La Jornada Semanal,   domingo 11 de abril  de 2004        núm. 475
Borges, la poesía y la lectura

Gaspar Aguilera Díaz

A Evodio Escalante
Es significativo que en los mejores momentos del Renacimiento el estudio de las humanidades incluyera las disciplinas como la gramática, la retórica, la historia, la filosofía moral y, desde luego la poesía, con el interés de formar íntegramente al hombre y favorecer el conocimiento sólido y genuino.

Se reconoce, por otra parte, que –como lo señala Borges– más que aspirar a revelar individual y subjetivamente el enigma de la poesía, uno se conforma con aceptar que "sólo se pueden ofrecer perplejidades(...), he dedicado la mayor parte de mi vida a la literatura, y sólo puedo ofrecerles dudas", confiesa el escritor argentino.

Ahora bien, lo verdaderamente sustancial en este fascinante quehacer está constituido por el acto mismo de la creación, es decir, las disciplinas paralelas o diagonales a la literatura son importantes, desde luego, pero con frecuencia los tratados de estética o de historia de la literatura nos dejan esa impresión que ya el mismo Borges apuntaba: "Quiero decir que sus autores escribían sobre poesía como si la poesía fuera un deber, y no lo que es en realidad: una pasión y un placer."

La poesía como experiencia vital transformada en palabras se renueva en cada poema; el contexto histórico, el ambiente cultural, los factores estéticos hereditarios, las corrientes que impulsan o imponen ciertas modas, y su influencia innegable, no excluyen ese inefable misterio y magia que posee el arte y que propicia que el "arte suceda cada vez que leemos un poema".

La lectura de los buenos libros es como una conversación con los hombres más ilustres de otros siglos que fueron sus autores, decía Descartes; otro ilustre lector afirmaba: "Pues no es más que una consecuencia del amor que los poetas despiertan en nosotros por lo que concedemos una importancia literal a cosas que no son para ellos más que la expresión de emociones personales. En cada cuadro que nos muestran, no parecen darnos más que una ligera idea de un paraje maravilloso, diferente del resto del mundo, y en cuyo secreto quisiéramos que nos hiciesen penetrar (...) El supremo esfuerzo del escritor como el del artista no alcanza más que a levantar parcialmente en nuestro honor el velo de miseria y de insignificancia que nos deja indiferentes ante el universo": Marcel Proust. 

Leer poesía es adentrarse en ese mundo más real que el que nos ha tocado padecer; en una realidad signada por el individualismo y la manipulación verbal y mediática que trata de darle a las palabras y a los hechos otro significado diferente del que en realidad poseen, enfrentarse a la imagen poética es, de nuevo, reconciliarnos –en soledad– con el mundo y sus señales de sobrevivencia; ...es una manera sabia de correspondencias generosas y fértiles, como lo señalaba el propio Proust: "Parece que la afición por los libros crece con la inteligencia, un poco por debajo de ella, pero en el mismo tallo; como toda pasión, está ligada a una predilección por todo aquello que rodea su objeto, que tiene alguna relación con él, incluso en su ausencia." Eugenio Montale, a propósito de la pregunta de si se puede ser lector participando aún de la vida, afirmó:

Creo que sí. No veo una total incompatibilidad entre el vivir y el pensar. Esta antítesis existe, pero sólo cuando se lleva hasta el exceso, en el exceso sí existe. Han existido personas que eliminaron del todo el pensamiento y otras que, en cambio, han eliminado del todo la vida. El lector impune (no sé de quien sea esta definición), el lector encarnizado, el lector famélico que lo lee todo, no sé qué participación pueda tener en la vida, qué relación pueda tener con la vida: se convierte en un enfermo. Existen estos extremos. Pero también están los niveles intermedios. ¿Un Leopardi ha realmente renunciado a la vida? No lo creo, de veras no lo creo. Si medimos la vida en meses, en años, en semanas o incluso en hechos, en viajes, en experiencias, en mujeres, en amores, en negocios, en acciones... entonces podemos decir que Leopardi ha vivido muy poco. Pero ¿realmente ha vivido muy poco? Esto permanece como una interrogante.
¿Qué oficio más terrible y propiciatorio que el de ir encontrando en la lectura del poema signos, señales, indicios de muchas de nuestras incertidumbres y pasiones? ¿Qué otra manifestación de silencios nos puede estremecer igual que el develamiento de nuestra época mediante ese deslumbramiento que la palabra –en su mayor tensión posible– nos va ofreciendo en cada página y cada poema?

Dice Marcel Proust: "Mientras la lectura sea para nosotros la iniciadora cuyas llaves mágicas nos abren en nuestro interior la puerta de estancias a las que no hubiéramos sabido llegar solos, su papel en nuestra vida es saludable."

En épocas como la nuestra, en la que el derrumbe de muchos de nuestros mitos ideológicos, políticos, y hasta amorosos, justifican la indiferencia, el vacío y el enmascaramiento de nuestra precaria realidad, la poesía y su lenguaje se convierten en lo más profundo de nuestro ser y en el territorio que permite identificarnos, como lo señala Ernst Junger: "El lenguaje como la casa del ser. El lector tendrá que encontrar una patria en la obra del autor, precisamente cuando ella se vuelva afuera irreal. En épocas tales se consulta más fuerte e íntimamente el Libro de los Libros."

Cobran singular importancia las ideas y propuestas de un fabulador y poeta sabio y generoso –de nuevo Borges– que aquí enumeramos a manera de un decálogo imprescindible:

La belleza siempre está esperándonos, puede presentarse en el título de una película, en la letra de una canción popular,(...) incluso en las páginas de un gran o famoso escritor.

Que un poema haya o no haya sido escrito por un gran poeta sólo es importante para los historiadores de la literatura.

Evidentemente, la cantidad de posibles combinaciones –respecto a las metáforas– no es infinita, pero asombra a la imaginación,(...)Los chinos llaman al mundo "las diez mil cosas", o "los diez mil seres".(...) si pensamos que todas las metáforas son la unión de dos cosas distintas, entonces, en caso de que tuviéramos tiempo, podríamos elaborar una casi increíble suma de metáforas posibles.

Las metáforas no exigen ser creídas. Lo que verdaderamente importa es que pensemos que responden a la emoción del escritor.

Si pensamos en la novela y la épica, nos vemos tentados a pensar que la principal diferencia estriba en la diferencia entre verso y prosa. (...)La diferencia radica en el hecho de que lo importante para la épica es el héroe: un hombre que es un modelo para todos los hombres. Mientras, como Mencken señaló, la esencia de la mayoría de las novelas radica en el fracaso de un hombre, en la degeneración del personaje.

Las palabras, dice Stevenson, están destinadas al común comercio de la vida cotidiana, y el poeta las convierte en algo mágico.

Me figuro que una nación desarrolla las palabras que necesita.(...)La lengua ha sido desarrollada a través del tiempo, a través de mucho tiempo, por campesinos, pescadores, cazadores y caballeros. No surge de las bibliotecas, sino de los campos. del mar, de los ríos, de la noche, del alba. 

Uno lee lo que quiere, pero no escribe lo que quisiera, sino lo que puede.

Pero cuando oí aquellos versos ("Oda a un ruiseñor", de Keats) (y, en cierto sentido, llevo oyéndolos desde entonces) supe que el lenguaje también podía ser una música y una pasión. Y así me fue revelada la poesía.

He encontrado placer en muchas cosas: nadar, escribir, contemplar un amanecer, o un atardecer, estar enamorado. Pero el hecho central de mi vida ha sido la existencia de las palabras y la posibilidad de entretejer y transformar esas palabras en poesía.

Creo que, en poesía, la emoción es suficiente. Si hay emoción, ya es bastante.

Si he alcanzado la felicidad de escribir cuatro o cinco páginas tolerables después de escribir quince volúmenes intolerables, logré esa proeza no sólo a través de muchos años sino también gracias al método de la tentativa y el error.

¿Qué significa para mí ser escritor? Significa simplemente ser fiel a mi imaginación. Cuando escribo algo no me lo planteo como objetivamente verdadero (lo puramente objetivo es una trama de circunstancias y accidentes), sino como verdadero porque es fiel a algo más profundo.

Si tuviera que aconsejar a algún escritor (y no creo que nadie lo necesite, pues cada uno debe aprender por sí mismo), yo le diría simplemente lo siguiente: lo invitaría a manosear lo menos posible su propia obra.(...) Llega un momento en que uno descubre sus posibilidades; su voz natural, su ritmo.

Cuando escribo, no pienso en el lector (porque el lector es un personaje imaginario) ni pienso en mí (quizá porque yo también soy un personaje imaginario), sino que pienso en lo que quiero transmitir y hago cuanto puedo para no malograrlo.

No creo que la inteligencia tenga demasiada relación con el trabajo del escritor. Pienso que uno de los pecados de la literatura moderna es que tiene demasiada conciencia de sí misma.

Ya no creo en la expresión. Sólo creo en la alusión. Después de todo, ¿qué son las palabras? Las palabras son símbolos para recuerdos compartidos.


Finalmente, en el ritual y acto de amor de la lectura de poesía, y en los que el poeta se nos revela como un visionario o un antihéroe, el temerario y entusiasta lector no sólo busca la cercanía de imágenes, lenguajes asimilables y formas comunicativas, sino, sobre todo, y por encima de muchos intereses hedonistas, busca la poesía –como decía el mismo Borges– "...que traduzca la emoción desnuda, depurada de los adicionales datos que la preceden. Un arte que rehuya lo dérmico, lo metafísico y los últimos planos egocéntricos y mordaces. Para esto, como para toda poesía, hay dos imprescindibles medios: el ritmo y la metáfora. El elemento acústico y el elemento luminoso... La metáfora, esa curva verbal que traza casi siempre entre dos puntos –espirituales– el camino más breve."

Leer poesía es y será siempre, reconstruir de nuevo el mundo y el corazón del hombre aún bajo los peores designios de la historia.