Jornada Semanal,  domingo 11 de abril  de 2004             núm. 475
LA AUTORA Y SU CABALLO

Cuando Seabiscuit se repuso lo suficiente para correr, el jockey y el entrenador se enfrentaron a otro problema: las manías que este caballo, voluntarioso como él solo, había desarrollado a lo largo de años de maltrato. En la pista, cuando el jinete le pedía velocidad, Seabiscuit trotaba; si las riendas le solicitaban ir a la derecha, Seabiscuit iba a la izquierda; cada orden era desobedecida con brío. Al jinete no le quedaba más remedio que colgársele del cuello. Smith ordenó al jockey que soltara las riendas para que el caballo decidiera. Seabiscuit trotó, haciendo eses y dando giros, hasta que, cansado, regresó por su propia voluntad al establo. Smith lo recibió con una zanahoria. En ese momento, Seabiscuit descubrió aquello que lo convertiría en un ganador: le gustaba correr, la velocidad. Y supo que nadie, nunca más, lo obligaría a hacer algo que no deseara.

En los cinco años siguientes, la vida de este animal se convirtió en una novela. Su carácter alegre, la devoción del entrenador y el jinete, la rivalidad con los purasangre más veloces de esos años, War Admiral y Ligaroti, todo se sumó para convertirlo en una figura de culto. La persecución de la prensa se convirtió en un martirio para Smith, que lo obligó a diseñar estrategias fantásticas para eludir a los reporteros, como presentar a otro caballo para las sesiones de fotos. Seabiscuit sufrió un atentado: un hombre pagado por los apostadores, James Manning, fue capturado tratando de llegar a su establo en Santa Anita para meterle esponjas en los orificios nasales, una práctica difícil de detectar que muchas veces hacía que el caballo se muriera. Luego, Pollard tuvo una serie de accidentes que hubieran matado a cualquiera que fuera menos suertudo o necio que él. En una carrera en San Carlos, la yegua Fair Knightess le cayó encima, aplastándole el pecho; el caballo Modern Youth lo estrelló contra la pared de una bodega y casi le arrancó la pierna derecha. El dueño de Seabiscuit, Charles Howard, convocó al mejor grupo de cirujanos ortopédicos de Estados Unidos y lograron salvar de la amputación a Pollard. A pesar de las lesiones del caballo y del jinete, Seabiscuit y Pollard corrieron las carreras más espectaculares de esos años (aunque en una de las más controvertidas, la Copa Del Mar, Seabiscuit fue montado por George Woolf) y batieron todos los récords.

La prosa lacónica y precisa de Hillenbrand se torna, al narrar las carreras, tan emotiva e intensa como la de los reporteros de los años treinta y logra transportar al lector a esos hipódromos, en los que el caballo era tan celebrado como ahora son los cantantes populares. Saber que este libro se había colocado en la lista de bestsellers apenas cinco días después de publicado no me sorprendió. Lo que me sorprendió fue leer año y medio después, todavía con el libro colocado en los primeros lugares de ventas, una espeluznante crónica en la que Hillenbrand, con esa disposición sobria y elocuente con la que contó las desgracias y los triunfos de Seabiscuit y Red Pollard, relata la historia de la enfermedad que ha padecido en los últimos quince años. La crónica apareció en la revista The New Yorker, en julio de 2003, y es aterradora, pues no sólo retrata minuciosamente el dolor y la confusión de una persona enferma. También, y esto la hace muy valiosa, abunda en la indiferencia y la irresponsabilidad de muchos de los médicos que la vieron, sin caer jamás en revanchismos (no da nombres). El Síndrome de Fatiga Crónica, cuyos primeros síntomas la obligaron a dejar la universidad y a meterse en la cama durante años, todavía no es reconocido como una enfermedad real.

No importaba que Hillenbrand padeciera fiebres y vértigo, que fuera incapaz de mantener la comida en el estómago, que se le hinchara la cara, o que se le llagaran la boca y la garganta. Su enfermedad era mental, decían (como si las enfermedades mentales no fueran dolorosas). Hillenbrand escribió la historia de Seabiscuit en la cama. Aún no ha sanado, y tal vez no sane jamás, aunque su éxito económico le ha proporcionado la credibilidad que antes no tenía. Los médicos ya no se burlan de ella, sino que le piden su autógrafo. Ahora, Hillenbrand es la vocera oficial de quienes padecen esta enfermedad.

A su manera, ella es como Seabiscuit, una ganadora improbable, que a diario remonta obstáculos que parecen imposibles de vencer. Yo la admiro mucho..