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México D.F. Domingo 18 de abril de 2004

Gustavo Gordillo

La metástasis de la desigualdad

La única definición relevante hoy que tiene la fuerza de englobar al conjunto de los 33 países que componen América Latina y el Caribe es la desigualdad. Como lo ha expresado de manera contundente un reciente estudio del Banco Mundial (Inequality in Latin America and the Caribbean: Breaking with History?), la desigualdad en América Latina tiene tres características a cual más perniciosas. Es extensiva: el país con la desigualdad de ingreso menor de esta región es todavía más desigual que cualquier otro país de la OCDE o de Europa del este. Es además una desigualdad que permea todos los aspectos de la vida social: sea el acceso a la educación, a la salud, a la tierra o a otros activos productivos como el crédito o el empleo; sea el poder político o el acceso a los medios de comunicación masivos. Pero la desigualdad en esta región es también resistente, puesto que está fuertemente enraizada en instituciones cuyo origen se remonta al periodo colonial e incluso antes.

De acuerdo con las más recientes encuestas, 10 por ciento de los individuos más ricos percibe entre 40 y 47 por ciento del ingreso total en la mayoría de las naciones latinoamericanas, en tanto que el 10 por ciento más pobre apenas accede a 1.6 por ciento. El coeficiente de Gini oscila entre 59 en Brasil, el país más desigual de la región, y 44.6 en Uruguay. Sólo para comparar, en este mismo periodo (2000 a 2001) el coeficiente de Gini en Estados Unidos fue de 40.8 y en Italia de 36. Todos los países de la región son más desiguales que el promedio mundial; en 15 de estos países 25 por ciento de la población vive por debajo de la línea de la pobreza, y en siete de ellos la proporción de pobres supera 50 por ciento.

América Latina y el Caribe también es la región con mayor desigualdad en acceso a activos como la tierra o el empleo. Siete de cada 10 empleos creados en la zona desde 1990 corresponden al sector informal, y sólo seis de cada 10 plazas generadas en el sector formal tienen algún tipo de cobertura social. Con una menor desigualdad se habría eliminado la pobreza en esta región.

Esto lleva a Joan Prats a afirmar: "Se trata de una desigualdad institucionalizada, principalmente a nivel informal, que hace metástasis en todo el tejido social e impide o dificulta en extremo los avances democráticos, la eficiencia de los mercados, la efectividad de los estados, la cultura de la legalidad y, por todo ello, la cohesión social".

En este contexto de fuerte y omnipresente desigualdad social, se llevaron a cabo las reformas estructurales de la década de los 80. Como ha sido ampliamente documentado, el funcionamiento adecuado de los mercados, donde éstos han sido inexistentes, incompletos o basados en mercados secundarios, requiere de la presencia de un conjunto de instituciones capaces de garantizar un régimen de competencia adecuado.

Más aún, esos mercados secundarios han generado sus propios agentes, sus redes de apoyo y sus propias reglas. No es extraño, en consecuencia, que a menudo estos actores sociales hayan capturado las "ganancias" que teóricamente debían corresponder al conjunto de la sociedad de haberse implantado un régimen efectivo de competencia.

Por tanto, los éxitos en el manejo de las variables macroeconómicas deben contrastarse con la principal limitante de este enfoque, que proviene del hecho de que, a falta de mecanismos automáticos para fijar los macroprecios "correctamente", se requirió de manos visibles para arbitrar. Primero para mediar en el conflicto distributivo que generan los procesos inflacionarios agudos. Segundo, y con respecto a las cuentas fiscales, para mediar las decisiones tanto del lado de las medidas impositivas como del lado del gasto público.

Estos arbitrajes buscaban corregir los mecanismos que generaban rentas institucionales recurriendo a concertaciones puntuales con los principales actores sociales. Como se sabe, estas negociaciones fueron usualmente promovidas desde el Ejecutivo, pero con poco cuidado en cuanto a corresponsabilizar a los otros poderes del Estado y con una limitada atención hacia los actores institucionales por excelencia, es decir, los partidos políticos. La principal consecuencia fue que se vació de contenido a las instancias jurídicas encargadas -por ley o inclusive por mandato constitucional- de ese tipo de arbitrajes. Se contribuyó por tanto a erosionar el de por sí frágil estado de derecho.

Estos arbitrajes partían de un nivel de desigualdad política, de una enorme asimetría en las capacidades de influencia política y de aparatos estatales fuertemente enraizados en prácticas clientelares.

Las dos preguntas centrales que surgen son evidentes. Si se trata de una desigualdad que se reproduce en el terreno político y cultural, Ƒpor qué las elites habrían de intentar implantar políticas de combate a la desigualdad? Y aun suponiendo esa voluntad política, Ƒpor dónde empezar?

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