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México D.F. Sábado 29 de mayo de 2004

Sergio Ramírez

Recuerdos del poder

Hemos ascendido hasta el valle de los Reyes, donde las piedras labradas cuentan a medias voces la historia de la esplendorosa civilización maya de Copán, una peregrinación que debe hacerse al menos una vez en la vida. Tenemos dos guías de primera. La doctora Laura Lara y el arquitecto Daniel Cruz, ambos del Instituto Hondureño de Antropología e Historia, pero las explicaciones en cada estación de la visita se las dejan a alguien tan docto como ellos.

Se trata de Alfonso, un campesino de edad madura, con sombrero de palma y un bordón rematado en una pluma que le sirve de puntero para señalar los dibujos e inscripciones de las piedras, rozándolos apenas mientras nos alecciona a lo largo del recorrido. Empezó como peón, y ahora es ducho en historia maya, estudiado en la Universidad Pedagógica, igual que los demás campesinos, algunos ya ancianos, que vara en mano van cada uno llevando su rebaño por los distintos rumbos del sitio arqueológico.

Los mayas, me dice la doctora Lara, mientras nos detenemos frente a la escalera de los jeroglíficos, una de las maravillas del sitio, no es que vivieran dedicados nada más a mirar las estrellas. Eran guerreros tormentosos, y cuando en una estela se muestran cabezas boca abajo, es que representan las de los vencidos, que eran decapitados.

Esa fue la suerte que corrió el rey 18 Conejo, Uaxac Lahun, que ascendió al trono en el año 695 de nuestra era, como decimotercero en la dinastía, y cayó en 738 a manos de Cielo Cauac, señor de Quiriguá, un reino tributario de Copán al otro lado del río Motagua. Se insurreccionó contra su señor, y lo derrotó. De la derrota y muerte de 18 Conejo no quedan noticias en las piedras de Copán, pero sí en las de Quiriguá, donde aquel triunfo, trascendental para un reinado subalterno, se volvió un verdadero fasto.

No puede dejar de pensarse en el poder, y sus glorias y miserias, cuando se está frente a las numerosas estelas que representan de cuerpo entero a 18 Conejo, que vivió apenas 43 años. Uno de los gobernantes clave durante el llamado periodo clásico, no sólo patrocinó avances profundos en la astronomía, sino también la transformación de las artes, porque fue en su reinado que la escultura en alto relieve empezó a desarrollarse. Pero era un arte nuevo que sirvió, sobre todo, para consagrar su propia figura.

"A este hombre le gustaba mucho retratarse", dice con un dejo de picardía Alfonso, mientras señala con la pluma de su vara una de las estelas que muestra a 18 Conejo en todos sus atuendos magníficos, tiara, peto, bastón de mando, sandalias ricamente decoradas. Pero la representación de sus atributos de poder no se detiene allí. Ha querido vestirse con los atributos del dios de los dioses, el dios del maíz que renace siempre del inframundo, y por eso lleva una falda de redes de jade encima de una piel de jaguar; y en la capa de plumas que le cubre las espaldas, imágenes diminutas de aquel dios. El es su encarnación terrenal frente a nuestros ojos, como antes lo fue frente a los ojos de sus súbditos.

No es difícil imaginar que igual que todos los soberanos que dejan sus retratos a la posteridad, encargados a la mano del mejor artista de su época, 18 Conejo tiene que haber posado por horas frente al escultor, aguantando la molestia de cargar con todos sus pesados ornamentos, pero aliviado por el pensamiento de su propia trascendencia. El que queda en la piedra, evita la muerte.

Ese fervor de 18 Conejo por el poder, representado en sus ropajes divinos, es una de las herencias de nuestra cultura híbrida, que seguimos cargando en las espaldas, más pesada aún que la capa de plumas de aquel presuntuoso atuendo real. Dictadores a caballo, fotografías de los gobernantes en todas las oficinas públicas. Y sobre todo el deseo de quedarse por siempre en el trono, o de volver a ceñirse la tiara. El reinado de 18 Conejo pasó hace tiempo, una sombra ornamentada entre las ruinas arqueológicas de esta civilización perdida; pero es la representación del poder la que sobrevive sin mengua bajo la lumbre del sol que calienta estas piedras, igual que hace mil 300 años, cuando este soberano de los retratos terminó perdiendo la cabeza.

Los anfitriones siguen a mi lado en su dedicada tarea de acercarme a la revelación de los secretos guardados en las pirámides, en las plazas, en el campo de pelota, en los subterráneos, uno de ellos sinuoso como el movimiento de una serpiente, a la que quiere representar, y que nos lleva al inframundo, el tenebroso reino de Xibalbá, donde todas las cuentas, aun las del poder, son saldadas. Allí otra ciudad yace sepultada, como debajo hay otra más, y otra, porque cada rey soterraba los esplendores de su antecesor debajo de los propios. Sus propios monumentos conmemorativos, sus propias estatuas.

El esplendor del poder, y sus miserias. En las tumbas de los reyes se enterraban cuantiosos tesoros junto con sus cadáveres, pero las pruebas hechas a los huesos encontrados revelan las hambrunas cada vez más crecientes a que la población fue siendo sometida, una hambruna de la que, al final, no se libró la propia familia real. Luego llegó el fin de los esplendores, y la selva empezó a tragarse aquellas soberbias ciudades que se sucedían desde Yucatán hasta Honduras. El silencio, y luego la oscuridad.

Pero los recuerdos del poder, que son también los recuerdos de la muerte, sobrevivieron a esas civilizaciones. Bajo su regia tiara, la mirada de 18 Conejo se clava sobre nosotros para recordarnos su condición divina, y a la vez tan terrenal. Es siempre la mirada del caudillo que piensa que su poder no tiene fin.

Copán, mayo de 2004

www.sergioramirez.com

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