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México D.F. Lunes 17 de mayo de 2004

Hermann Bellinghausen

Angel paracaidista

uponiendo que los ángeles caídos proceden de muy alto. Concediéndolo, por si las famosas dudas. ƑQué ven al aproximarse a este berengenal terráqueo donde viven hombres y mujeres que nunca caerán de cielo pues caídos están desde el principio? Un campo de nubes extenso, aborregado, de un blanco tan puro que parece sólido, metálico. Conforme el ángel desciende las nubes se opacan, húmedas y etéreas, e ingresa en la zona de turbulencia donde incuban los rayos y la lluvia. El (Ƒo la?) ángel, que las alturas han expulsado, se aproxima al mapa verde y café del planeta azul; como no ha tenido tiempo de elegir, aún desconoce qué idioma, qué lado de qué frontera, qué nombre propio le tocará en destino. Al caer el ángel pierde su condición de tal y adquiere un destino, como cualquier persona.

En medio de campos irregulares y brumosos, suma de distancia y pastizales, guiñan las primeras casas, arrojadas contra las laderas por una explosión de la que no quedan rastros, aunque no ocurrió hace tanto. Más que nuevos, los barrios son provisionales. Como la vida misma, valga la expresión. El suburbio es la maqueta de lo real.

Nuestro ángel desciende el último tramo en cámara lenta, como en paracaídas. Un vaho cálido le llena el rostro a punto de tocar el suelo y casi enseguida, sorpresiva pero instantánea, la Tierra recibe en seco sus flamantes huesos, el acordeón oportuno que le amortigua la recién adquirida carne. Rueda, pues el contacto con la superficie es recio. Lo resiste, lo absorbe con esa suavidad reservada a las panteras.

Siente las ondas expansivas de la inquietud, se incorpora y camina torpe hacia la primera casa a mano izquierda. Un hombre corta rosas con grandes pinzas de jardinero a dos metros del umbral. Decir casa es exagerar un poco. Se trata más bien de un tráiler sin carro que lo remolque, cual si hubiera decidido estacionarse allí varios años atrás.

El ángel caído conserva residuos de la magia originaria, domina las metamorfosis. El paracaídas se esfuma, su origen celeste se borra y parece que nomás venía pasando por allí. Un caserío hecho de traílares y camiones abandonados, vagones apropiados por la existencia doméstica con cercas, yedras y porches de entrada, baños completos, patios con escalones de piedra, palmas de ornato y un horno para asar a la intemperie.

El (Ƒla?) ángel encara al hombre de las rosas sin saber en qué lengua dirigirse a él. Lo mira intensamente, dándole tiempo para iniciar un saludo. El hombre, de rostro moreno, cabello negro y ensortijado, dice con acento centroamericano y cierta tristeza que va con su rostro:

-Son para el centro de la mesa, o para algún rincón, esta noche de fiesta. Ya llegarán los invitados, y el pretexto para hacerla.

El ángel toma la explicación no pedida como una invitación y se quedó hasta lo noche, bebió limonada, jugó dominó con los vecinos, que por cierto no hablaban en castellano ni tenían algún acento centroamericano. Eran otra onda, pero amables.

Para cuando reparó en el transcurso del tiempo, ya transcurría de lleno la fiesta. El hombre de las rosas reía, pese a su natural triste, con un joven de piocha negra y una gordita de aspecto oriental. Percibió en ellos una alerta común, la del exilado, la del ilegal. Miró en redondo. Con que eso eran los hombres y las mujeres de la especie humana. Bueno, había un perro que no molestaba; el gato había desertado de "su" mecedora ante la numerosa concurrencia.

A cada quien que miraba, el ángel lo leía de corrido, lo absorbía, como el golpe de su caída. No requería hablar ni presentarse para conocer casi obscenamente la sustancia de la gente. Creyó conocerlos de toda las vida, lo que en sentido estricto era cierto. ƑCómo inventariar el caos?

Un mujer de blusa blanca coleccionaba cicatrices. Le cruzaban el rostro, el cuello, la cintura que asomaba espasmódicamente bajo la blusa mientras bailaba sola a mitad de la sala. Sus tobillos desnudos parecían recién salidos de un cruel grillete. Sus brazos mostraban la marca de sus luchas con felinos y de haberse cortado las venas alguna vez. Tenía grandes los ojos y las orejas, la cabellera lacia y manos de masajista.

Sonaba música en el aire. Tipo cumbia. Voces superpuestas. Una mujer en el sofá ronroneaba desde su piel, más que oscura, oscurecida por efecto del sol. El exángel le leyó la mente, o sea la vida, en un parpadeo. De día modelaba desnuda para estudiantes en una academia de artes. De noche modelaba figuras de barro en su departamento, la cocina era su taller, y del horno sólo un guiso salía: figuras duras, de veinte, treinta, cuarenta centímetros, poseedoras de toda la hermosura que su egoísmo podía soportar. Estaba, y seguiría, sola.

Un hombre de aspecto vikingo y camisa hawaiana de flores exageradas, sonriente como la navaja de la luna, le puso en sus manos de ángel el primer vaso de vino que bebería como ser humano y apuró con lentitud la roja metáfora de la sangre en sus aprendices labios de paracaidista.

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