La Jornada Semanal,   domingo 30 de mayo  de 2004        núm. 482
No en vano rendirá
su falso testimonio

Gabriel Bernal Granados


Il faut aussi que tu n’ailles point
Choisir tes mots sans quelque méprise:
Rien de plus cher que la chanson grise
Où l’Indécis au Précis se joint.
Paul Verlaine,
"Art Poetique", 1855


Cuando se escribe acerca de la poesía de Alí Chumacero, es casi inevitable repetir el lugar común de que ésta es un desprendimiento del testimonio poético del grupo Contemporáneos, en especial de dos de sus miembros, José Gorostiza y Xavier Villaurrutia. Del primero heredaría una visión filosófica del sujeto poético, un rigor y una pasión torturante por la forma; del segundo, más un aliento que una serie de cadencias, la propensión a denunciar una atmósfera ahí donde el tema subyace con desdén sigiloso –el amor, la muerte, la noche. En un sentido temporalmente exacto, Alí Chumacero creció a la sombra de esta generación; sin embargo, la marcada soledad de su temperamento poético lo distancia automáticamente de ella y lo ubica en un sitial ambiguo. Amigo de Villaurrutia y de Gilberto Owen (a quienes editaría sendos volúmenes de obras completas después de su muerte), contemporáneo de escritores como Octavio Paz, Efraín Huerta, José Revueltas, Juan José Arreola y Juan Rulfo; sobreviviente, en suma, de épocas tenidas entre uno de los periodos dorados, y difícilmente repetibles, de las letras mexicanas, Alí continúa entre nosotros, derramando un vigor que lo hace parecer inverosímil. Esta suerte de proximidad y lejanía dificulta aún más la recomposición crítica de una obra cerrada sobre sí misma; una obra que fue concebida, como pocas en nuestra historia literaria, para ser invulnerable.

Como es sabido, Alí Chumacero publicó su primer libro, Páramo de sueños, en 1944; el tercero y el último, Palabras en reposo, en 1956. Desde entonces ha guardado un silencio casi definitivo. Este silencio, sin embargo, no es para nada perturbador si se observa que su poesía de alguna manera ya contiene la imagen y el sentido de su clausura.

Una de las características que distingue la obra de Alí Chumacero de las generaciones literarias que la preceden y la rodean es la imbricación de sus lecturas en el tejido orgánico del texto poético. Es verdad que en sus poemas se escuchan claramente ecos de Gorostiza, Villaurrutia y Owen, pero un análisis detenido nos llevaría a desbrozar la influencia (o más que la influencia, el ejemplo) de Enrique González Martínez y Rubén Darío. En otro plano se encuentran las voces esfumadas de Rilke, Baudelaire y algunos otros poetas de lengua francesa en cuyas obras el tema de la forma ocupa un lugar preferente. En buena medida, en ellos se origina el simbolismo que impregna los poemas de Chumacero, o, en otras palabras, el convencimiento de que en la metáfora se decanta el universo particular que el poeta carga consigo como un fardo taciturno que tarde o temprano habrá de volcarse al exterior.

Hasta aquí, el panorama descrito no contrasta con la baraja de nombres e influencias que presumía un poeta culto de la época. La biografía de Octavio Paz nos ofrece un contraste idóneo. Nacido en 1914, apenas cuatro años antes que Alí, conocía la poesía francesa del siglo xix y admiraba, como lo hizo constar en varias ocasiones, la obra de Rubén Darío y Ramón López Velarde (a estos dos últimos les dedicó ensayos que después recopilaría en Cuadrivio, 1965 y 1991). Su relación con los Contemporáneos, en especial con Cuesta y Villaurrutia, osciló entre una amistad con reservas1  y la condición del discípulo aventajado. Sin embargo, a principios de los cuarenta su obra crece con la influencia del surrealismo europeo; sus prolongadas residencias, primero en París y después en la India, hicieron de él un poeta cosmopolita, un atractivo cerrojo de influencias actuales vertebradas por una poética de la insurrección (poesía, para los surrealistas, en palabras de Paz, era revolución, historia, revelación, y éste fue el credo que él incorporó en sus escritos). En cambio, se diría que la poesía de Chumacero cedió por esos años, que fueron los de su surgimiento y desarrollo, a una corriente limitada en sus rasgos esenciales a la poesía hispanoamericana y española. Eso significaba dos cosas: por un lado renunciar a la empresa de ser moderno y por el otro consagrar las viejas artes de la lectura y la corrección de pruebas sobre todas las demás. (El escritor sufre una metamorfosis: ya no será el creador legitimado por el mito de la originalidad sino el copista, marcado por el destino de la repetición; la sombra de Flaubert reverbera a una prudente distancia.) Su viaje no fue hacia el presente sino hacia atrás en el tiempo, una introspección que lo condujo a la tradición –el cotejo, la traducción– del Libro por antonomasia. Con la Biblia, la poesía de Chumacero sostiene un diálogo formal que contribuye a determinar la independencia de su temperamento estético.

Partiendo de la huella distinta de sus maestros mediatos e inmediatos –López Velarde, Gorostiza, Owen, en cuyas obras abundan alusiones a temas y episodios bíblicos–, Chumacero fue urdiendo en su poesía una suerte de liturgia de la palabra escrita. No desde un fervor ingenuo, que glosa e incorpora pasajes de la Biblia sin más, sino desde un sentido nato de sapiencia literaria. Surgidos a la sombra de la tradición, de la cual nunca reniegan, Chumacero suscribe una poética del artificio. Llevar su tentativa poética a este punto hubiera reclamado a un ingenio satírico de otro tiempo, o bien a un solitario arrepentido de la literatura misma. En una entrevista de hace algunos años, Chumacero declaró que entre poesía y literatura no existe vínculo alguno. "Son dos cosas distintas", señaló. "La primera está destinada a los locos, los anormales, los iluminados; la segunda es una labor paciente, que cultivan los letrados, los escritores." Una definición romántica, y difusa, del oficio del poeta que cuesta trabajo compartir; no obstante, en ella subsiste una claudicación y una luminosidad certera. En varios escritores de lengua española del siglo xx está presente ese mismo sentido de que un periodo retórico ha tocado a su fin, y el principio de uno nuevo es difícil de vislumbrar con las herramientas que nos asistieron en la etapa previa. Borges, quien despertó en la madurez de su sueño ultraísta a la variedad de la prosa, compartió ese desencanto; Juan José Arreola, que no se sustrajo tampoco a la corriente hermética de la Escritura, comulgó con esa misma definición o arte poética, como consta en el prólogo a sus fábulas y cuentos "De memoria y olvido", donde dice haberse limitado en su vida de escritor a trasmitir el dictado de la "zarza ardiente".

Poesía, en el caso de Chumacero, se define entonces por la multiplicación de su nostalgia o imposibilidad. En este marco, no ofende a la armonía que el poeta tratara en un principio de restaurar ese vínculo. En el "Poema de amorosa raíz", por ejemplo, la unión verbal de los amantes se expresa como un momento previo a la Creación. Son conocidos los versos:
 

Cuando aún no nacía la esperanza
ni vagaban los ángeles en su firme
  blancura;
cuando el agua no estaba ni en la
  ciencia de Dios;
antes, antes, muy antes.


O estos otros, de "Espejo y agua", dirigidos como el arco hacia la punta imposible de la flecha amorosa,

...entre perderse en muerte o florecer
como una eterna espera o el lamento
de un Adán impasible que soñaba
contigo y su mentido Paraíso.


Las mayúsculas tipográficas (Dios, Adán, Paraíso), que en ambos casos hacen las veces de una tilde para enfatizar la procedencia de la imagen, encaminan nuestro apetito crítico hacia otro de los mecanismos secretos de la poesía de Chumacero: la perfección lógica, no de la imagen, sino de cada una de las frases que la constituyen. El tempo. En estos y otros ejemplos, como "A una flor inmersa", "Vencidos", "Monólogo del viudo", se observa un desgaste verbal nulo. Todo ocurre en un sitio no determinado con anterioridad, todo surge en el momento de la lectura, el cual es el instante mismo de la creación del poema. Productos de un orfebre avergonzado de la imperfección a que condena la palabra, nada parece dejado al azar. Las imágenes, fraguadas en el taller del artesano que entiende la realidad como un fenómeno indigno de ser nombrado llanamente, se suceden una a una, en frases que constituyen núcleos sustantivos y bajan al oído y a la mirada del lector en un vértigo constante. Así, un "Salón de baile" que Toulouse Lautrec hubiera pintado en toda su crudeza, se convierte por obra de Chumacero en una realidad alterna, barroca por momentos, donde los vestigios de lo cotidiano orientan y difunden la naturaleza del poema:

Música y noche arden renovando
 el espacio, inundan
sobre el cieno las áridas pupilas,
 relámpagos caídos
al bronce que precede la cima del letargo.
De orilla a orilla flota la penumbra
siempre reconocible, aquella que veían
 y hoy miramos
y habrán de contemplar en el dintel
donde una estrella elude la catástrofe,
 airosa
ante el insomnio donde nacen la
 música y la noche...
El poeta, gracias al don permanente de su estilo, está retratando la ebriedad en un burdel de aquellos años. No hay protagonista claro y por lo tanto no hay historia: estamos frente a un lienzo que presenta la degradación y los placeres que la aderezan. Si bien existe un pudor en el nombrar, éste acaba por no hacerse manifiesto: "Sudores y rumor desvían las imágenes,/ asedian la avidez frente al girar del vino que refleja/ la turba de mujeres cantando bajo el sótano." Se trata, lo anterior, repetido paso a paso a lo largo del poema, de un momento de concentración sublime, donde la realidad presenta su envés y misteriosamente se desvanece. Aunque Baudelaire es el ángel –o el demonio– tutelar en el poema, esta clase de organización retórica tiene su raíz en la dulce manera de decir de las cosas de la tradición petrarquista.

El paganismo de Alí, sus alusiones al alcohol, el deseo satisfecho, el burdel y la bohemia, que para sus críticos son manifestaciones de lo cotidiano inserto en el ámbito sagrado de su poesía, se ve atemperado, como ya hemos dicho, por su lectura de la Biblia. La conciliación de ambos extremos no es nueva; antes, con mucha más significación vale decir, se había dado en Quevedo, ingenio agudísimo que no escamoteó el cuerpo a la hora de la escaramuza verbal. En un ensayo sobre las "Cartas de Quevedo" (Letras hispánicas, México, fce, 1958 y 1981), Raimundo Lida se refiere a este fenómeno en los términos de una conciliación de la Biblia "con los mejores frutos de la especulación pagana", y recuerda que para el poeta español las esferas de lo público y lo privado tuvieron una importancia similar, que ni siquiera llegó a conocer matices en el terreno de la poesía, ya convertida, por obra del ingenio, en epigrama o en bofetada con guante blanco. (Es famosa la apuesta por la cual Quevedo se compromete a decirle a la Reina en su cara que era coja. Tomó un clavel y una rosa y se presentó en la corte. Frente a la Reina, dijo: "Entre el clavel y la rosa, su Majestad escoja".) Alí, mucho más modesto que su antepasado, ha preferido la sonrisa y el contento frente a este tipo de situaciones. Ironía y sarcasmo –características propias de su persona– no lo han salvado del silencio sino, en cierto sentido, le han ablandado el camino. Muy pronto, Alí Chumacero reconoció que el poeta verdadero es aquel que sabe guardar silencio.

"Responso del peregrino", poema central en la obra de Chumacero, es el tapiz fingido donde se estampa a plenitud este diálogo de referentes teologales. Octavio Paz, uno de sus primeros lectores críticos, advierte en él un proceso de recomposición, un nudo resuelto en las dunas del lenguaje y encaminado a crear un tipo de movilidad distinta: "Sin cambiar sensiblemente lo que llamas los temas de tu poesía [...] inicias ahora una nueva aventura: la de recrear tu propio lenguaje. Y te arriesgas a enfrentar tus imágenes, siempre sometidas al fuego frío de tu inteligencia, a un lenguaje más vivo y fluido, si bien perecedero: el de nuestro pueblo. En lugar de inmovilizarte en una forma que amenazaba, por su misma redondez, en convertirse en mausoleo o túmulo, te atreves a cambiar, a negarte. Prueba de vida, pues sólo los muertos son idénticos a sí mismos."2  A más de cincuenta años de su publicación, es casi imposible entender el "Responso del peregrino" como un poema instalado en lo popular. Sería más exacto hablar de un alianza entre dos reinos aparentemente opuestos: el de los mitos populares y el de los arcanos. En el libro de Marco Antonio Campos El poeta en un poema (México, unam, 1998), es el propio Alí quien glosa la densidad de lo escrito y publicado en 1949. Con relación a dos versos de la primera parte, "y la alondra de Heráclito se agosta/ cuando a tu piel acerca su denuedo", dice:

Los dos versos [...] son artificiales. Me explico. La alondra es tradicionalmente en la poesía y la literatura el ave que canta en la mañana. ¿Quién no recuerda los versos de Darío "En cuya noche un ruiseñor había/ que era alondra de luz por la mañana"? Como se sabe, Heráclito es considerado el filósofo del fuego. En este caso la alondra de Heráclito quiere decir también el fuego de Heráclito: la alondra se agosta, se abrasa, pierde el vigor si acerca su denuedo a la piel de la Virgen. En efecto, la niña de Lourdes –a quien la Inmaculada Concepción se apareció por vez primera en 1858– quedaba en éxtasis, tan insensible que el "organismo no padecía la acción del fuego".
Esta imagen resume o adapta el verso de Darío, la imagen que creó Heráclito y un mito tradicional. Una palabra clave: artificio. En cierto sentido, todo en el poema está proyectado contra una pantalla artificial. Las referencias a la literatura antigua son varias y definitivas; son símbolos, como las palabras laurel, laúd o tempestad. Un fervor mitigado, más el trato directo con la Escritura y la tradición patrística, se corporiza en forma de ecos sutiles o menciones directas, como "el vértigo camino de Damasco", "la orla del perdón", "la paloma que insinúa", "el fiel de la balanza", "el filo de la espada incandescente", "Pathmos", "el día de estupor en Josafat", "la distensión del alma" ("San Agustín escribe que el tiempo no existe, que es una ‘distensión del alma’"),el "cordero fidelísimo", "vanidad de vanidades"... La categórica mención de Edipo ("llevarás mi angustia/ como a Edipo su báculo filial lo conducía") asoma como un símbolo pagano del arte del poeta que construye una ofrenda, esta vez para alguien específico: aquella mujer que habrá de ser efecto de prontos esponsales. El Peregrino a que hace alusión el título es el Poeta, pero también es el Amante, el Pasajero y el Heraldo. La mujer es una virgen, una flor intocada a quien el poeta ha conferido la misión de comprender su mensaje:
Sola, comprenderás mi fe desvanecida,
el pavor de mirar siempre el vacío
y gemirás amarga cuando sientas
que eres
cristiana sepultura de mi desolación.
Fiesta de Pascua, en el desierto inmenso
añorarás la tempestad.
Así, las palabras más significativas, los climas predominantes del Responso, son laurel y tempestad, emblemas de la unión y la agonía.

Aunque breve, el recorrido ha sido arduo. La poesía de Alí Chumacero así lo demanda. Sin embargo, por encima de sus tres volúmenes delgados gravita, como una actitud todavía más enigmática que cada una de las palabras que los constituyen, el silencio que los ha coronado. En la historia de la literatura y de las artes en general, ha sido constante la pregunta por el principio y el término que deben regir a toda obra. Con paciencia y un poco de colmillo, se averigua cuál es el punto de partida idóneo; pero cuándo o dónde acabar es un saber difícil. Los pintores, de Rubens a Picasso, han sabido que el momento de abandonar un cuadro se presenta cuando el artista ha dicho "la última palabra". Alí Chumacero redondeó la espesa trama de sus poemas y decidió el punto final a su obra en 1956, a los treinta y ocho años. Para explicarnos el fenómeno podemos citar algunas parábolas como ésta de Borges, quien compara los cuentos de Kipling con los de Kafka aduciendo que un viejo puede imitar con cierta maestría lo que antes ha perpetrado un muchacho genial. La muerte cerró el ciclo de la obra kafkiana; la sequía interrumpió –o acotó– el de los libros de Rulfo. En el caso de Alí, ha sido la voluntad propia la que ha señalado su término.
 

1 "...en 1935 –recuerda el propio Paz– conocí a Jorge Cuesta y casi inmediatamente se entabló entre nosotros una relación que nunca se rompió. Digo relación y no amistad porque, a pesar de su cordialidad, nuestro trato se limitó al intercambio de ideas y opiniones." Octavio Paz, Xavier Villaurrutia en persona y en obra, México, Fondo de Cultura Económica, 1978, p. 11.

2 "Imágenes desterradas", carta fechada en septiembre de 1949 y recogida en Octavio Paz, Generaciones y semblanzas, México, fce, 1987, pp. 495-496.