La Jornada Semanal,  domingo 18 de abril  de 2004         476

VALE LO QUE CUESTA
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ
Augusto Isla,
Jorge Cuesta: el león y el andrógino.
Un ensayo de sociología de la cultura.
UNAM,
México, 2003.

La generación de poetas conocida bajo el entusiasta y equívoco nombre de Contemporáneos ha sido auscultada en una gran cantidad de estudios y aproximaciones críticas que sirve para ubicarla en un sitio intransferible del vasto panorama de la historia cultural de México. Lo que mejor define a este grupo de escritores (uno de los más anestesiantes lugares comunes, a este respecto, es sin duda el de llamarlo Grupo sin grupo –pero sí con grupa, por cierto– para reconocer que se trata de un cónclave de individualidades irrepetibles) es su independencia intelectual y el rigor con que asumieron el oficio de escribir. Nombrarlos significa repasar una nómina de poetas de primer orden y de prosistas que, desde la novela lírica o el ensayo, se practicaron a sí mismos sin escrúpulos, esto es, cometieron el precavido atrevimiento de ser a través de su obra y de exigirle a ésta una precisión y un poder de sugerencia que, generacionalmente hablando, no se ha repetido en los setenta y cinco años siguientes.

Poeta como Villaurrutia y Gorostiza, ensayista provocador como Novo y Owen, artífice de la palabra como Torres Bodet y Pellicer, Jorge Cuesta (1903-1942) es, entre sus congéneres, el de inteligencia más despiadada y el de existencia más huidiza. No se enroló en el servicio diplomático como algunos de ellos; no se amotinó para legitimar la nunciatura del anonimato en provocaciones arteras o polémicas astutas; arriesgó el caudal de su pensamiento hasta el delta de la locura, como Nietzsche, el gran maestro, su impulso vital.

Tal vez la figura de Jorge Cuesta amerite un estudio que lo abarque completo, que desentrañe en el poeta la curvatura del politólogo, que certifique el preclaro lirismo de su indudable lucidez. Están ahí los valiosos trabajos de Panabière y Katz, el sentido homenaje de Inés Arredondo, los luminosos (y ominosos) juicios de Paz; sin embargo, es ya necesaria una exégesis que fije tanto su pensamiento como su poesía, que lo explique sin anularlo, que desentrañe del humus de su escritura enterrada el mineral melodioso del dios.

En no escasa medida contribuye a la elucidación de la obra crítica de Jorge Cuesta –¡es una lástima que el estudio haya dejado de lado al poeta!– el libro de nombre villaurrutiano (el autor del "Nocturno de la estatua" recogió, con el título de El león y la virgen, su estricta selección de la poesía de López Velarde) de Augusto Isla, sociólogo de profesión y ensayista político de reconocida trayectoria.

El libro es un retrato muy bien organizado (si se puede hablar de orden en un dibujo) del pensador impuro que fue Jorge Cuesta, amigo como Vasconcelos del alegato intelectual si en ello le iba la defensa de su territorio reflexivo; ajeno a la pulcritud paradigmática de los otros dos grandes ensayistas mexicanos del siglo pasado: Alfonso Reyes y Octavio Paz. La actitud de Jorge Cuesta en cada uno de sus textos (la selección que de ellos aparece en la colección Poemas y Ensayos de la UNAM es muy digna, aunque no se trate de una edición crítica) es la de quien no le teme al riesgo de la incoherencia ni a los encantos de la contradicción. Lo que en otros autores se fragua como un pensamiento sospechosamente equilibrado, en el caso de Cuesta destaca como renuncia, como una intransigente renuencia a parecer unívoco: el conjunto de sus trabajos, así, constituye menos un corpus que lenta pus del corazón.

Su arrogancia intelectual, cuidadosamente ilustrada por Isla, es una suma de despechos y certezas, de caprichos y una alta dosis de respeto a sí mismo: "He dejado de escribir en El Universal", cita el autor de El león y el andrógino, "porque mis relaciones con Lanz Duret se han hecho cada vez menos favorables para que mejore la tercera página del periódico; es decir, para que yo siga escribiendo en ella". Su relación con el poder es también ambigua y, sin embargo, digna; dubitativa, pero no bochornosa. Fue proverbial, dice el crítico, su simpatía por Calles, "uno de tantos lunares en su discurso lúcido". Asimismo, el rechazo de Cuesta al acartonado discurso nacionalista es mucho más racional que el simple sarcasmo que le mereció en su momento a Salvador Novo. Más allá del gracejo de comedia, Cuesta explora, en su último sentido, la construcción del concepto mismo de nación y asume que, en México, su naturaleza postiza es evidente, "puramente convencional"; su "carácter ilícito y clandestino" proviene del hecho de que su acepción se importó de la idea europea del término y, en consecuencia, lo que habría que explorar es la falacia implícita en esta incómoda adecuación.

Isla organiza su obra en cinco vastos capítulos perfectamente hilvanados y nutridos por la probidad de una bibliohemerografía inapelable, como que se trata de una investigación doctoral devenida libro de divulgación gracias al buen ojo crítico de quienes dirigen la Colección Postgrado en las prensas universitarias. Si en "Lo apolíneo y lo dionisíaco" repasa la efímera aventura de Examen, la revista que dirigió Cuesta, en "Las garras del crítico" reconoce el afán de decepción que definió a su escritura. "Visiones y animadversiones", tercera escala del libro (su título recuerda el que endilgó a sus traducciones Octavio Paz), pone en duda que el autor veracruzano haya entendido el pensamiento de izquierda –"sus objeciones merodean el discurso de Marx sin penetrar en él"–; en él se presenta el mismo Isla, no sin arrogancia, como un experto en la línea de pensamiento del autor de El capital: "Ventajoso sería debatir con Cuesta", dice con aires de redención. Los dos últimos capítulos son un repaso, respectivamente, a sus opiniones sobre arte y a las "reyertas políticas" en que el poeta participó.

Llama la atención, en fin, que a un estudio tan detallado del trabajo crítico de Cuesta le cueste tan poco perdonarle ciertos yerros y que, asimismo, le dé tanto peso al propio encono de Augusto Isla –evidente y gratuito– a propósito de Octavio Paz. Pueden contarse más de una docena de entradas en el texto cuyo fin inmediato es fustigar las ideas del autor de Cuadrivio. Se opone lo mismo a su "visión festiva" de la revolución mexicana que a lo que considera una sustitución lamentable de la "sociología o la historia de las mentalidades por un lirismo insustentable". Presume en Paz lecturas "poco atentas" de ensayos centrales en la obra de Cuesta y un "insuficiente conocimiento" de sus textos. Ligereza, mal gusto, escaso sentido de la amistad son, según Isla, las condiciones que mejor definen el acercamiento de Paz a la obra y a la figura de Jorge Cuesta. En la cima de tan sospechosa aversión, está el affaire de Poesía en movimiento, del que se conocen numerosas versiones. La de Isla es ésta: "Octavio Paz, a menudo poseído por oscuros demonios como la ingratitud y la envidia, correspondió a la simpatía crítica de Jorge Cuesta excluyéndolo de la antología."

Examinar la obra de un autor significa, no pocas veces, destacar la pertinencia o no de sus intervenciones públicas, cotejar en ella los rasguños de la biografía, poner en duda ciertas ideas (esto es, pesarlas en la balanza de la historia) para apreciarlas en su justo valor. A excepción de la excesiva importancia que cobra en el libro el desvío de sus numerosas e ingenuas diatribas contra Octavio Paz, El león y el andrógino explora atentamente el valor de lo que Cuesta representa para la cultura mexicana del siglo pasado •