La Jornada Semanal,   domingo 9 de mayo  de 2004        núm. 479
Agustín Yáñez, maestro
Rubén Bonifaz Nuño

“Pueblo de mujeres enlutadas. Aquí, allá, en la noche al trajín del amanecer, en todo el santo río de la mañana, bajo la lumbre del sol alto, a las luces de la tarde –fuertes, claras desvaídas, agónicas–; viejecitas, mujeres maduras, muchachas de lozanía, párvulas; en los atrios de iglesias, en la soledad callejera, en los interiores de tiendas y de algunas casas –cuán pocas– furtivamente abiertas.”

Una sola fue su pasión, la tiránica exigencia de su sensibilidad y su inteligencia sobre el cabal conjunto de su persona de hombre; el amor a México, el amoroso conocimiento de México desde sus semillas más recónditas en las cuales se finca la posibilidad de realización de sus intenciones, la adecuación íntegra a su inevitable misión en la terrible unidad del mundo.

Conocidas sus raíces, sus voluntades y su destino, esa pasión única lo llevó de continuo a interpretarlo, a hacer generales sus interpretaciones por medio de la comunicación. Y eligió las palabras como el medio supremo de comunicar.

Identificado con México por su consciente amor de México, aquel hombre grande y reflexivo llevó a las palabras de todos sus reflexiones solitarias, en el perpetuo y heroico esfuerzo de servicio a los altos valores de la cultura, que él sabía que eran los únicos capaces de conquistar el verdadero crecimiento de la patria.

Y supo también que el mejor camino para transmitir en palabras esos mismos valores era el del magisterio, el de la formación del hombre, el que pone por encima de todo al ser humano concreto.

Así, su vocación de maestro abarcó y dio sentido a su pasión por México; y fue maestro en cuantas actividades colmaron su existencia: maestro en el desempeño de las funciones públicas; maestro en el trabajo de la literatura, el cuento, el discurso,el ensayo, la novela; maestro en la actividad editorial; maestro en el máximamente humilde ejercicio de la cátedra frente a las perspicaces interrogaciones de un grupo de coincidencias, en las cuales depositó durante años sin tregua su misma necesidad de conocer y amar a México en su individualidad más precisa, con el fin de alcanzar pormedio de ella la más acabada universalidad.

Antes de cumplir los diecinueve años, ya lo hacía en la Escuela Normal para señoritas, de Guadalajara; luego, en el Instituto de Nayarit; más tarde, titulado ya como abogado, en la Escuela Nacional Preparatoria, en el Colegio de la Paz, en la Secretaría de Educación Pública, en la Universidad Gabino Barreda, en la Universidad Femenina, en la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde fundó la cátedra de Teoría Literaria,en el Seminario de Cultura Mexicana, en El Colegio Nacional.

Esta sola enumeración hace ver sin posible duda cómo el ejercicio de la enseñanza sirvió de sustento a todas sus otras actividades, y las alumbró desde la más entrañable profundidad con sus lámparas inagotables.

Para él, así, la tarea de educador fue una tarea plena y sin soluciones de continuidad, poderosa a otorgarle la cabal consumación de su existencia, en su perfección. 

Y el hombre de las reflexiones solitarias encontró de este modo la más entera y solidaria compañía. Su espíritu y su pasión se ensancharon hasta límites vertiginosos al poblar las jóvenes conciencias con el fervor, las intenciones de acción, el entusiasmo, las inquietudes fundadas en el más robusto patriotismo; al sustentar esas conciencias con el ejemplode la conducta y la fuerza.

Sólo la educación, lo dijo y lo demostró muchas veces, tiene el poderde salvar a México, de darle la salud que tan angustiadamente pretende conseguir.

Muchas veces, como humanista que era, planteó la imagen del maestro como la del hombre óptimo, aquel que somete su propio interés al solidario de todos, y pensando más en lo que debe que en lo que se le debe, trabaja para construir una vida justificada por el cumplimiento de los requerimientos morales.

En relación con esta imagen, enunció algunas de las virtudes necesarias para consumarla: la probidad, como hábito y ejercicio de dignidad; la veracidad, que culmina en el hombre cuando la vida y el pensamiento se corresponden de modo que llegan a constituir unidad; la lealtad, la constancia y la fortaleza; la tenacidad para hacer propios los propósitos de la comunidad; la com-prensión,como destreza para recibir y trasmitir íntegramente los mandatos colectivos a favor del interés general; la prudencia, como arma contra la insatisfacción, la intranquilidad, la inseguridad y la irritabilidad; el espíritu de cooperación y de servicio, como herramienta para hacer posibles y fecundas las relacionescon los otros y ser útil socialmente; el sentido de coordinación, que impide el deseo de predominio, de hacer proselitismo personal, de lograr personales privanzas, con lo cual se suprime de golpe y por principio toda oportunidad de a n t a g o n i s m o s ; la eficiencia, como cabal y estricto cumplimiento de las atribuciones recibidas, como actividad cuya disminución no puede consentirse.
Todos cuantos lo conocimos en la vida, en la amistad, en la perpetua lección, sabemos hasta qué punto tales virtudes fueron suyas, y cómo las aplicó a conciencia con la buena fe y la buena voluntad, el respeto y la generosa ayuda, la renuncia a lo que no fuera encaminado a los sumos intereses de la perfección de la patria; cómo las aplicó valiéndose de las facultades invencibles que le daban otras virtudes en él fundamentales como la serenidad y la certeza en el cumplimiento de la esperanza, y la fe conocedora, y la consideración de que los demás habían de serle tan dignos de amor como él mismo lo era para sí.

Puedo recordarlo ahora, gigantesco tras el escritorio de la sala de clases, ante el conquistado conjuntod e los discípulos.

Recuerdo su cuerpo enorme y tranquilo, su poderosa cabeza, las llamas de las ideas que aparecían por entre las opacidades de su voz, y la maravilla que compartía con mis compañeros al sentir que esa presencia, que esas llamas iban abriendo en nosotros los amplios caminos de lo porvenir; que nuestras más secretas inclinaciones se iban descubriendo para nosotros como por orden suya, y sentíamos que eran buenas y que podrían crecer y ser útiles a los demás, y que con serlo llegarían a hacernos mejores; que el esfuerzo riguroso y continuo de que él era ejemplo, haría que en nosotros pudieran cumplirse, como si fueran de todos, nuestros propios ideales.

Y recuerdo también la manera como, más tarde, comprendí que la lectura de sus escritos, sus libros, sus novelas, sus ensayos, sus cuentos, llevaban en su plenitud la facultad de despertarme esos mismos caminos,esas inclinaciones, ese esfuerzo; y las noticias de su acción y sus palabras en las tareas públicas, sostenidas por las virtudes que explicaban y daban florecimiento a su pasión por México, y los libros y las revistas que con trabajos de los demás él hizo aparecer, se revelaban también como frutos de su pasión y de su magisterio, y vivían todos en mí como sus viejas lecciones que nunca podrán envejecer.

Ese México que él quiso encaminara la perfección con su cuidado y amor por lo nacional y su disposición a la conciencia de lo universal, se aparece, por acción de su magisterio, como algo posible y acaso fatalmente realizable. Y las semillas las realizaciones de México, conocidas y amadas, se me vuelven comprensibles porque son fruto de la enseñanza del maestro. Y están vivas.

Y como el golpe de un hacha, se me mete en la cabeza el conocimientode que él, con su carne y sus huesos y sus nervios, y sus pensamientos y su sensibilidad y su sangre, está muerto. Que la maldita muerte apagó su voz, derrumbó su presencia de gigante. Que las flamas que alumbraban atrás de aquel corazón silencioso, dentro de aquella calavera que lo contuvo todo, han cesado en el absurdo sin resquicios.

El hombre de la única pasión, el probo, el veraz, el leal, el constante, el fuerte, el comprensivo, el sereno,e l eficiente, el humilde, el sapiente, el sensible, ha dejado de existir para sí mismo, en sí mismo, y sentimos que tales virtudes, portadoras de tanta capacidad de bien, se han menoscabado para siempre en el mundo, al consumirse esta armazón orgánica que era su necesario sustento y la posibilidad de su presencia.

Y el dolor hace que sintamos que la obra de un hombre, para quienes lo amamos, es infinitamente menos valiosa que ese hombre mismo; que la persistencia de aquella no compensa en manera alguna la pérdida de éste. Que precisamente por la inmensidadde la obra nos deja harto desconsuelo la memoria del desaparecidoque la consumó.

Y la conciencia de este valor del hombre individual y vivo como valor supremo del mundo, viene a ser la reiterada última lección del humanista Agustín Yáñez, del maestro sin sucesor. Empobrecidos sin remedio, carentes y míseros, habremos de vivir en adelante sin el amparo de este hombre único, de este ser que no hemos de ver nunca más, y cuya dimensión, ahora sólo desolado espacio vacío,fue siempre la grandeza.