La Jornada Semanal,   domingo 25 de abril  de 2004        núm. 477
 Alejandro Michelena

Dos décadas
de letras
uruguayas

Se han volcado ríos de tinta en relación a la balcanización cultural de América Latina. Y es una realidad que sabemos mucho más de la literatura española y anglosajona, que de aquellas que se producen en países más cercanos por vecindad y hermandad de origen. Como un aporte para conjurar ese mal ya endémico, puede ser útil hacer conocer en México –aunque sea de manera panorámica– cuál ha sido "el estado de las cosas" en la literatura uruguaya durante los años ochenta y noventa del siglo xx.

El primer lustro de los ochenta siguió la constante marcada en los años anteriores, en cuanto a la intensa publicación y presencia de la poesía en el medio cultural uruguayo. Fue el tiempo del claro desarrollo hacia la madurez expresiva de poetas de los setenta, como Elder Silva, Víctor Cunha y Rafael Courtoisie. Pero también atestiguó el surgimiento de dos autores muy distintos pero comparables por una estrategia de pausada y a la vez regular publicación de sus libros: Jorge Castro Vega, que se destacó al aparecer premiado en un concurso que fue paradigmático (el organizado por el diario El Día, la Embajada de España y Editorial Arca, en 1982), y que ha sabido decantar una voz caracterizada por un lirismo contenido en función de lo conceptual, con textos que aspiran a una expresión limpia, estructurada con minucia perfeccionista. Por su parte, Luis Pereira logra sus mejores momentos en la dimensión amatoria y erótica, evolucionando desde el coloquialismo hacia una perspectiva estética que podría vincularse a lo posmoderno.

Un número significativo de poetas giró en torno al Grupo Uno entre el ’82 y el ’87. Los nombres más destacados son: Gustavo Wojciechowki (Macachín), con un perfil deudor del encare dadaísta y un tono iconoclasta. Agamenón Castrillón, en quien cierto coloquialismo y preocupación social armonizan perfectamente con las búsquedas formales y lingüísticas. Héctor Bardanca, que desde la tendencia popularizante de sus primeros versos derivó hacia una textualidad de sistemático épater. Álvaro Ferola, que compartiendo el impulso y las búsquedas del grupo, asumió no obstante en su obra una enfática entonación social.

Dos narradores surgidos en el periodo son Julio Varela y Guillermo Álvarez Castro. Con varias obras publicadas –entre las que se destacan, en el caso del primero, Costumbres de Anita (premio en concurso y consecuente edición, por tae, en 1990), y en lo que hace al segundo Canción de Severino (premio y edición de la Feria del Libro y el Grabado, en 1985)– constituyen ejemplos de escritores dotados de oficio en camino de afianzamiento.

LAS ESCRITORAS

En cuanto a nuevos valores femeninos, dos narradoras atípicas se destacan. Ana Luisa Valdés, realizando casi toda su obra en Suecia, donde reside desde finales de los setenta; perfilándose –a través de volúmenes como El navegante (Trilce, 1993)– como una eficaz artífice de cuentos cortos de personal tonalidad fantástica, con un certero manejo de la alegoría y un buen uso de "anacronismos" en temas y giros del lenguaje. René Cabrera, por su parte, no ha dejado Montevideo en todos estos años, y ha dado a conocer lo suyo morosamente; sus relatos dejan traslucir una búsqueda existencial a través de personajes extraños, plasmados mediante un estilo carente de adornos y alejado de toda estridencia, tal como se puede comprobar en su volumen La vida color de rosa y otras fábulas (Ediciones de la Banda Oriental, 1993).

A fines de los ochenta hace su rutilante aparición Andrea Blanqué, quien luego de haber superado el intento de algún comentador cultural de constituirla en una suerte de "Juana postmoderna", desarrolló una voz intensa y propia, capaz de matices y sutilezas, primero en la poesía y más recientemente en los cuentos. La Sudestada (Planeta uruguaya, 2000), es su primera incursión en el género novelístico, lograda con cierta eficacia.

Silvia Guerra ha mostrado una obra calificada y persistente, mientras que Marisa Silva evidenció una especial capacidad para transmutar en materia literaria las pequeñeces cotidianas. Más recientemente han surgido otros nombres de real interés en lo poético, como los de Zabela de Tezanos, Mariella Nigro, Melissa Machado e Isabel de la Fuente.

Una buena narradora es Cecilia Ríos, responsable de relatos de firme estructura y original encare. Mientras que la obra de Ana Solari incursiona con audacia en el terreno de la fantasía y la ciencia ficción; el género ha sido muy frecuentado en la etapa que bosquejamos, pero sólo en los textos de esta autora adquiere madurez literaria.

LOS ESCRITORES

El caso de Luis Bravo ha llevado en algún momento a equívocos. Se lo filió al Grupo Uno, cuando en realidad su vinculación al mismo –en lo estético, no en lo humano– no fue más que una circunstancia si bien larga no esencial. Este poeta, riguroso y metódico, nunca comulgó en altares "neo-dadá", sino que su camino fue el de un genuino esfuerzo de experimentación con el lenguaje, con la disposición del verso, con el poema como tal, con la propia idea convencional de poesía, culminando de manera coherente en su tendencia al performance y al "poema en cd Rom".

La poética de Aldo Mazzucchelli es una de las más interesantes de las surgidas en el final de los ochenta. Ha desarrollado una voz inconfundible. En su obra lo reflexivo y lo conceptual son ingredientes básicos. Por su parte, Hebert Benítez Pezzolano ha demostrado con marcado rigor su vocación de artesano del verso; volcado hacia inquietudes experimentales, ha ido forjando sin prisas un definido carácter, yendo en camino de constituirse en una voz insoslayable en el contexto de la poética más reciente.

Gabriel Peveroni se animó en la poesía con lo religioso, desde una perspectiva emparentable con cierta postura beat; después se mostró, en cuanto narrador, como el cronista de la movida rockera y alternativa montevideana de los noventa. Por fin, poetas como Eduardo Roland, Álvaro Ojeda, Gustavo Ribeiro, Jorge Palma y Roberto Genta Dorado, exponen hallazgos en muchos de sus textos y van marcando una segura línea de evolución.

En el género narrativo, fue significativa promediados los ochenta la aparición de Juan Carlos Mondragón, un narrador original y algo tardío, que ha dado a conocer con puntual disciplina sus volúmenes de burilados cuentos caracterizados por una marcada perspectiva intelectual. Por mitad de la década de los ochenta retorna al país Fernando Butazzoni, cuya obra irá tomando dimensión libro a libro. Horacio Verzi, también retornado con la apertura democrática, aportará a la narrativa la entonación de suspenso y el tema policial con cierta hondura.

Felipe Polleri es el más intenso y logrado de los narradores aparecidos en los noventa. Su novela Carnaval (Ed. Signos, 1990), se aventuró sin concesiones y con gran potencia metafórica en el universo marginal montevideano que antes no había merecido tratamiento literario. Por su parte, Henry Trujillo explora en sus libros un ámbito similar. A su vez, los jóvenes Ricardo Henry y Daniel Mella son cultores de una estética donde lo cruel y lo escatológico son ingredientes decisivos.

Fernando Loustaunau aporta una perspectiva de radicalismo a la novelística uruguaya, unida a la preocupación por las identidades estético-ideológicas. Mientras que Enrique Ilera, auténtico "raro", es un autor "de culto" conocido y admirado por algunos pocos; sus relatos son terriblemente luminosos, y están aguardando una atenta lectura crítica.

Los casos de Carlos Rehermann y Pablo Casacuberta son los de autores de escritura elaborada y con brillos, sintonizada con la sensibilidad promedio generacional de esos años. Carlos Liscano ha venido estructurando, mediante un esforzado laborar el estilo, válidas metáforas que aluden al agobio de la cárcel y el exilio.

Por último, podemos mencionar a Xosé de Enriquez, quien se ha mostrado como un escritor proteico, transitando cómodamente tanto por una poesía de filiación surreal como por el relato de sutil fantasía o el agudo ensayo.