Jornada Semanal,  2  de mayo  de 2004         núm. 478

ANA GARCÍA BERGUA

MIRADA AL FRENTE

Provengo de la generación del brasier ausente, aquella que en los años setenta renegaba de cualquier atadura moral, sentimental o de nylon, y ahora que lo pienso, arriesgaba la vida bastante en las manifestaciones o en el camión. Así, cuando no tuve otro remedio que usar el brasier, pues ya se había impuesto a mi ser la ley de Newton, sentí que andaba con antifaz. El brasier es una de nuestras prendas más curiosas; para apreciar su verdadera naturaleza, basta con ver a los niños de la casa cuando se apoderan de uno en el armario de la madre: primero lo estudian como a un objeto extraterrestre, muertos de la risa, luego se lo enrollan al cuerpo y bailan con él o se lo ponen en la cabeza. Quizá les divierte tanto porque, de manera remota pero cierta, la ingeniería del brasier es pariente de la del columpio y el subibaja. Pues qué aparato el brasiere, un poco teatral con sus cortinajes, pendiente de sogas, contrapesos y tirantes: gracias a él, desde el "levanta y separa" hasta el engañoso Wonderbra de nuestros días, una puede armarse de tetas bizcas o esquizofrénicas como los ojos de los camaleones, o bien mantenerlas con la vista fija, para que miren siempre al frente sin voltear atrás, no se nos vayan a convertir en esculturas de sal, un poco con la idea de mantener el cuerpo en orden. De hecho, y eso contribuye a su carácter de teatro, siempre pesa sobre los brasieres la sospecha de estar haciendo trampa con un contenido alocado, que tiende a la dispersión: quizá lo aumentan para crear expectativas más bien filiales, quizá lo aplastan para que no asuste, quizá lo juntan para que se forme la raya en medio del pecho, a su modo formal. Quizá las tetas que simulan, al quitarlos, se deshacen como agua. Y tal vez el nerviosismo clásico de un hombre al desabrochar un brasiere (operación históricamente difícil, en la que participan dedos temblorosos o bien entrenados por conquistas sucesivas) corresponde a la emoción de no saber qué encontrará. Con que no le ladren o aparezcan dos televisiones, ha de pensar, todo irá bien.

El brasiere, en correspondencia con la idea maternal de que los pechos son bebestibles, tiene copas, en las que nadie bebe más que él mismo, lo cual lo acerca también a las alacenas. Según la Enciclopedia Británica lo inventó en París una costurera, Madame Cadolle, apenas por 1912, no hace todavía un siglo; sin embargo, por lo que he podido ver en internet, hay grandes discrepancias respecto a su autoría (parece que un señor Brassière se puso listo y lo patentó a su nombre). Independientemente de quien lo haya inventado, tiene carácter de solución salomónica, gracias a la cual las mujeres podemos saltar la cuerda hasta la vejez sin desequilibrarnos ni tener que usar aquellos corsés tan opresivos, a partir de la edad en que nos vemos obligadas a levantar unas partes, mientras vemos cómo caen en picada otras que no sospechábamos susceptibles de tanta gravedad. En los años cincuenta, las copas adquirieron una curiosa forma picuda, creación, por lo que se puede pensar, de un modisto paranoico y convencido de que abrazar a las mujeres podría ser mortal: el pecho de la dama se incrustaría en el del caballero y atravesaría su corazón como una daga maligna (por cierto, en uno de los cuentos de Francisco Tario aparece una negra peligrosísima, de pecho afilado e hiriente). Después se pusieron de moda los pechos explosivos al estilo de Raquel Welch, y pareciera que en aquella explosión liberadora el brasier salió volando y el mundo se deshizo de él, como les decía, si bien después retornó y ahora se usa de manera un poco burlona y paradójica como parte de la desnudez. En medio de la burla, además del brasier gigante como globo que inventó Woody Allen para contener a un pecho godzilesco en una de sus películas, hay un capítulo de la serie Seinfeld en que el papá de un personaje –un señor gordito, de los de pecho derretido–, inventa el brasier masculino, un brasier lleno de cintas, resortes y ligas, parecido a un suspensorio, convencido de que será un gran negocio. Ciertamente aquel brasiere es el menos sensual que he visto en mi vida. 

Pues qué prenda curiosa, de verdad, entre cosa sexy y parque infantil. Yo puedo entender a quienes los coleccionen, mujeres u hombres. Lo que se me hace un misterio, francamente, es que los franceses llamen al brasier soutien gorge, que es algo así como sujeta-gargantas.