La Jornada Semanal,   domingo 23 de mayo  de 2004        núm. 481
Despedida a Gastón
García Cantú

Marco Antonio Campos

Era principios de 1986. El entonces coordinador de Difusión Cultural de la UNAM Fernando Curiel me designó director de Literatura. Hablamos del proyecto editorial. Me sugirió pedirle un libro a Gastón García Cantú. Telefoneé a Gastón. Nos citamos para desayunar en el Sanborns de Perisur, lugar donde lo vería muy a menudo desde entonces. Le propuse el libro, y luego de darle vueltas algún tiempo, decidió reunir todo lo que había escrito sobre la Universidad. El resultado es el extraordinario tomo Los años críticos. En 1988 Joaquín Mortiz publicaría una larga entrevista que le hice donde sintetiza la vida de la UNAM en un breve volumen (Historia en voz alta: la Universidad). Quizá nadie en el siglo xx como García Cantú analizó con tanta lucidez la Universidad en general y defendió tan ferozmente su idea histórica y sus valores esenciales.

La UNAM fue su verdadera casa. Basta recordar su conducta en el movimiento estudiantil de 1968 (era el brazo derecho de Javier Barros Sierra); su defensa en 1972 de la rectoría de Pablo González Casanova, pese a las grandes diferencias personales, frente a los embates del ex presidente Luis Echeverría y del Partido Comunista Mexicano (González Casanova ha sido nuestro único rector de izquierda expulsado por la izquierda); sus textos periodísticos contra las embestidas del sindicalismo universitario en los años setenta, estimuladas por el entonces Partido Comunista Mexicano, y sus artículos de 1986 y 1987 ante las irrupciones del CEU y a favor de las reformas del rector Carpizo. No está de más recordar que el CEU era encabezado, entre otros, por Carlos Ímaz, sujeto ahora a proceso jurídico por corrupción, y el movimiento era apoyado por la sindicalista Rosario Robles, que contribuyó grandemente a dejar al PRD casi en la ruina política y moral. Ambos en ese entonces se erigían como fiscales de la moralidad. Como a todo intento de reforma en las Universidades de Occidente viene de inmediato desde hace lustros una contrarreforma, se perdió a fines de los ochenta la oportunidad de cambiar a la Universidad. Defender los valores fundamentales de la Universidad contra su utilización con fines políticos en distintos momentos del partido comunista, los perredistas, o en la última huelga, de los grupúsculos incrustados en el CNH, como hizo García Cantú, como hicieron buen número de gente de izquierda moderada, es ser expulsado de los paraísos de cierta izquierda mexicana mesiánica y autoritaria. A lo largo de las décadas la UNAM ha padecido estas minorías, que en su delirio, nos quieren redimir de prácticas tan peligrosas como la democracia, la pluralidad, la discusión abierta, la libertad de cátedra, todo eso en lo que creyó y defendió García Cantú. Escribimos en 1988 un párrafo en el prólogo a Historia en voz alta: la Universidad que repetiríamos ahora sobre las dos Universidades posibles: "Una y otra vez la historia se repite y una y otra vez se enfrentan principalmente, cuando hay grandes conflictos, dos posiciones de hecho inconciliables: los que buscan una Universidad que dé cabida a todas las ramas del saber y a todas las corrientes del pensamiento y cuyos fines esenciales sean enseñar y aprender bien, y los que imaginan que la Universidad es un campo de adiestramiento político o un brazo dependiente de los partidos políticos. El diálogo y la crítica esclarecedores, donde no está excluida la política, o el grito y la vociferación asambleístas y las batallas que sólo acaban en el aire. Uno es el mediodía lúcido de la Universidad; el otro su inevitable noche."

Pese a su gran orgullo, pocas cosas habría aceptado con más gusto García Cantú que un mínimo honor y un reconocimiento universitario. Era algo que, sin confesarlo abiertamente, le dolía y le entristecía profundamente. Pero salvo grandes excepciones, las autoridades universitarias a través de los lustros fueron incapaces, por ignorancia o mala fe, de reconocer sus méritos extraordinarios: como profesor, como formador de historiadores, como historiador de excepción, como autor de libros excepcionales sobre la Universidad, como periodista ferozmente lúcido... Aun ahora en la UNAM la respuesta ha sido casi un total silencio.

Tuvo grandes equivocaciones, pero muchos de los que lo critican o criticaron no escribieron o no han escrito libros a la altura de El pensamiento de la reacción mexicana (1964), El socialismo en México (1969) o Las invasiones norteamericanas en México (1971), que abrieron grandes puertas y ventanas para entender la historia mexicana, y que ningún estudioso de los temas puede eludir u omitir. Más: una perspectiva del movimiento del 1968 no sería conocida sin sus Conversaciones con Javier Barros Sierra (1972), donde el gran rector de la dignidad dio su versión de los hechos de aquel hermoso y terrible año de insurgencia estudiantil, en especial de su defensa de los jóvenes y sus diferencias con el ex presidente Díaz Ordaz. A García Cantú le gustaba mucho repetir lo que Barros Sierra decía en los años de su rectorado: "En materia de reelección soy maderista." De los rectores de la segunda mitad del siglo sólo Barros Sierra y Carpizo no buscaron la reelección. Al hacerlo Carpizo recordó la lección de Barros Sierra.

Pese a la diferencia de edades, pese a las diferencias ideológicas (desde siempre he sido antipriísta), hubo entre García Cantú y yo una amistad entrañable. Desayunábamos o comíamos en el Sanborns de Perisur, en el Raffaelo, en restoranes de Tlalpan, en el Rioja. Él fue mi verdadero maestro de historia de México. Tenía una memoria milimétrica y su dicción era perfecta. Un ejemplo: cuando grabamos las charlas que derivaron en Historia en voz alta: la Universidad fue mínima la edición: prácticamente sólo tuve que pasarlas de la grabadora a la máquina de escribir. En las conversaciones Gastón jamás se rebajaba al chisme.

Nada le apasionaba más que el siglo XIX, en especial la guerra de Independencia y los años cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta de ese siglo (la invasión estadunidense, el regreso funesto de Santa Anna en 1853, el Congreso Constituyente, la Guerra de Reforma, la Intervención, la República Restaurada). Influido por Collingwood creyó más en una historia de ideas que de hechos. Por el fuego con el que describía las figuras representativas del XIX parecía hablar como si estuvieran vivos. Sus héroes fueron Juárez, Prieto, Altamirano, y más que nadie, Ignacio Ramírez, quien era, para decirlo con Emerson, su hombre representativo. Ramírez era el sabio, el gran iconoclasta, y aquel que, como ministro de Justicia, echó abajo el sistema jurídico colonial que persistía cuatro décadas después de la Independencia. Los mayores odios, los odios feroces de García Cantú, en cambio, se dirigían principalmente contra Iturbide, Santa Anna y Alamán, y después contra los Almonte, los Arrangoiz, los Gutiérrez Estrada, los Hidalgo y Esnaurrízar, a los que veía como los parásitos de una clase que quería revivir siglos de atraso y de oscuridad. No le daba ningún perdón a Maximiliano. Si habláramos de una historia de México virtual, tengo la impresión de que nada le hubiera hecho más feliz que haber sido ministro juarista en los años de la Intervención o de la República Restaurada. En ese sentido, fue nuestro último gran liberal. Nada más significativo a este respecto que decidiera que sus cenizas se esparcieran en los fuertes poblanos de Loreto y Guadalupe. Para él la derecha y la ultraderecha panistas actuales eran, con nuevos embozos, los herederos del pensamiento de Alamán. Disimuladamente se habían adecuado a la época: aquellos eran colonialistas, monárquicos e hispanófilos, los de ahora, demócratas por necesidad y proestadunidenses hasta la genuflexión. Del siglo xx admiró de los hombres de la Revolución a Madero y Carranza, a quienes citaba como modelos ardientes, y trató, admiró y quiso a Lázaro Cárdenas, Vicente Lombardo Toledano y Javier Barros Sierra. Fue un encendido nacionalista; si Unamuno tuvo lo que Unamuno mismo llamó, el dolor de España, García Cantú tuvo el dolor de México.

Sus últimos años fueron difíciles. Incapaz a lo largo de sus ochenta y seis años de allegarse un peso mal habido, vivía en casa de su hija, de cuya familia se expresaba con un cariño entrañable. Sus ingresos venían de una pequeña pensión, de las escasas regalías y de un programa de radio en imer y de otro en la ciudad de Puebla.

En los últimos años solíamos comer en el restorán Rioja con Rubén Bonifaz Nuño y Fernando Curiel, y se integraban a menudo Humberto Muñoz, Hernán Lara Zavala y Vicente Quirarte. Curiel y Lara Zavala ya han escrito recuerdos de estos encuentros. Llegaban también a nuestra mesa Hugo Gutiérrez Vega, Juan Bañuelos y Alí y Luis Chumacero. Hasta diciembre de 2003 lo veíamos muy bien. En enero lo empezamos a notar distraído. Contra lo que se pueda pensar leyéndolo, entre amigos era muy afable y sabía sonreír y reír con frescura. Luego de su muerte, cuando nos reunimos a la mesa, sentimos que nos hace falta y que por largo tiempo lo vamos a extrañar.