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México D.F. Sábado 24 de abril de 2004

Ricardo Robles O.

Los muertos resisten más

Ya no es la masacre escandalosa de un grupo en oración por la paz. Pero es lo mismo. Es asfixiar, quitar el agua al pez, como manda la contrainsurgencia. Es quitarle el agua, literalmente su propia agua de propiedad privada y sus depósitos en Zinacantán. Es contaminar la vida cotidiana con aguas negras, dañando la red del agua en Motozintla. Es demencial. Parece que tuvieran que entregarse cuentas de avance militar antes de terminar un sexenio presidencial que está endosando la suciedad a unos civiles de supuesta izquierda. Se anuncian así nuevas masacres, de nuevo perfil, de manos oficiales lavadas en público. Pero es lo mismo.

Las bases de apoyo caminan al estilo de las juntas de buen gobierno, al estilo zapatista ya usual, apoyando en concurrida solidaridad. Y son emboscados, golpeados y baleados en Zinacantán. Los de Motozintla se confiesan apartidistas, reclaman el derecho a vivir humanamente su cotidianidad. Y son amenazados, burlados, desechados por los gobiernos. Acuden a las mismas juntas zapatistas buscando orientación y apoyo.

Hacerles la vida imposible a todos los que disienten parece ser la consigna. Hacerlo públicamente, como amenaza amedrentadora, parece ser la táctica. Hacernos creer a todos que esas son cosas de los violentos indios parece ser la argucia del régimen. ƑY qué esperan? Acaso que la opinión pública apoye el horror disfrazado de cruzada de civilidad. Acaso legitimar el derecho de asfixiar a los disidentes o matarlos de sed. Acaso esperar que se apacigüen las veteranas bases zapatistas de los Altos, que se disuelva la junta de buen gobierno de Oventic y que sigan su ejemplo las demás. Por favor, por decoro, un poco más de inteligencia. Sólo los muy desesperados fantasean imaginando salidas.

Valga un recuerdo. Meses después de Acteal estuve en Chiapas. Dado el horror de la masacre imaginé encontrar un ánimo distinto en la comandancia zapatista, diferente del de otros encuentros con ella. Cuando hubo espacio en el tiempo, y extrañado de su humor habitual, pregunté a uno de los amigos comandantes cómo se sentía después de Acteal. Se asombró de mi pregunta. Quise explicarme diciendo que el horror vivido no suele dejarnos intactos. Su azoro llegó al límite y me miró atónito para decir: "Don Ricardo -que así suele decirme-, pero si eso ya lo habíamos platicado tú y yo. Ya lo sabíamos que iba a pasar". Me sentí atrapado entre la obviedad y el misterio, avergonzado por haber dudado de su reacción. Era verdad, habíamos hablado de cómo, después del perjurio de las firmas de San Andrés, se avecinaban golpes bajos y tiempos terribles. Asimilé entonces que ya están muertos, como solían decir. Recordé que yo había escrito, deplorando Acteal, que los zapatistas seguirían "tendiendo puentes hacia la vida con la gran libertad que ya les da la muerte". Fue un recordar de golpe lo ya vivido en confiada amistad, fue asumir de verdad lo que creía haber aceptado de su decir, fue sentir que me crecía un afecto mayor, admirador y triste.

Con objetividad, sin fantasías, hay que valorar la realidad para poder actuar en ella. Es necesario aceptar que ellos son y siguen siendo así. Son los muertos de siempre. Tal conciencia, de haber entregado ya la vida por la causa común, y eso hasta donde dé, no solemos tomarla tan en serio, aunque a veces creamos admitirla. Otras veces, de plano, se toma como frase literaria o, lo que es peor, como superfluo adorno del decir.

Nadie se enfrenta sin medir fuerzas. Las fuerzas militares se han medido y el Estado mexicano avanza con un Ejército creciente y estrategias de asfixia o exterminio. Va queriendo hacer imposible la vida para los indios. Va con tácticas encubiertas -cargadas a otros- atizando conflictos, ofreciendo impunidades. Pero es lo mismo. A lo que se ve, el Estado mexicano no ha medido la fuerza de los que ya están muertos para poder vivir. Simplemente les endilga sus propias necesidades, sus intenciones, sus reacciones instintivas -las suyas, las de quien gobierna-, y se los imagina diferentes, y ya. Se siente certero en sus análisis y cálculos. Evita pensar en otros niveles más allá de la fuerza bruta, la tortura sicológica colectiva o el soborno solapado. La fuerza de los tiranizados -no sólo en México- está en otras dimensiones de la humanidad, concibe luchas diversas y muy otras, para bien y mal.

Más nos valdría reconocer que, desde siempre, los muertos resisten más que los vivos.

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