La Jornada Semanal,   domingo 23 de mayo  de 2004        núm. 481
 

¡Ay mamá!

Sara Poot Herrera

Ilustraciones de Margarita Sada


De amarillo, rojo quemado, bugambilia, azul eléctrico, violeta... así la imagino. Cuando sale a recibirnos vestida de morado, mi hermano le dice que parece una hermosa uva. Pero cuando aparece de verde, mi otro hermano, menos romántico y original, le dice que parece un hermoso aguacate. Ella festeja las dos ocurrencias; sin embargo, de inmediato muestra su inclinación por el primero, que la trata con más cuidado, que la consiente, la mima, la entiende, que es su cómplice, que se parece más a ella.

Cada domingo estrena un vestido. Hay noches que tiene insomnio, preocupada por lo que se pondrá el domingo siguiente. Ahora tiene casi setenta años, o más, o menos. Tratándose de su edad, eso es casi una leyenda. A veces tiene muchos, todos; otras veces, parece que éstos no la han visitado nunca. La veo aparecer de rosa, toda ella: los zapatos, el vestido, la bolsa, los aretes. Hoy que el frío le roba un día al trópico, trae un chal, rosado también, con unas rayas lilas que combinan con el color de sus mejillas y de sus labios, pintados de un color rosa que tira a lila, como son sus recuerdos.

Cierro los ojos y la voy imaginando. Mi mamá nos cuenta historias y siempre lo hace de la misma manera. No quita ni aumenta detalles, siempre es igual. La veo, la oigo y trato de saber más de ella. Me acuerdo que cuando yo estaba chica un día la oí cantar. Fue la primera vez que escuché la tonada: "Tengo una muñeca vestida de azul, con zapatos blancos y velo de tul." Cuando le pedí que volviera a cantar lo hizo, hasta que cantamos las dos juntas. Ella era mi muñeca, y yo era la suya. Después, como si fuera visita en casa ajena, se fue. Se llevó mi tonada y me dejó la suya.

Pocos años antes se había separado de mi papá. Era muy responsable –nos dice: al salir por la mañana siempre dejaba para el gasto junto al radio, era muy bueno, pero... y no sigue hablando. Nunca habla mal de él. La única imagen de mi infancia que tengo de ellos juntos fue aquella vez que –él sentado, ella de pie– mi papá le decía, tomándole la mano, "vuelve a casa, tus hijos y yo te necesitamos". Ella movía la cabeza y coqueta le decía que no, que él no cambiaría y que sus hijos estaban bien así, con la abuela que era un ángel. Y resuelta volvió a irse.

Pero venía a vernos de vez en cuando, sin avisarnos, y siempre llegaba en el momento más oportuno. Bonita, limpia, olorosa. Nos contaba una, dos, tres historias, o más, y se iba de nuevo. Nunca sabíamos cuándo iba a regresar. Gozábamos su presencia eventual después de que el recuerdo breve y profundo de los niños se acostumbró a no verla todos los días. Siempre que venía a casa venía bien, el jabón y los tacones anunciaban la frescura de su cotidianidad pueblerina, que para nosotros no era ni pueblerina ni cotidiana. Llegaba con la comida de la fiesta, con el pavo de navidad para su familia, que eran los hermanos de mi papá, la mamá de mi papá, los hijos de mi papá, que eran sus hijos.

Durante un tiempo uno de mis hermanos y yo vivimos con ella en el pueblo donde trabajaba como maestra, en donde era comadre y madrina de todo el mundo. Salíamos al amanecer; después de cuatro horas de camión seguían tres leguas a caballo. Cuántas veces no había caballo para ella y con cuánta agilidad caminaba con las bolsas de compra: café, galletas de animalitos, pan dulce, azúcar, vainilla, velas, fósforos, cuadernos, lápices, tela para sus vestidos, algo para sus ahijados, revistas y periódicos, crucigramas qué contestar, hilos para urdir hamacas, pintura de labios, polvo para sus mejillas...

Llegábamos al pueblo y de inmediato ponía a calentar agua. Nos bañaba, se bañaba y se ponía a cocinar: pollo en naranja, pollo con arroz, estofado, que era también de pollo, todos sacrificados de su gallinero, que de tanto pollito siempre estaba más que amarillo. Cuando se nos decía, sabe a pavo, ¿verdad?, entonces nos acordábamos que esa mañana no habíamos visto al armadillo que días antes con sus uñas rascaba la puerta del patio. Alguna vez era un pato que, cristalizado en gelatina, nos esperaba de pie sobre la mesa; y allí alcanzaba la elegancia que nunca tuvo en vida. Daba pena quitársela.

Recuerdo ese pueblo. Nada sucedía allí, pero no era necesario. Las historias y los sueños se ovillaban en los juegos, en el español y el maya de las palabras. Encontraba yo ecos de la ciudad en las huellas que alguna suela de zapato sellaba sobre la tierra del camino. Imaginaba también que había vida en el fondo oscuro de aquel pozo tan hondo que estaba en medio de la plaza. Recuerdo también que en aquel pueblo sin carretera ni camino real, quién sabe de dónde y cómo un día llegó por primera vez un camión de redilas cargado de nada y de polvo, y la gente sorprendida corría detrás de él. Mi hermano y yo vivimos aquella sencilla realidad como un hecho mágico o casi sobrenatural, como sobrenatural se nos hacía –y lo era– que en la pileta del patio hubiera dinero enterrado (al menos eso se nos decía) y que cada 3 de mayo (también se nos decía) se viera por la noche un resplandor y se oyera un sonido metálico. El Día de la Santa Cruz tratábamos de dormirnos lo más temprano posible.

Cuando volvíamos a la casa de Mérida, a veces salíamos del pueblo a las tres de la mañana; eran madrugadas de luna y de monte. Yo sabía que llegábamos al lugar donde tomaríamos el tren que nos llevaría a la ciudad, por las tumbas del cementerio, por las albarradas blancas de las primeras casas, por los gallos y los animales de los corrales, porque el caballo caminaba de otra manera.

El tren salía a las cinco de la mañana. En la estación, muchas veces todavía a oscuras, vendían tamales, atole, café, lo mismo que en las siguientes estaciones, en donde las vendedoras se acercaban con calabaza melada, naranjas, plátanos –manzanos, ruatanos, machos–, granadas, caimitos, zapotes, guanábanas, anonas. Todo comprábamos, y las bolsas, ya repletas de por sí con las cosas que traíamos, se llenaban aún más y escurrían sus jugos y sus olores. Y llegábamos a Mérida, que yo veía tan grande, y leía todos los letreros de las calles, porque en esa época empezaba a leer, y me llamaban la atención los alambres de luz y el sonido de las llantas del taxi sobre el adoquín, y me daba cuenta de que ya no hablaba como mi familia que nos estaba esperando y entendía lo bonito que sentía mi mamá cuando llegaba a vernos.

Un día ya no volvimos mi hermano y yo al pueblo. Teníamos que quedarnos a estudiar en la ciudad. Pero pasábamos nuestras vacaciones con mi mamá; entonces íbamos a verla sus cuatro hijos. Nos esperaba con música, cohetes, comida, fiesta, y pasábamos los veranos más bonitos y llenos de mariposas de colores que ella nos podía regalar. La recuerdo con su pantalón vaquero, con las orillas dobladas hacia arriba, compitiendo en las llamadas carreras argentinas. Era la única mujer que participaba en los concursos; cuántas cintas de colores la vimos desprender desde el caballo que rápidamente pasaba debajo de la soga donde éstas estaban amarradas. Después, con gusto nos las ofrecía. Y hablando de gustos, un día en un viaje probó el sabor del vino tinto y le agradó. Cada vez que brindaba con nosotros sus cuatro hijos nos miraba a los ojos y con la copa levantada nos decía "por el gusto de haberlos conocido".

Después de las vacaciones volvíamos a Mérida, en donde mi mamá no era más que un recuerdo, una visita, casi una aparición. A las fiestas no faltaba, a los velorios tampoco. En unas y en otros tenía la mejor ocurrencia. La misma facilidad de reír la tenía para llorar. El día que velamos a mi abuelita, mi mamá estaba en la cocina conversando, riendo, atendiendo alegremente a los invitados. Cuando le dijeron que iban a tomar una película del funeral, en seguida se puso junto a la caja y empezó a llorar. Lo hizo con tantas ganas y sentimiento que nadie pudo consolarla.

Yo no estaba allí cuando murió su papá. El velorio de tu abuelo estuvo buenísimo –me dijo en su carta. Toda la familia me acompañó, tus hermanos, tus tíos, tus primos. Esa noche los muchachos jugaron a las escondidas. Se metían en las cajas de la funeraria; hasta tu abuelito, si hubiera estado vivo, se habría divertido. Al otro día era martes de carnaval. Tuvimos que meternos en algunas calles del paseo, y éste, que era el último, duró todo el día como siempre. El cortejo funeral formó parte del paseo, nada menos que el día de la batalla campal –imagínate. Hasta a mí se me olvidó que llevábamos a sepultar a mi papá. Encontré gente conocida y la saludaba. Alguien me preguntó: "Sara, ¿cómo sigue tu papá", y yo le contesté: "muy bien, gracias, aquí va con nosotros". Y así era, sólo que dentro de la carroza, la única que he visto en mi vida adornada con confetti y serpentina. Y tan serio que era mi papá. Pobre.

–Pero, mamá, pareces una niña grande, sin sentido de la realidad (aunque muchas veces creo que lo tiene más que nadie). Antes de conocerte, mis amigos nunca se imaginan que eres así, como aquellos que fueron a verte y querían grabar tu voz, tus ocurrencias. Y tú no pudiste hablar, hasta que les dijiste: "con su perdón, quítenme esa chingadera de enfrente, por favor, y éntrenle a la cerveza y a la comida". Cuando vi de nuevo a mis amigos, me dijeron que tú sí sabías vivir, que ésa era tu sabiduría.

–¡Ay mamá!, a mi hermana la casaste a los catorce años, cuando la viste con su primer novio y temiste que les fuera a dar un susto. ¡Qué diría la gente! La casaste y, con todo y hierbas que le daba su suegra, no pudo embarazarse sino hasta los dieciocho años, poco antes de que la divorciaras. A Brenda, tu hermanita, la casaste a los quince. Y a Berthita, tu damita de compañía o secretaria, como le llamabas, la casaste también a los catorce. Qué recuerdos tendré de ti, mamá, y qué pensarás tú de mí, que ni me visto como tú, ni me río como tú y que tampoco pudiste casarme a los catorce, ni a los quince, ni me casé a los cien años.

Llego a casa por la noche. Me acerco al altarcito que mis amigos, con sus flores y angelitos, mantienen desde hace un año, porque hace un año exactamente las puertas de la gloria –abiertas siempre en sábado, como tú decías– se abrieron de par en par y con júbilo te recibieron. Prendo una veladora, sirvo un poco de vino tinto en las dos copitas de Tlaquepaque; una para ti, la otra para mí. Veo tu foto y no se me ocurre más que decir: "Mam, por el gusto de haberte conocido."