La Jornada Semanal,   domingo 23 de mayo  de 2004        núm. 481
 

Natalia Núñez

Cárceles

Ilustración de Gabriela Podestá


Pleno sol, suena la sirena, terminó el recreo.

La piel húmeda brilla intensamente bajo los rayos del mediodía, las gotas buscan caer, rodean las curvas, encallan en el broche del sostén de Alba. Sus ojos profundos, de negrura costeña, escrutan sigilosamente el patio de los varones: con un gesto rápido limpia el sudor de su frente y le sirve de excusa para matizar el fulgor rajante que la ciega. Camina lento, con vagancia intencionada, vaivén irresuelto y rítmico quiebre de caderas. La celadora la apura, Alba sonríe para sí, con ironía, y se detiene desafiante, la mira fijo un intervalo que basta para que la otra baje la guardia y apure a las demás, no a ella, no ahora, no hoy. Está arreglado.

Alba enciende un cigarrillo, bocanada expectante y amarga en la boca seca, hálito ansioso, exhalación impertinente que rasga el aire y amordaza la sirena, que enmudece. Mientras escucha el siseo eléctrico del silencio, mira nuevamente hacia la zona de los hombres. Comienza a impacientarse, pero escucha los pasos sobre la gravilla. De un solo movimiento, haciendo palanca con el pulgar avienta el cigarrillo lejos. Desabrocha un botón más de su blusa y el encaje violeta del sostén disiente de su tez morena. Observa al hombre de arriba abajo, recorre su abdomen desnudo, el ombligo profundo, los músculos definidos; extiende la mano hacia él, pasa los pequeños dedos a través del tejido metálico y los deja transitar, incitantes, por el borde del pantalón. Lo atrae hacia ella tirando levemente del cinto. Le indica con un susurro que vaya hacia los bebederos; allí la malla está rota y el alero provee cierto anonimato.

Alba se apoya contra el muro impregnado aún del frescor de las lluvias, pero que ya no logra mitigar el calor. Él se acerca, respira sobre su aliento, le acaricia las piernas por debajo de la falda, encuentra las nalgas y aprieta con fuerza. La levanta un poco del suelo, embona sus caderas con las de ella y engancha una pierna en la cintura apoderándose del desenfado de los muslos femeninos. La besa. Las lenguas no se reconocen, se enredan: Alba ofrece las comisuras, el cuello y el sabor salado de su piel violenta, el pecho y los pezones detenidos apenas por una frontera satinada, que se endurecen: los acaricia, los junta, los convida al hombre que los muerde, los lame, los succiona, hambriento de infinitud, de humanidad y ferocidad, de consuelo. Él se abre los pantalones y libera el miembro firme. Irrumpe con fuerza, bruscamente, y Alba detiene en la garganta un grito de dolor manchado de placer, mientras él embiste una y otra vez hasta encontrar el compás de su apetencia, la saeta que lo llevará lejos de allí. Alba quiere detenerlo, siente que se desgarra por dentro, y el solo gesto basta para que el hombre arremeta con más violencia, apresándola contra el muro, lastimando su piel y presionando su garganta con el antebrazo hasta casi asfixiarla. El hombre ya no escucha, están él y su sexo hinchado, palpitante, vehemente.

Los espasmos le dicen a Alba que todo está por terminar, que viene la eyaculación. El clamor del orgasmo solitario no encuentra eco ni en el llanto ni en la sangre mezclada con semen que escurre por su entrepierna; siente el peso muerto del hombre satisfecho.

Se separan. Arde. Arde la piel también. Él mira los ojos despechados y una sonrisa imperiosa escapa de su rostro nítido. Se sube los pantalones y los ajusta. Saca del bolsillo un pequeño paquete, los ojos de Alba recobran luz; se incorpora a medias pero él arroja el bulto con indolente desprecio y se marcha.

Toma el paquete ansiosa. Está todo, lo convenido. Camina hacia el recinto dormitorio apresurada, sudorosa, con un nudo en la garganta. Los patios están vacíos pero el custodio está en la torreta. Ella no sabe a ciencia cierta si vio algo y piensa en el pudor, en la vergüenza, sustantivos inoportunos, extraños, ajenos... La celadora sale a su encuentro de pronto, tiende la mano con soberbia, exige su parte y un poco más; fanfarrona, inclusive sádica, se parapeta en la cúpula insignificante de su poder anodino, nimio, y arrea, trofeo en mano, a la reclusa puta hacia el encierro helado del presidio.

En el dormitorio, Alba saca la cucharilla, el encendedor, la jeringa; prepara la pasta. En su brazo ya no quedan venas sanas, así que hace el torniquete en el tobillo izquierdo. La vena turgente se anuncia. Clava la aguja. Inyecta.

Ya no hay sol, ni celadora ni patio de varones, no hay dolor, sólo inapetencia, serenidad, paz.