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México D.F. Lunes 7 de junio de 2004

Hermann Bellinghausen

La ventana alta

De limpiavidrios uno ve de todo. Uno repasa las ventanas de los edificios. En los pisos altos nadie cierra las cortinas, y menos si se trata de una negociación o de oficinas, que ni tienen. Creen que nadie mira adentro.

Es un trabajo arriesgado. Hay días que paso seis-ocho horas colgado como a 20 mil metros de altura en el andamio, a veces con colega, a veces nomás el morral del almuerzo y los utensilios: cubetas, trapeador de hule, jabón, aspersor, jerga, ya sabe.

Colgado de dos mecates desde la azotea. También he visto mucha azotea. Soy especialista en azoteas, pero esa es otra cuestión.

La compañía donde trabajo tiene muchos contratos grandes, así que nos tocan condominios de lujo, rascacielos, bancos y oficinas de gobierno. Pura canela. También edificios regulares, como el suyo.

Así como me ve, no soy tan de a tiro ignorante. Sé que los cuadrotes que cuelgan en las salas y las oficinas valen dinero. A veces mucho. Luego son monotes bien feos, o puros manchones, pero fui aprendiendo. Uno que me gusta, y de ese hay mucho, es que el Tamayo, me dijeron que es bien valioso. Que sus pinturas cuestan más que las casas donde las cuelgan. Ha de ser. El mundo de los ricos es medio raro.

Como las películas mudas. Como televisión sin volumen. Nomás es ruido de la calle. Mi trabajo. Los veo dentro de los departamentos, pero no los oigo. Ellos nunca me ven, como si uno fuera transparente. Algunos se incomodan, o se acuerdan de cerrar la cortina.

Me conozco bien Polanco, Bosques de las Lomas, Santa Fe, Reforma, Insurgentes Sur. Cuando limpio no lo siento, pero cuando me acuerdo de cuando limpio siento que he volado. Veo escenas que pasan alto. Juntas en mesas largas de señores viejos o jóvenes pero bien vestidos. Las secretarias masticando chicle o comiendo a escondidas o pintándose a escondidas. Policías privados que se duermen apoyados en el rifle. Familias con sus invitados en el comedor (que mandan ordenar que suspendamos la limpieza para que puedan comer en paz). Y mejor no hablo de todo lo que les sirven las mucamas uniformadas o de plano meseros de saco blanco. De los cocteles también nos quitan.

Y otras cosas. Una vez me tocó un señor apuntando una pistola contra otro. Los dos se veían jefes. Me miraron bien feo. El de la pistola me apuntó y yo grité a los colegas que me dieran mecate y me bajaran otro piso.

Viera que los ataques esos en Nueva York del 11 de septiembre me dieron mucho qué pensar. No dejaba de imaginarme a las personas en sus máquinas de escribir, como he visto millones de veces, o trapeando el pasillo, de repente horrorizados enmedio de un incendio, tirándose por las ventanas que no sé si abrirían o las tuvieron que romper. En los rascacielos las ventanas no se abren, no todas. Cada que lo veía en la tele, lo volvía a pensar. Gente como uno. Ya ve cuánto mexicano se chingó ahí.

Mi trabajo no es divertido ni aburrido. Es cansado.

Usted me reconoció luego luego. Ahí donde ve, yo también me acuerdo de usted. He limpiado su edificio algunas veces. Y está usted siempre frente a la misma ventana, como en un piso 10, con papeles y su máquina computadora, escribe y escribe mirando a la calle. Cuando aparezco en el andamio me saluda. Y no le molesta tenerme colgado frente a usted. Tiene ventanillas de respiradero, siempre abiertas, y escucho su música. Siempre pone. Usted, Ƒsiempre escribe? ƑQué tanto, si desde su ventana no se ve nada? Bueno, quién sabe. Yo lo veo de afuera para adentro, y usted ve de adentro para fuera. No vemos lo mismo.

Usted es de las pocas gentes que siempre encuentro en el mismo lugar, haciendo lo mismo. Como foto. Por eso me acuerdo. Y porque siempre me saluda. Amable. No hay muchos.

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