanca (2000). En ambas colecciones de relatos se percibe una visión del mundo indudablemente personal, articulada en torno de ciertas figuras recurrentes: el individuo aislado en su mundo interior, el alcohólico, el infante que debe elegir entre salvarse y salvar su inocencia, el ser condenado a cualquier forma de silencio, el ángel en la tierra que tanto nos recuerda a José Revueltas. El mundo a través del cual estos personajes tratan de moverse es un espacio simbólicamente denso, donde cada objeto parece ser parte del aura de quien lo usa, lo porta o lo mira: proliferan los colores, los seres del mundo vegetal, los paisajes ásperos, las desnudeces; hay objetos vestidos, globos terráqueos, bicicletas, camas, campanas, árboles, muchos árboles; animales caballos, perros, zorras, aves; abundan las referencias a los ojos y las miradas y a la luna, como si las tres cosas acabaran por ser lo mismo. Y las manos: casi tan importantes como los ojos. Hay muchos, muchos viajes, algunos a lugares que quién sabe si existen. Ciertas palabras percuten con insistencia: remordimiento, odio, memoria, dolor. En Todas las islas, el libro por el cual recibió el Sexto Premio Nacional de Cuento "Benemérito de América", emisión correspondiente al año 2002, Socorro Venegas lleva más allá la exploración de sus constantes. En efecto, se trata de una colección de quince relatos en los cuales las figuras del alcohólico, el niño desolado, el amante que se asume transitorio y otros más parecen transitar un espacio todavía más desnudo, más ajeno, si esto es posible. La condición insular que anuncia el título del volumen se rebate y finalmente se reafirma en cada pieza. Todos los personajes de Socorro Venegas se han ido o se están yendo o están por irse. Todos se han muerto o se están muriendo o están por morirse. Deambulan en el mundo y sin embargo fuera de él; han encontrado una manera siempre dolorosa de ponerse a salvo de él. Sufren para no sufrir tanto. Contemplan. A veces se diría que no tienen otra actividad que ésa: contemplar una tierra que parece irreal de tan bella, de tan espantosa. Eso hacen la alcohólica que bebe desde en la mañana en la playa de Varadero, la niña que debe recorrer la ciudad en busca de su padre ebrio, la mujer que pone un anuncio para cambiar sus pertenencias por otras, la niña que ve morir a su hermano, el hombre que entrega su mujer al río, la agonizante que sólo desea ver un cuadro... todos ellos parecieran vivir la vida como una condena. Atraviesan por ella en un paisaje de casas deshabitadas, de mudanzas, de islas reales y metafóricas. Y ahí están acompañándolos, como siempre en Socorro Venegas, los colores y los símbolos y los ojos. Y la pintura los grandes cuadros de los grandes pintores, otro tema recurrente desde La risa de las azucenas. La pintura: único lenguaje capaz de expresar algo vivo en un mundo donde lo que no es silencio es ruido ensordecedor y, finalmente, también silencio. Está también el asunto más sutil, menos explícito en los libros anteriores del triángulo, la tríada, las Parcas, la Diosa Triple de la feminidad que inspira, da vida, enloquece y mata. Al final, la conclusión resulta
obvia: Todas las islas son todos los seres humanos. Difícil
encontrar en esta época un narrador con tanto impulso poético
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