La Jornada Semanal,   domingo 23 de mayo  de 2004        núm. 481

Xóchitl o los

hombres inoportunos

Guadalupe Lizárraga

Ilustración de Cintia Bolio

Desde los doce años, Xóchitl se había familiarizado con la lascivia masculina. El anciano que la cuidaba desde que quedara huérfana la había inducido en las prácticas sexuales, como si se tratara de tareas domésticas. Paralítico a causa de un reumatismo fulminante en sus rodillas, toqueteaba la vulva de la púber, introduciéndole su índice huesudo. Al principio ella sentía repugnancia, pero poco a poco fue acostumbrándose por los regalos que el viejo le conseguía con los pescadores. 

Xóchitl cumplía los trece años cuando el viejo murió misteriosamente ahogado en un pantano. Nadie reclamó el cadáver y en la isla no se preocuparon en lo más mínimo del asunto. Con el tiempo, ella aprendió a incrementar el valor de sus voluptuosas formas de mulata y, con habilidad, mercadeaba caricias por pendientes, vestidos y todo aquello que cumpliera sus deseos. En el pueblo consideraban su presencia necesaria como la de cualquier oficio, y la respetaban a pesar de que no eran pocas las mujeres que le reñían cuando se escapaban sus maridos. 

Chuc y Lucio ahora recurrían a ella con una encomienda específica. Se trataba de la seguridad de la isla y necesitaban su ayuda. Explicaron que sería una estratagema para calmar a unos revoltosos que habían llegado del centro del mar. Ambos se mantendrían vigilando de cerca y ella no correría peligro. Algunos isleños recogerían víveres y los depositarían en el cuarto de su casa, donde acostumbraba recibir a sus clientes; los forasteros, una vez que tuvieran los víveres, emprenderían su camino de regreso. 

Los hombres del mar habían descendido entre risotadas, empujones y baraúnda. No tres ni cuatro. Muchos, tantos que la embarcación gigantesca recién atascada a la orilla, parecía empequeñecida. Para los pobladores de la isla, aquello era un signo de mal agüero. Una multitud de hombres solos venida desde el mar lejano no podía traer fortuna. Vestidos de harapos, malolientes, barbudos y desdentados, con sus piernas pesadas araron la playa hasta llegar al pueblo. Los isleños, recelosos, recogieron de prisa sus aperos y guardaron los costales de frutos. Las mujeres corrieron apresuradas para esconder a sus críos y con portazos cerraron sus cabañas. 

Sólo Chuc y Lucio salieron al encuentro. ¿De dónde han venido? No hay mucho qué ofrecerles en la isla, sólo algunas provisiones y agua. Los hombres se miraron unos a otros y risas estruendosas hicieron eco entre ellos. Un hombre regordete de cabello largo, amarrado con una correa en la nuca, se adelantó y empezó a hacer figuras en el aire, figuras de curvas alargadas. Los demás aplaudieron, gritaron y se abrazaron grotescamente. Otro empinaba su pulgar derecho hacia su boca abierta dejando ver huecos negros en su dentadura.

Chuc y Lucio comprendieron que deseaban mujeres y bebida. Intercambiaron miradas. La bebida, si bien no era abundante, por el momento podía apaciguarlos. Pero las mujeres... a sus mujeres debían protegerlas. Chuc agitó su mano en señal de que lo siguieran y los llevó a la salida del pueblo a una choza con hamacas y tapetes de palma. Allí acostumbraban descansar los isleños después de la pesca. Dos barricas llenas de pulque, hecho con cáscaras de fruta fermentada, fue el ofrecimiento de Chuc, mientras Lucio repartía las jícaras. El hombre regordete palmeó agradecido la espalda de Chuc y los otros se arremolinaron en torno a las barricas. Chuc hizo un ademán de que regresaría más tarde. Los hombres que lo alcanzaron a ver levantaron también su mano como para despedirlo y urgidos siguieron bebiendo.

Chuc habló con Lucio. Irían con Xóchitl, la flor del pueblo, como le decían a la joven dedicada a los placeres de la carne. Ella podría entretenerlos un rato mientras pensaban en algo más. Era evidente que esos hombres no eran de fiar. El plan era que se marcharan lo más rápido posible.

Xóchitl había escuchado con atención cada detalle descrito por las palabras de Chuc y aceptó convencida la relevancia de su persona en aquella encomienda. Definitivamente necesaria. Sus mejillas subieron de tono y un ligero sudor bañó su frente. Los miró de fijo y, con voz grave, enunció meticulosamente en qué consistiría su participación. Bailaría la danza del fuego y para eso tendrían que llamar a Xie, el tamborilero. Al terminar el baile, trataría de sacarles todo lo que llevaran encima, pero solamente entregaría a la isla una tercera parte. Lo demás, sin discusión, sería para ella. Después, los incitaría a seguir bebiendo hasta que no pudieran mantenerse en pie. Antes, elegiría a un hombre y se internaría con él en la selva, cerca del pantano; no la fueran a obligar a faenas tumultuosas. Así los hombres creerían que cada uno tendría su turno y podrían ganarles tiempo. Por último, había que avisarles a los isleños que estuviesen preparados. Si esos hombres se descontrolaban, los isleños intervendrían. A fin de cuentas, los hombres de mar serían torpes para pelear en tierra firme: estaban cansados, enfermos y borrachos.

Chuc y Lucio apreciaron su valentía. Se dieron un abrazo y decidieron emprender la marcha. Pasaron por Xie y se encaminaron hacia la choza. Chuc se quedó con ellos y Lucio desapareció de inmediato para avisar al resto de la isla. 

Los hombres, al verlos llegar, se transformaron en una masa alborotada y enfocaron su mirada en Xóchitl. Xie se puso en cuclillas con su bongó y un sonido hueco acalló el alboroto. El revoloteo de sus palmas desprendía un ritmo sensual. Ella empezó a contonear sus caderas y a mover sus brazos como aleteo exótico. Los hombres volvieron al alboroto. Ahora con los ojos desorbitados y el pulque escurriéndoles por la comisura de sus bocas, enloquecían con gritos y ademanes emulando un coito. No había uno que no quisiera lamer esa piel morena y sudorosa meneándose entre las hamacas. Se contoneaban y palpaban sus propios cuerpos como si fuese el de ella, frotándose las entrepiernas. Ansiosos, le acercaban toda clase de objetos brillantes que colgaban de sus cuellos encostrados; piedras preciosas, amuletos. Ella tomaba lo que le placía y ofrecía alguno de sus senos desnudos en recompensa. 

El alcohol los empezó a diezmar. Fueron cayendo embrutecidos, uno tras otro, como por la peste. Al terminar la danza, Xóchitl eligió a uno con la camisa abierta hasta el cinturón y un crucifijo de oro colgando al cuello. La mano femenina jaló del crucifijo y el cuerpo firme respondió como un muñeco de trapo, tras ella. Los que aún quedaban despiertos se deshicieron en bullas y decepcionados terminaron por tumbarse en el suelo. En ese momento Xóchitl hizo un guiño a Chuc y a Lucio para que no la siguieran. Se sentía en confianza con ese hombre, su mirada era distinta a los otros y ella sabía de miradas masculinas.

La mañana siguiente, Chuc y Lucio corrieron azorados a la casa de Xóchitl. Ella, todavía adormilada, abrió la puerta. 

–¿Por qué tan temprano? –farfulló–. No voy a regresar con esos orangutanes. Tengo que descansar y por la noche, ya veremos. 

–Los hombres te están buscando y tienes que esconderte –respondió apresurado Chuc. 

–¡Por mí que se vayan al diablo! –dijo Xóchitl molesta. 

Lucio explicó los detalles. Encontraron al hombre con el que se había marchado la noche anterior con el cuello cortado casi por la mitad, cerca del pantano. Todos estaban furiosos. Además les habían robado sus pertenencias mientras dormían y creían que ella era la culpable. La querían despedazar como perros. Tenía que esconderse en algún sitio. Xóchitl los miró con el rostro relajado. Sonrió y les pidió que entraran. 

–¿Es todo lo que pueden pensar? –preguntó sentándose a la mesa–. Los forasteros me importan menos que un comino y no voy a hacer caso a una manada de locos. Lástima que hayan matado a ese hombre, porque era buen amante. 

–Tienes que esconderte –insistió Lucio–, esos hombres son peligrosos. 

–No voy a esconderme. Los hombres se acobardan ante una mujer como yo, y esas ratas no serán la excepción. Yo ya cumplí mi parte. Ahora es el turno de los isleños. 

La discusión no pudo prolongarse. Escucharon que los hombres de mar habían prendido fuego a una cabaña y se disponían a incendiar otra. Xóchitl salió presurosa de su casa. Chuc y Lucio la siguieron, sin titubear. Los hombres, al verla, se detuvieron en seco. Ella les gritó en su lengua. Y ellos, con los rostros enardecidos y abotagados por el alcohol, se miraron unos a otros. No entendían nada, pero ella no dejaba de hablarles con vigor. Entretanto, los hombres de la isla se acercaban con sus aperos en mano y los rodeaban, amenazantes. Los hombres de mar se fueron juntando entre sí, hasta formar una masa minúscula de cuerpos. Retrocedían y Xóchitl avanzaba, escoltada por los isleños. Fueron obligándolos a caminar hacia la orilla de la playa, cerca de la embarcación. Los hombres de mar, temerosos, levantaron sus brazos para mostrar que no tenían con qué defenderse. Los isleños, sin reparar en lo que intentaban decir, los amagaron con sus herramientas para que subieran a la embarcación. 

Fue cuando uno de ellos cayó de rodillas y, entre sollozos infantiles, pronunció algunas frases. Los rostros asustados se transformaron nuevamente en ira. Sus cuerpos, recobrando una fuerza extraordinaria, se volcaron repentinamente hacia él y lo tundieron a puntapiés. El hombre finalmente quedó inerte, desangrado.

Los isleños, al ver aquel cuerpo sin vida, bajaron sus herramientas y se retiraron en silencio. Los hombres de mar subieron a la embarcación, aún con la furia en la cara. Chuc llamó al último de ellos que se había rezagado contemplando el cadáver. Le hizo la seña de que esperara a cargar unas provisiones. Los demás ya habían subido al barco y él solo esperó, mirando en la arena las figuras dibujadas con la punta de su bota manchada de sangre.

Lucio y otros isleños siguieron a Chuc y a Xóchitl para recoger las provisiones. Una vez en su casa, ella se recostó en la hamaca y se sumió en un profundo sueño. Chuc entró al cuarto y fue sacando los bultos. En el último bulto divisó un brillo en el suelo. Era una cuchilla de plata pura entintada con sangre aún fresca. La levantó y la guardó entre sus ropas. Salió cargando el bulto y, en silencio, se dirigió hacia la embarcación. Lucio y los isleños sólo lo siguieron.