Jornada Semanal,  domingo 2 de mayo  de 2004                núm. 478

Luis Tovar

GRINGOS FRIJOLEROS
(I DE II)

Aderezando escenas que se pretenden reflejo fiel y objetivo del espacio geográfico donde se desarrolla la acción, una voz en off brinda al espectador algunas cifras muy exactas acerca de secuestros. La voz pertenece a una niña de no más de diez años de edad, cuya seguridad está a cargo de un guardaespaldas que fracasa en su misión pues la pequeña es secuestrada. Menoscabado su honor profesional –pero también el ético porque la niña encarna para él todo aquello que guarde relación con las ideas de inocencia y pureza, e incluso también el honor personal porque de tanto cuidarla le ha cobrado afecto–, el guardaespaldas decide que primero muerto a permitir un estado de cosas así de anómalo, y que si nadie más puede o quiere hacer justicia no hay más remedio que obtenerla él mismo, sin ayuda de quienes están para eso. ¡Ah!, y en la lista de menoscabos anótese también el del honor nacional, ya se verá por qué.

Claramente perfilado el pseudogénero solo-contra-el-mundo, no resta sino presenciar de qué modo y manera el héroe se las arregla para salir necesariamente victorioso, aun cuando el triunfo implique su muerte física mas no, por supuesto, su extinción en el recuerdo agradecido, si bien doloroso, de la destinataria del acto heroico y con ella, cual debe de ser, el de quien como espectador es compelido a colocarse del lado de los buenos.

La película se llama Man on Fire, y hasta donde sé no tiene aún título en español. El protagonista es Denzel Washington. Estrenada recientemente en Estados Unidos, su país de origen, podría ser considerado uno más entre los innumerables filmes cuyo mayor logro –a saber si éste corre parejas con las intenciones– es ya no sólo el culto, sino el ensalzamiento fanatizado de la personalidad y las posibilidades cuasi divinas de un individuo bueno, colocado en una situación adversa, límite y, al mismo tiempo, ad hoc para el reiterado despliegue de sus encomiables atributos ya sean físicos, intelectuales o morales.

Dada su notable previsibilidad podría, digo, colgársele a Man on Fire una etiqueta que la arrumbe en el kilométrico y agrisado cerro de la obsesión hollywoodense por dibujar espectaculares pacotillas. Desde el punto de vista narrativo y genérico no se trata sino de la exposición puntual, casi cronométrica, de una escueta serie de axiomas sin los cuales los grandes estudios tendrían que vender más de la mitad de sus instalaciones y despedir a casi todos sus empleados. En Hollywood, debidamente pasadas por el cloro de las Buenas Conciencias y la difusión/promoción de valores morales ya desde hace mucho tiempo tácitos, abstractos, arbitrarios y dados por hecho, dichas máximas son: a) el héroe es valiente, honesto y su personalidad no exhibe fisuras; por tanto, es bueno en términos absolutos; b) está solo y, en el fondo, no necesita de nadie porque él puede solo, pues para eso y por eso es héroe; c) está dispuesto a canjear su vida –física, afectiva, etecé– por la consecución del acto heroico; y, como consecuencia de todo lo anterior, d) con tanta buenez, debe resultar imposible no identificarse con él.

LA LECCIÓN DE DISNEY

Un héroe más, en una cinematografía tan plagada como necesitada de ellos, resulta en mera mancha extra en un tigre cada vez menos elástico y más marrullero, más lleno de mañas y trucos. Extenuado por un apretón y otro y otro más, el modelo genérico del héroe a la Hollywood, hace mucho que dio muestras de tener insuficiente jugo para mitigar una ingente sed de heroísmos así sea ficticios, alimentada –no sin perversión, pues los propósitos de tal actitud nada tienen que ver con el entorno cinematográfico estrictamente hablando– sobre todo desde la esfera política, ya sea de manera tangencial, por mera (aunque no casual) coincidencia ideológica y de intereses, o bien obvia y directamente, como está documentado en casos específicos tipo Pearl Harbor, Héroe de guerra o Rescatando al soldado Ryan.
Si en algo son buenos los Estudios Disney, es en "tropicalizar" una ideología dominante. Sobreabundan los ejemplos: Aladdin, Hércules, Pocahontas, Lilo y Stich, La leyenda de El Dorado, Las locuras del emperador, más un largo etecé, son la puesta en escena del pensamiento estadunidense –si hay algo que pueda definirse así–, sobre un fondo llamémosle mundial, para no usar el recurrente vocablo "global", que me niego a usar así nomás a la ligera luego de enterarme que, según Henry Kissinger, "la globalización no es sino otra forma de denominar el papel dominante de Estados Unidos".

(Continuará.)