La Jornada Semanal,   domingo 11 de abril  de 2004        núm. 475
Pantallas y  libros

Fabrizio Mejía Madrid

Ilustración de Maries MendiolaUno de los mitos que existen sobre los escritores es la imagen de que se despiertan a mitad de la noche a escribir lo que han soñado. Supongo que hay poetas que hacen eso, pero estoy convencido de que tienen más alma de psicoanalistas que de escritores. Mi experiencia me dice que los sueños que sirven para escribirse no son los que lo despiertan a uno con el ansia de ponerlos en el primer papel a la mano. Esos no funcionan porque tienen sentido sólo como sueños. Pero existen otro tipo de sueños que son la posibilidad de la literatura. Son los que he olvidado. Afloran cuando, frente a la computadora, alguien desconocido toma la palabra y comienza a escribir en mi lugar. Uno no se da cuenta de que ha estado poseído por una voz desconocida hasta que despierta. Las manos se despegan del teclado y ahí están: páginas que vinieron de un lugar olvidado. Ya despierto, uno las lee por primera vez con una gota de sudor bajando por la espalda. ¿Quién las escribió? ¿De dónde salió su narrador?

Estas preguntas pertenecen al ámbito fantasmal del que está hecho la experiencia narrativa. Se podría asegurar que existe una relación bastante clara entre texto y secreto. Escribir siempre ha sido un acto solitario y cuidadoso, pero hoy su "valor" se mide por la repercusión que tiene en los medios, las audiencias, la prensa. Algo que era un acto íntimo se valora por su mayor o menor impacto. En la era virtual, el acontecimiento lo es todo. Pero, ¿cómo hacer de un texto un acontecimiento? Creo que en esa contradicción está atrapado el futuro de la literatura. En la videoesfera –el mundo de la imagen en directo– la palabra escrita tiene poco para competir. La pantalla total, ya sea en la televisión o en internet, sustituyó la formación por la difusión, a la explicación por la conmoción, y al análisis por el testimonio. Así, los escritores pueden seguir existiendo en la medida en que aparecen a cuadro. Pero no es lo que escriben lo importante, sino su presencia. Ha dejado de importar lo que publican en la misma proporción en que se ha hecho fundamental los minutos por semana que aparecen a cuadro. Aunque los libros siguen teniendo más valor que las imágenes, son menos importantes. Pero los medios no son "neutrales", no sólo "presentan" la "realidad". El medio no se alimenta de los mensajes que transmite sino que modela cualquier mensaje posible. Así, un escritor opinando sobre algún tema está constreñido a la agenda mediática (es la noticia del día lo que determina el tema) o, en el caso de un homenaje, a revelarnos confesiones autobiográficas. La estética de la conmoción obliga a todos los que quieren ser escuchados a hablar de lo que la conmoción designa como acontecimiento. Y en su reino no hay secretos.

La industria editorial ha logrado encontrarse con la del entretenimiento a partir de presentar un libro, un premio y una muerte como acontecimientos literarios. En sentido estricto no lo son, ya que la literatura no es un suceso sino un proceso de fabulación solitario, apartado, y con múltiples sentidos. Es este encuentro entre el mercado de los reconocimientos y los medios lo que ha llenado el lenguaje editorial con criterios propios de la televisión: audiencias, ratings, efectos. Se ha sometido a los escritores a estos criterios ajenos al "valor literario" o la "calidad estilística" en función del lenguaje de las mercancías (publicidad) y del idioma de los clientes (marketing). Los escritores de la era virtual son muy poco literarios y mucho más mediáticos. Dedican mucho más tiempo a aparecer en mesas redondas, talk-shows, entregas de premios, opinando sobre la coyuntura noticiosa, que realmente en escribir. Se han convertido en personajes y, en esa misma medida, ya no es la estructura de jerarquías generacionales, ni los certificados profesionales, ni la crítica literaria la que decide quién se presenta como escritor. El gran elector son los medios. Y es por ello que vivimos una nueva confusión en la que los conductores de televisión escriben sus autobiografías y se dicen escritores, en la que los futbolistas publican cuentos y los políticos exhiben sus memorias. Los límites del oficio de escribir se han expandido tanto que el escritor se ha desvanecido. En estas nuevas condiciones todo mundo tiene algo qué escribir y, si los medios lo eligen, tendrá reconocimiento, aunque sea por quince minutos.

ESCRIBIR ES ENCONTRAR RELACIONES entre las palabras y el mundo. Suelo tomar notas sobre imágenes y frases que se me ocurren en el estado de trance que se tiene al leer: un campo casi azaroso se establece entre las palabras en el libro y las imágenes que de ellas nos formamos en la mente, detrás de los párpados abiertos. La lectura es un sonambulismo y en sus contornos surgen ideas que exigen ser apuntadas por ahí. Pueden pasar meses y años pero lo que escribí y olvidé que había escrito sigue por ahí en la parte de atrás del libro o junto a un subrayado –los subrayados antiguos siempre son como los sueños: nadie sabe por qué le parecieron a uno tan importantes como para ser resaltados– o en un papel escondido en el fondo de un cajón. Y cuando encuentro esas ideas perdidas hacía años siempre me abismo: se parecen mucho a lo que acabo de escribir, a lo que hace media hora estaba pensando como una idea nueva. Luego viene cierta desazón: no se me ocurre nada nuevo, todo ya lo he pensado, siempre escribo el mismo texto, lo apunto, lo pierdo, lo reencuentro. Pero acaso ése sea el centro de la literatura: algo con lo que nos reencontramos sin saber que ya lo habíamos pensado. Del otro lado está el lector leyendo las frases que uno escribió pero formándose las imágenes para las que él está predispuesto: la literatura es hasta lo que no dice, es un juego en la arena. Poniéndolo en otras palabras: ¿por qué a uno le atraen sólo ciertas ideas, ciertas imágenes sugeridas, olores, determinados personajes o historias, flores o minerales particulares y no otros? Los horósopos y la genética no han atinado sino a constatarlo con resignación: así es.

Sin embargo, esta relación entre lo que pensé y olvidé mientras leía, es uno de los asuntos que se pierde con la utilización de los medios de la era de las pantallas. Si uno lee un libro en la pantalla de la computadora, no hay forma de subrayar y apuntar con la soltura que se hace en los márgenes de un libro que es un objeto. Al escribir en computadora tampoco quedan las versiones de un mismo texto. Son borradas para siempre y nunca reabordables. En el caso de la literatura llevada al cine y a la televisión, lo que uno guarda es la imagen. Todos los personajes de Shakespeare tienen la cara de Kenneth Brannagh y de Emma Thompson. Se pierden los rostros posibles que cada lector se hace en la mente y, de igual forma, se extingue la capacidad de encontrar sentidos distintos en las frases. La imagen subyuga porque conmueve más que la palabra escrita, aunque su poder sobre nosotros dure apenas unos segundos. La imagen de un niño afgano agonizando en un hospital lleno de moscas mueve a la indignación o a la pena porque es directa. No tiene varios significados ambiguos. Es lo que es. En cuanto ha pasado, esa imagen pasa, el sentido unívoco de la pura emoción también desaparece.

UNA NARRACIÓN OPERA de la misma forma que una teoría científica: debe borrar las huellas de sus intentos, tropiezos e inconsistencias para dar el aire de verosimilitud. En ambas se da una lucha contra su propia historia. Así como los gobiernos constituidos se esmeran en simular que su origen no es una masacre, las narraciones literarias o científicas se encargan de sus propios tendidos en la línea de fuego. Eso es lo que parece estar detrás de la idea de la "obra" literaria, el "modelo" científico o la "soberanía": el sacrificio de lo que "está de más". El ocultamiento de ese borramiento constituye a cualquier narración.

Sin embargo, este procedimiento que sacrifica lo que sobra, varía con los nuevos medios. Para la televisión, por ejemplo, no existen los hechos que no impactan, conmueven o seducen. Para internet todo vale lo mismo: en la difusión de todos los mensajes se pierde la distinción entre imprescindible y prescindible. Es el cibernauta el que debe hacer las elecciones de lo vale la pena ser visto, leído y almacenado. Pero este componente supuestamente democratizador de los saberes es, según mi propia experiencia, inoperante. Dentro de internet existe la jerarquía de quién tiene publicidad pagada o banners, de quién pone una página como link de otra, y de cuánto tiempo se tarda un cibernauta en llegar a ella. Todo esto tiene que ver con la cantidad de dinero detrás de una página. Como en todo lo demás, el criterio es la audiencia. Son las páginas más visitadas las que tienen los links con los portales más recurridos porque son las que tienen más dinero, pero existe, además, otra condicionante que hace de internet un mito de la democratización del saber, y es que es un medio que no sirve para leer sino para ver. Uno ve un libro en línea, y lo almacena para leerlo después. Yo tengo más de cien libros que el Proyecto Gutemberg hace el favor de regalar en formato binario, pero jamás los he leído. No se puede. El medio no lo permite: las pantallas tienen esa capacidad de captar tu atención sólo para la imagen, nunca para las palabras. Pero creo que esta ineficacia para hacer coincidir lectura y pantalla se debe también a la velocidad. Internet es un medio que se presenta como un circuito de respuestas rápidas. La tentación de picar el mouse y cambiar de página sin haberla leído es como la del zapping en los controles de canales de televisión. Hay una urgencia por ver páginas nuevas que no corresponde al ritmo paciente, degustador, de leer un libro.

HOY LOS NUEVOS BRUJOS son los medios. Nos curan el vacío del deber del ocio. La felicidad ya no es suficiente, tampoco la ausencia de dolor. Ahora el deber social es la euforia. Ya no se hipnotiza con la repetición sino con la velocidad. Una imagen tras otra, un talk-show que acaba en golpes, la pregunta sobre su vida sexual al Presidente, un hombre arrojándose de un avión en llamas, un atentado terrorista. La competencia por lo creíble se ha convertido en una carrera sin fin hacia la crudeza. Poco pueden hacer los escritores para destacar en esta cadena de explosiones. Algunos han calculado el uso de lenguaje crudo, descripciones de la violencia o tramas que podrían captar la atención del más insensible. Pero nada es como el reinado de las imágenes. Lo que concentra las miradas no es la sucesión de palabras, es la cadena de focos de atención, separados, aislados uno de otro, sin intención de significar un todo, más que su propia velocidad.

AL CONTRARIO DE LA angustia del escribir, hay un placer en la lectura: unas cuantas palabras, unos "pases" mágicos, sugieren una imagen en el lector que le da una emoción distinta de cualquier otra. ¿Qué es? Supongo que es el reencuentro con una voz olvidada. Los libros tienen esa doble capacidad de, al mismo tiempo, atraer a los muertos y conjurar su muerte: cuando una novela termina con la muerte del protagonista, uno puede volver a la primera página y ahí estará él, de nuevo vivo, antes de que todo le ocurra. Como conjuros contra la desaparición, los libros traen en forma de voz interior –la que sólo la lectura en silencio produce– intuiciones, certezas, explicaciones, contrastes, y negaciones que yacen en algún lugar de la química cerebral. Supongo que es una conexión lo que produce el placer pero prefiero la sugerencia de Barthes de que es la emoción del lindero: lo que hay justo entre el borde de la ropa y la piel de un cuerpo oculto.

Ese placer del texto leído no lo da ninguna otra experiencia, salvo el ritual del ocultamiento y la paulatina revelación de lo oculto. Los medios masivos han tratado de imitar con sus pobres trucos este placer: presentan una noticia como un misterio que se revelará después del corte comercial, los paparazzi toman la imagen de la actriz desnudándose en su yate, o "filtran" una información de uso confidencial. El efecto es siempre la conmoción, luego vienen desmentidos, aclaraciones, contextos, y todo se desvanece. No hay sino un minúsculo placer, como un pinchazo a la mitad de una hipnosis.

DICE JEAN CLAIR QUE la palabra soñador en francés (rêveur) proviene de una palabra olvidada: esver, vagabundear, divagar, deambular: "el soñador es dervé, autómata ambulante, el que se vuelve loco al perder el hilo de la razón". Caminar sin saber a dónde tiene semejanzas con la lectura pero también con la relectura: nunca se juega con la misma arena. Pero, a su vez, son los personajes del "automatismo deambulatorio" los más inquietantes de la literatura: Macbeth, Frankenstein, Ulises, Gilgamesh divagan en las huellas de un destino que no pueden conocer. Como lo hará el lector. Ambos son un espejo invertido de lo que hizo su autor al escribirlos, al rescatar de sí la voz olvidada, al reencontrar al muerto viviente que albergaba en sus tumbas desconocidas. Así toda literatura viva es producto de una catalepsia. Escribir es la angustia del desenterrador.

Ilustración de Maries MendiolaAl contrario, no hay lugar en los medios de la era de las pantallas para la divagación. La inmediatez, el suceso en directo, los "formatos" simples, no permiten el juego con las palabras y los significados. En la televisión todo funciona como en el deporte, aunque se esté hablando de política o de economía: todo es "buenos resultados", perdida o ganancia de puntos, anotar, ganar o perder. No hay espacio para la discursividad que depende de la atención y la formación de quien la escucha y de quien lo dice. Todo debe ser fácilmente captable, sin ironías, sin ambigüedad. Y, entre una narración y una emoción, esta última siempre tendrá una enorme ventaja para atraer nuestra atención. A ello, los medios de pantalla le han agregado un nuevo componente: el interés mundial. Antes de la videoera, las artes que se consideraban de interés nacional eran las codificadas en una lengua (el teatro, la poesía, la novela) pero hoy se apoya a las interés global, es decir las que no están lingüísticamente codificadas: la música, la danza, la fotografía, el performance. Son las más inmediatas.

LA NARRACIÓN POR MEDIO de imágenes en los medios de pantalla no existe. Es una sucesión que borra a la anterior, sin resultado tranquilizador alguno. El único placer de ver a un hombre acribillado en directo es sólo la momentánea sensación de que a mí, el espectador, no me ha ocurrido. Luego vienen la angustia, la paranoia, el miedo a salir y que las calles se hayan convertido en lo que aparece en las pantallas. Al contrario, pero en el mismo sentido, el único placer de la pornografía es imaginarme por un momento que soy yo el que le está quitando la ropa. Cuando uno sale a la calle, las mujeres no están eternamente disponibles. Y entonces viene la frustración, la apatía, la abulia. Las pantallas carecen del placer más humano: el de atar el origen con un final, el de tranquilizarnos simulando que el tiempo es algo que podemos controlar. Es el medio de las pantallas el que no permite la narración porque la fragmenta. Es la era de la pantalla la que decidió que la luz no era una onda, sino una emisión sucesiva de fotones; no una literna, sino un tubo de rayos catódicos. La diferencia entre contar una fábula y presentar imágenes inconexas es la misma que existe entre llevar de la mano a una persona y agarrarla a palos.

Terminar un texto implica una extraña sensación de final. Es algo que dura sólo un momento, pues la reescritura es la posibilidad de volver a sentir ese placer. Es, de nuevo, un conjuro contra el mundo: así es. Lo que para el constructor de narraciones es una angustia –desenterrar voces, tonalidades, reencontrar relaciones en el mundo que ha creado– para el primer lector de lo acabado, el propio escritor, ahora en su papel de corrector y borrador de "evidencias", es una sensación momentánea de orden: las mutaciones del mundo han quedado arregladas conforme a un origen y un final. El cambio se convirtió en suceso, el devenir en narración. La muerte, el borramiento, el sacrificio han sido de nuevo incorporados a una narración que nos tranquiliza. Terminar de escribir o de leer es el simulacro de ese dominio.