La Jornada Semanal,   domingo 9 de mayo  de 2004        núm. 479
 

De la novela

Agustín Yáñez

La novela es, entre todas las formas literarias, la que mejor capta la realidad, porque la jurisdicción y recursos del novelista son ilimitados:dispone lo mismo del diálogo, de la intensidad característica, del dinamismo concentrado, de todas las otras categorías de lo dramático, que de la quinta esencia expresiva de lo lírico, y aún se le permite incursionar por los campos del ensayo; narra y describe; sugiere significaciones o las agota; juega con el tiempo y el espacio sin leyes que se lo estorben; practica la unidad de acción mediante libérrimos principios encaminados a cerrar un mundo arquitectónico, plenamente autónomo; salta de la conciencia a la subconsciencia, de lo real a lo irreal, de lo posible a lo imposible, guiado por una lógica privativa; copia e inventa, compromete, contrapone, condena, encadena, libera, bien que al fin sea sólo intérprete y secuaz fiel de las criaturas que ha puesto en movimiento dentro de circunstancias inviolables.

En los tiempos modernos es el novelista quien cumple más directamente al función de vate, conferida de antiguo a los poetas, pues al captar la realidad en las mallas de la ficción, el novelista descubre los signos del futuro y adivina el destino de las sociedades en la cifra de algunos personajes y situaciones, con lo que la imaginación creadora fija el ser, el carácter y el devenir de los pueblos. Por esto el novelista es también constructor nacional. Para Francia lo son Stendhal y Balzac, Flaubert y Zola; para España, Cervantes y Galdós; para Rusia Dostoievski y Tolstoi: para Estados Unidos, Faulkner y Dos Pasos.

Menos que ninguna de las nobles artes, la novela no puede ser obra de inspiración momentánea; ni de casualidad feliz o improvisación audaz. El novelista no es narrador ameno de experiencias más o menos mezcladas con fantasías: tampoco, simple psicólogo, doctrinario ni apologista; en sí solos le son insuficientes los datos de la observación, por penetrante que se le suponga, y el caudal de sentimientos e ideas, aun cuando sean magníficos. Tarea de grandes síntesis, el arte del novelista se semeja al del arquitecto, el músico y el muralista unidos; pero todavía excede la problemática de la novela, con sus dobles dimensiones de tiempo y espacio, de dicción y realidad. Sí, la novela es como una catedral,como una sinfonía,como un extenso fresco; pero algo más: la vida misma recreada por el poder del artista, y una visión del cosmos encerrada en términos precisos, aquí y ahora: por eso las grandes novelas al mismo tiempo son universales y nacionales; limitadas en atmósferas muchas veces precarias por exceso de localismo,respiran aires de eternidad, en la medida en que cifran la vida humana valiéndose de personajes y situaciones con autenticidad imprescriptible.

Más que ninguna de las otras nobles artes, la novela es larga paciencia: requiere consagración absoluta en que se asocie la riqueza vital y el dominio del oficio, el sentido de la realidad y la intuición estética, el análisis de las cosas menudas y la soberana síntesis de la armonía. Notario y fotógrafo, el novelista es ante todo poeta: el máximo poeta de la realidad inmediata, con los riesgos peculiares de lo anecdótico, lo accidental y transitorio; poeta, sí, es decir: transformista de lo secundario en lo esencial: de lo miserable y feo, de lo repugnante y vulgar en lo inmarcesiblemente bello; transformista de lo natural en lo artístico, sin desfigurar los datos de la percepción, pero recreándolos en superior especie de realidad contra la que nada pueden los reveses del tiempo, las vicisitudes de los gustos ni las modas.

Creador de destinos, estados,opiniones y coyunturas,el novelista debe tener la pureza del santo y la malicia del protervo,l a sabiduría del entendido y la ignorancia del necio, el cálculo del comerciante y la generosidad del artista, el desencanto del viejo, la ilusión del joven, la ingenuidad del niño, la complejidad de la mujer y la fuerza del varón; sacerdote y forajido, médico y paciente, abogado y reo, director y hombre de la calle, la sensibilidad del novelista exige maleabilidad máxima y, sin embargo, tiene que ser hombre de una pieza, con estarle impuesta la más escrupulosa impasibilidad, que lo convierte en espectador oculto de sus propios manejos, hallándosele vedado el tomar partido, emitir opinión personal o hacer acto de presencia precisamente allí donde todo él está presente, y opina, y toma partido, y sentencia, y ejecuta.

¡Cuán larga paciencia!, ¡qué nutrida preparación y absoluta entrega exigen las voces que llaman es este oficio que tanto tiene de divino; cuánto el novelista es creador de universos; cuánto sale de sus manos un género de criaturas convocadas a la inmortalidad!. Soberbia y desaliento lo tientan y a la vez grandeza y miseria son las dimensiones en que se mueve. Lo sublime y lo ridículo estrechan sus pasos. Lo demasiado humano lo amenaza, tanto como la idealización desmesurada.  Las tesis y las antítesis le salen constantemente al encuentro. El idioma le ofrece vulgaridades y tropiezos. La vida se rebela a ser aprehendida. Los problemas del grupo a que pertenece rechazan la veste con que se trata de representarlos y el orden del arte que quiere imponerles. Ha de andar por el barro sin mancharse. Toca las estrellas y no puede poseerlas. Encuentra el amor, forja las riquezas, descubre los placeres, para enajenarlos. A través de otros, no más que fantasmas, goza las aventuras que para sí desea, incapacitado de arrebatárselas. Demiurgo de paraísos, espejismos, ilusiones en suma, se paga con saber o proveer que su obra será más fuerte que la muerte, que la belleza de las mujeres que ha creado resistirá el oprobio de los años y las pasiones que ha encendido permanecerán inmutables, y los diagnósticos hechos por él se cumplirán, y los caminos que ha trazado se alcanzarán.

Cómo pensar que un pueblo plasme su compleja realidad y descubra los signos de su futuro en la novela, si la considera como trabajo marginal, de aficionados, en el sentido peyorativo del término. Pue- blos con esta despreocupación por sus hombres de letras quizá pudiesen conseguir la luz relampagueante de la lírica; pero no la vía láctea de la novela ni el teatro auténticos. Nuestra literatura vive de milagro, al azar, como la lotería; por eso es raquítica y desigual. Vocaciones poderosas no faltan; pero se malogran. Cuando apunta una estrella pronto se apaga, cuando parece que a la gran pintura de México seguirá el gran teatro, la novela en grande, la lírica definitiva, desvanécense las esperanzas, los buenos augurios.Condiciones iguales a las que hicieron posible nuestra indiscutible grandeza plástica universalmente consagrada, existen para el advenimiento de novelistas equivalentes a los maestros de la pintura mexicana moderna; la temática, las urgencias y solicitaciones de la vida nacional son materia común del arte; pero los estímulos y el ambiente de trabajo son diversos; en tanto unos pudieron entregarse por completo a su obra de creación y viven por ella y para ella los otros han de trabajar en los espacios que les dejan libres las exigencias perentorias de su ocupación principal. El arte, para ellos, es la casa chica. Ni pueden objetarse casos de excepción en cuanto a obras sobresalientes. El panorama general es lo que cuenta.

La edad de hierro,la etapa heroica,que siguen viviendo las letras mexicanas debe tocar a su fin. Como la del músico, la del pintor, la del arquitecto, la principal actividad del escritor debe ser escribir; por ella y para ella debe vivir.