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México D.F. Sábado 22 de mayo de 2004

Ilán Semo

El Congreso imaginario

Las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Congreso han llegado a un punto estrictamente muerto. Desde septiembre de 2003, una vez que se instauró la nueva legislatura, las iniciativas provenientes de Los Pinos fueron invariablemente rechazadas por los votos que suman las bancadas del PRI y del PRD. En San Lázaro, la geografía de esta suma se halla suficientemente dividida como para impedir que alguna de las fuerzas que la componen sea capaz de fraguar consensos mínimamente estables. Los efectos de esta parálisis han ido erosionando la legitimidad de ambas instituciones y alejando de la vida pública ese horizonte donde la democracia podría demostrarse como un sinónimo de eficacia gubernamental.

En principio, el espectáculo es precisamente el contrario: una arena coliseo dominada por los reproches mutuos, la recriminación y la animadversión. Se compite o se contiende no para demostrar la capacidad de entretejer consensos, sino para mostrar quién es el más hábil, el más pillo, el más contundente a la hora de la intransigencia.

Hay una primitiva razón que podría explicar el precario estado de nuestra vida parlamentaria: la peculiar forma en la que se inició (ša tres años de 2006!) la sucesión presidencial. Hoy resulta evidente que el rechazo de las reformas que componían la agenda del Poder Ejecutivo en 2003 tuvo poco o nada que ver con adhesiones ideológicas o demarcaciones programáticas, sobre todo en el caso del PRI. Finalmente se trataba de cambios que coronaban el giro que Carlos Salinas había iniciado una década antes. Lo que parece imponerse es un principio -por no decir una regla- en el que cada partido ve en la posibilidad de que su adversario logre reunir un consenso mayoritario una manera de ganar puntos y credibilidad en la tortuosa carrera hacia el 2006. Lo que toca entonces es tratar de impedir a toda costa que la iniciativa proceda. Lo mismo da si se trata de una reforma fiscal, una inverosímil medalla al mérito agropecuario o cambios que quieren acotar la glotonería presupuestal de los partidos políticos. Si la Presidencia especula todavía con pasar alguna de las partes de su agenda por las ciénagas del Congreso, lo peor es dejar que las promuevan los secretarios que aspiran a la Presidencia. El simple hecho de que Santiago Creel intente promover una reforma política o Felipe Calderón una reforma energética las condena de antemano a una muerte anunciada. Así se explica también la campaña -no hay otra manera de llamarla- del Poder Ejecutivo (aquí sí en bloque) contra el Gobierno del Distrito Federal y muchas de las escisiones que siguen desgranando al PRI en la mayoría de los estados del país.

La intensa confrontación (que por temprana hoy fragmenta a sectores enteros del Estado) sería acaso comprensible si se limitara a los seis meses previos a la elección presidencial. Pero es difícil imaginar un régimen que dedique la mitad de su periodo a enfrascarse en los conflictos que anteceden a su momento crucial y aspire a cierta eficacia gubernamental.

El proceso de polarización parece ya irreversible. La pregunta no es si puede o no posponerse. Reformas futuras, como exigir a los candidatos que se postulen dos años antes, podrían atenuar este ciclo voraz. El problema reside acaso en cómo acotarlo para que no erosione esferas sustanciales del Estado y de la economía. Aquí es donde la relación entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo adquiere cierta connotación.

El primer absurdo es llamar al diálogo ahí donde lo que se requiere es una relación de trabajo. A pesar de su debilidad, de su aislamiento, la Presidencia no puede renunciar a tomar directamente en sus manos las relaciones con el Congreso, en vez de delegarlas (como hasta ahora) en sus secretarios. Para un diputado o un senador promedio, la única realidad real es el presidente, incluso si se llama Vicente Fox. Tal vez si el reordenamiento organizativo de Los Pinos hubiera tenido entre sus cometidos la formación de espacios abiertos al Congreso se habrían evitado muchos conflictos. El trato en la política no lo es todo, pero es un comienzo.

El segundo absurdo es que las direcciones partidarias sustituyan las funciones del legislador. Las burocracias partidarias se han convertido en cotos corporativos, dedicados a disciplinar a sus legisladores y mantener en zozobra a ambos poderes. Si el legislador no cuenta con un espacio mínimo de soberanía, el Congreso tampoco contará con ella.

Ningún partido aceptaría hoy las reformas esenciales que requiere el Congreso para actualizar su estructura. La guerra por la sucesión ya comenzó. Pero tal vez regresar a la política con p minúscula allanaría caminos impredecibles.

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