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México D.F. Domingo 18 de abril de 2004

Bárbara Jacobs

La banca ocupada

Esa tarde tenía tanto quehacer que debía apurar el paso para llegar a mi mesa de trabajo y arrancar. Sin embargo, por cuarto día consecutivo vi, sentado en el extremo Oeste de la banca, al señor que me intrigó desde la primera vez que reparé en él. De manera que dispuse aposentarme como distraída en el extremo Este de la banca en la parada del autobús, el único que transcurría por esa calle y recorría ese trayecto: de la estación de ferrocarriles del Norte a la del Sur, diariamente, de ida y vuelta, pero ignoro con qué frecuencia.

Mi compañero, cercano a los noventa años de edad, dirigía la vista, con ojos azul pálido o que, con el tiempo y si es que esto es posible, se había ido palideciendo, hacia la diagonal viendo, me constó, la nada. Vestía un traje gris, viejo aunque limpio y planchado; camisa blanca, de rayas abiertas, creo que de color rojo desteñido; corbata gris y, lo más inusual, en este país, en esta época, en este clima, sombrero, café. Sonreía levemente, con la pierna derecha cruzada inmóvil sobre la izquierda. Debajo de sus manos entrelazadas sobre su regazo, sostenía un legajo de algo que podía ser un manuscrito, breve, pero que, por instinto, yo sabía que, de una simple carta, no se podía tratar.

En su momento, el autobús hizo su parada ante nuestra banca, pero ninguno de los dos lo abordamos. El hombre me comunicaba algo que yo no conseguía descifrar. ƑQuería que me levantara y lo dejara en paz? O, por el contrario, Ƒanhelaba que alguien, quien fuera, trabara conversación con él? Era curioso que, aun cuando yo pasara detrás de esa banca, si bien diariamente, nunca a la misma hora, él llevara cuatro días seguidos, Ƒlas 24 horas?, sentado ahí. ƑQuién era? ƑPor qué me inquietaba? ƑCon qué permiso me atreví a sentarme a su lado? ƑÉl me lo había pedido, acaso, inconsciente o cosmológicamente?

No niego que me reprendí a mí misma al estar al lado de esta persona en lugar de trabajando en mi estudio; no obstante, el silencio, la quietud, la mirada perdida y, quizá particularmente, las páginas sobre sus piernas, me retenían en ese sitio, sin saber qué hacer, si hablarle al caballero: qué decirle; si mirarlo fijamente con la intención más decidida y firme de hacerlo hablar sin ser yo quien tomara a la iniciativa. No acostumbro tomar ninguna iniciativa; mucho menos la de conversar; muchísimo menos, con desconocidos. Sí está en mí, por otra parte, el deseo de que los otros tomen la iniciativa y entonces yo pueda darles por su lado o salir corriendo y lavarme las manos del asunto. Osé detener mi mirada en el perfil de mi acompañante involuntario, sin que, para mi extrañeza, se inmutara en lo más mínimo. ƑEra una de esas esculturas que ahora les ha dado a los artistas por hacer y poner y quitar a su arbitrio en puntos determinados de la ciudades sólo para ver qué reacciones ocasionan? No, puesto que, por más imperceptible que pareciera, respiraba. De tanto en tanto, su pecho subía y bajaba, ligeramente, pero lo hacía.

-ƑCómo se llama, señor?

-Lunas -me contestó-; Elías, señorita; pero le ruego que no me hable, y, por favor, le suplico que no se enfade conmigo por lo que acabo de solicitarle.

šBueno! Y ahora, Ƒqué debía hacer yo? šSe apellidaba nada menos que Lunas, Ƒse dan cuenta?! No es que en nada, aparte de en este dato, me recordara a mi viejo profesor; éste era alto y todo menos frágil. A Elías hasta yo podría cargarlo en mis brazos, Es más, Ƒél llegaba por su pie a la banca y, por sí mismo volvía a su casa o donde fuera que viviera? ƑSe sentaba, apoyado en la escuadra que formaba el brazo y el respaldo de la banca, para que la brisa de la primavera no lo pulverizara?

De la multitud de observaciones y cuestionamientos que me había provocado su respuesta, su nombre de pila era lo que destacaba. No cualquiera se llama Elías. De inmediato, armé su historia en mi mente. Era extranjero en México; era inmigrante; era un refugiado. Su verdadero apellido no era Lunas; éste era el que, al inmigrar, le habían asignado las autoridades y, en consecuencia, a su hijo se lo había heredado para evitarse y evitarle a él un sinnúmero de contrariedades posibles. Era viudo desde hacía muchos años. Vivía, probablemente a partir de la muerte violenta de su único hijo, mi profesor, en un asilo de ancianos cerca de la banca y, en vista de que peligroso no tenía por qué ser, y de que podía tenerse sobre los pies, le permitían salir a tomar el aire cuando así lo quisiera.

Estaba por levantarme y, tras una excusa, dar a Elías Lunas las buenas tardes cuando, para mi asombro, lo oí dirigirse a mí.

-Lo mejor -pronunció- es que usted, señorita, conserve esto. Yo ya me voy a morir. No me da tiempo de hacer nada con él y, porque sé que el manuscrito no es ninguna tontería; y porque veo en usted la curiosidad que estos papeles, más que mi persona, le provocan, tómelos.

Acto seguido, me los extendió. Los recibí. No sé por qué, pero me los puse sobre el corazón y, después de agradecerle el gesto y la confianza, me levanté y me alejé, con un sentido de responsabilidad que, al llegar a la esquina y antes de cruzar la calle, me hizo llorar.

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