La Jornada Semanal,   domingo 23 de mayo  de 2004        núm. 481
 

Parábola
postmoderna

Rosa Beltrán

Ilustración de Maries Mendiola


 
 

Una mañana de verano del año en curso, tres personajes amanecieron con claros propósitos en mente. Ana Karenina pensaba arrojarse a las vías del tren, Dorian Grey había planeado vender su alma al diablo y Julian Sorel decidió alcanzar la cima del éxito. Pero los días difíciles no suelen anunciarse. Las cosas se complican sobre la marcha y se presentan de manera imprevista, una tras otra. Ana tuvo que recibir al gas, prepararle el desayuno al esposo y a los niños, revisar las tareas y llevarlos al colegio. Media cuadra después la asaltaron, tuvo que pedir dinero prestado, cambiar las chapas de su casa, volver al trabajo en taxi y enfrentar una jornada extenuante de su mal pagado empleo. Esa noche volvió tardísimo, muerta de agotamiento. No pudo llevar a cabo su plan; otra vez no tuvo tiempo.

Ese mismo día a las 7:45 a.m. en una sala de operaciones Dorian Grey preguntó al doctor: "¿Está seguro de que quedaré así, como estoy en el retrato?" "Igualito", respondió el cirujano plástico, y Dorian se entregó a un sueño anestésico. Dos horas más tarde despertó, la operación fue exitosa y no obstante, una enfermera le avisó al doctor que el paciente no había quedado contento. Que el rostro que le dejaron no es original, dice, sino una imitación en serie y por tanto, aunque no tenga arrugas, está envejecido de antemano... nació con un rostro viejo... 

Ese mismo día por la tarde Julian Sorel decidió cambiar de táctica. Ya no trata de escalar socialmente a través de Madame Renal para obtener el éxito. Ahora lee manuales de autoayuda y superación. "Recicle su religión", dice uno. "La diversidad religiosa se inventó para hallar a Dios una vez que Dios ha muerto."

Dos noches después, los personajes emblemáticos del xix se dan cita en su terapia de grupo. Su desgracia es que no pueden ser desgraciados. El mundo de hoy no admite el fracaso. ¿Cómo podrían ser protagonistas de una gran tragedia? El terapeuta sonríe, les explica: Se acabó el culto al self made man (y a la self made woman). Olvídense de heroísmos. Y de amor. Hoy lo importante es cuidar los términos. "Negociar" y "cortejar", por ejemplo. Hoy se negocia con el cónyuge y en cambio, se corteja a los superiores, para obtener un ascenso. En cuanto a la vida privada, ya no es un refugio. Ni la juventud, ni la amistad... Como pueden ver, hombres y mujeres se detestan. "No se trata de preferencias sexuales", interviene Dorian. "Es que... odio tenerlas cerca. No soporto que me llenen de mimos, que me halaguen todo el tiempo y me pregunten cómo hago para estar tan bien. Y cuando me piden el teléfono de mi cirujano para que les deje un rostro como el mío... cierro los ojos e imploro paciencia." "No es que quiera estar de su parte", dice el joven Sorel, "pero, ¿por qué viven tan crispadas? ¿Por qué creen que tienen que estar nerviosas todo el tiempo? Y por qué tienen que asestarnos su dosis de indignación por lo que les ha hecho la Historia, la maternidad, las hormonas... ¡Y sus exigencias sexuales! ¡Y su autocompasión!" "Y lo que han hecho con la ecología, ¡Dios santo! Han tapizado el planeta de objetos de plástico inútiles amados por su género." Ana se defiende agrediendo. Intimida y exige, y al final llora. ¿Se da cuenta el terapeuta cómo todo es un problema de género? Él le promete una técnica para responder a este tipo de ofensas que le asegurará una posición dominante en los puestos de poder y en los cocteles. Luego intentará eliminar su sentimiento de ansiedad, de culpa e inferioridad ante el adulterio. Pero esto no ocurre, y en cambio Dorian ve su espejo, Julian su reloj, Ana bosteza. Suena un timbre. ¿Quién se acuerda del motivo de la discusión? ¿A quién le importa? La sesión termina, catarsis cumplida y nos vemos la semana que entra. 

El timbre sigue sonando, se mete en el sueño y una mano se extiende y, por fin, lo apaga. El lector agradece haberse despertado a tiempo, así podrá leer una hora antes de irse al trabajo. Poco a poco, va ingresando al mejor de los mundos posibles. Ése donde aún importa que alguien acabe sus días debajo de un tren, o extravíe el alma, o se entregue al cinismo y la desaprobación moral, y esto lo conmueva.