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México D.F. Domingo 18 de abril de 2004

Rolando Cordera Campos

El fin de las cosas

Si atendemos a los titulares de los diarios capitalinos, lo único que queda es apagar la luz o declarar a la República cerrada por balance. Cuando los políticos y los máximos gobernantes del país se remiten a diario al supremo tribunal de la opinión pública, oficiado desde la tele y el circo matutino de los payasos convertidos en juzgadores de la máxima arbitrariedad, es claro que la cosa pública ha entrado en coma.

Si viviéramos en un régimen parlamentario la solución estaría a la vista. Conforme a la tradición, la costumbre y la ley, quedaría a esta República moribunda llamar a sus miembros a refrendar su fe en la democracia y el Estado, disolver el parlamento y convocar a elecciones, en las que los partidos podrían probar de nuevo sus capacidades de agregación y los políticos pondrían a prueba su vocación de poder, que es también una vocación de sobrevivir. Aquí, en la jaula de un presidencialismo gastado y de opereta, pero no por ello menos nocivo, sólo queda esperar y apretarse el cinturón.

Sin recurso político alguno, los gobernantes optan por ponerse en manos de una justicia a la que desprecian y en la que no confían. En vez de arriesgar el diálogo o la conversación pausada, en la discreción de la sala o el comedor, uno a otro se recomiendan a través de los medios recetas caseras para el estrés, o hacen fintas de juristas pendencieros, pero no hacen nada por ofrecerle a la ciudadanía a la que se deben un cauce y un espacio, un mensaje o una señal, que en verdad contribuya a poner las cosas en su lugar y la lucha por el poder encuentre por fin un cauce democrático. Lo que manda es la rijosidad y el machismo corriente, o el bla bla bla interminable de los funcionarios en torno al estado de derecho, o la insidia lamentable de los corifeos de uno y otro lado que no quieren perder la oportunidad de seguir profiriendo aberraciones. Detrás de todo esto, sin embargo, siguen los que de veras mandan, hacen fortunas, violentan la ley y las costumbres públicas que aún nos quedan.

No es el estado de derecho el que está hoy en cuestión, porque hace mucho que lo está. La impunidad o la falta de reflejos jurídicos de los ciudadanos de que nos hablan las encuestas y permiten a los solones a la orden emitir su juicio definitivo, no empieza por abajo, en el pueblo llano, sino en las cumbres del poder constituido que una y otra vez confirma su pésima educación jurídica cuando recurre sin más a los tribunales o monta farsas de averiguaciones previas que sabe de antemano ineficaces, salvo con la autorización del poder mismo.

Mientras tanto, los defraudadores y aventureros de las privatizaciones siguen su marcha burlona y los chivos expiatorios de la transición siguen en chirona como muestra viva de que el poder constituido mexicano vive un déficit cotidiano de legitimidad que no puede suplir el mandato de las urnas. Ahí está, probablemente, el huevo de la serpiente que ahora se muerde la cola y nos pone al borde una crisis política para la cual no tenemos solución de continuidad institucional.

En el uso discrecional y en el abuso del poder coercitivo del Estado, se inicia el laberinto de impunidad y soberbia que la democracia en estreno no ha podido dejar atrás. Esta es la triste verdad del momento y el telón de fondo del grotesco espectáculo al que nos obligan a asistir el gobierno federal y el de esta milagrosa capital de una República harapienta. Su guerra civil sería pobre anécdota del diccionario totonaca de la infamia, si no fuera porque son ellos los que legítimamente gobiernan el Estado y es a ellos a los que tenemos el derecho de recurrir en momentos de angustia y miedo.

Su irresponsabilidad política alcanza ahora proporciones que nunca imaginamos. Salvar la República no es la consigna del momento. Imaginarla renovada, concretada en instituciones y compromisos entre sus mandatarios y entre éstos y sus mandantes, para que deje de ser mera y autodestructiva invención, podría ser nuestro precario hilo de Ariadna. Pero como dice el bolero que mi amigo Juan Carlos canta para ilustrar los otros laberintos, los del desarrollo perdido, sólo podemos decir ahora, quizás, quizás, quizás.

Mala hora, y más nos vale aprender a vivirla.

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