La Jornada Semanal,   domingo 4 de abril  de 2004        núm. 474
Albert Ràfols

Casamada: temblor 
del tiempo

Francisco Calvo Serraller

Desafiando los estragos y quebrantos de una ya alta edad, cuyo acoso parece detenerse a las puertas de la pintura, hace pocos meses Albert Ràfols-Casamada nos asombró con una pletórica exposición de sus cuadros últimos en una galería madrileña. Entre ellos, ahí estaba él, junto a su esposa María Girona, apoyando su paso vacilante en un bastón, pero muy erguido, casi diría, desafiando su discreción, que hasta con las trazas de un legítimo orgullo, no por estar presente, sino por la luminosa presencia de su pintura. ¡Qué hermoso espectáculo! ¡Qué cuadro el de Albert, así como si nada, en medio de sus cuadros! ¡Qué paisaje más conmovedor! ¡El del pintor que no se cansa de pintar y se yergue entre sus dones!

En su correspondencia íntima, manifestaba el último Poussin una creciente preocupación por el insidioso temblor de su mano. Este es el tema recurrente de las cartas que envía a Chantelou durante los años de 1660. Se disculpa de que hasta su letra ha de resultar por fuerza ilegible, y, sin embargo, escribe. También él –"el pintor filósofo", "el estoico"– sigue pensando, quizá a esa mayor hondura con que rayan los monólogos esenciales. Pero, sobre todo, sigue pintando, medio paralizado, casi en vísperas de la muerte. Es entonces, entre 1660 y 1664, cuando pinta precisamente una admirable serie de paisajes, entre los que se halla el escalofriante El invierno o el diluvio, que desconcertó al fervoroso círculo del duque de Richelieu, pero que también fue el que inspiró, siglo y medio después, una de las páginas más profundas y hermosas de Chateaubriand, en cuya Vida de Rancé podemos leer lo siguiente: "Este cuadro evoca algo de la edad descuidada y de la mano del viejo: ¡el admirable temblor del tiempo! Con frecuencia los hombres geniales han anunciado su fin mediante obras maestras: se trata del alma que remonta el vuelo."

¿Será quizá por eso por lo que, viendo ya las cosas desde las alturas, todo deviene, en un cierto momento decisivo, una cuestión panorámica, un paisaje? Albert Ràfols-Casamada, en todo caso, ha hecho paisajes en todas las estaciones de su vida, hasta el punto de que, en su caso, éste ha sido prácticamente su único tema. En esto, quizá impremeditadamente, ha cumplido con esa sabia observación de Poussin: "Si el pintor quiere maravillar las almas, aunque no tenga a mano un tema capaz de lograrlo, que no introduzca cosas nuevas y extrañas, sinrazones, sino que constriña su espíritu de forma tal que obtenga una obra maravillosa por la excelencia de sus maneras, una obra de la que se pueda decir: materiam superabat opus."

La obra pictórica de Ràfols-Casamada siempre ha superado, sí, el contenido, el tema, esa materia insuperable, por indisputada, de la naturaleza. Es por eso por lo que quizá, en parte, el paisajista es quien se encuentra más de bruces con la pintura, sea Poussin, sea Cézanne, sea Matisse. Más aún, si, como le ha ocurrido a Ràfols-Casamada, la deambulación se ha iniciado desde, con y a través del paisaje, haciendo así que toda su trayectoria haya sido y sea un constante asomarse al panorama infinito de la pintura.

En 1989, con motivo de un ciclo de conferencias titulado Doce artistas de vanguardia en el Museo del Prado, Ràfols-Casamada disertó sobre el tema titulado "Un paseo por los paisajes del Museo del Prado", en el que, además de comentar cuáles y por qué eran sus cuadros preferidos de este género entre los conservados en la institución, a la que, por cierto, calificó significativamente como "paisaje de pinturas", dejó también entrever sus personales sentimientos al respecto desde una perspectiva general; o sea que comentó algo de su particular querencia hacia el paisaje. Así, tras algunas pertinentes aclaraciones a partir de lo que Baudelaire escribió acerca de que es la imaginación la que hace el paisaje, Ràfols afirmó lo siguiente: "Hemos dicho que el paisaje es el espacio donde ocurre algo, y en último término este algo puede ser la misma visión del paisaje en un determinado momento y con un determinado estado de ánimo, o bajo una determinada luz, como en el caso de los impresionistas, pero también podemos considerar el paisaje como contacto del hombre con la naturaleza: esta visión personal constituye una toma de contacto en profundidad con la naturaleza salvaje o cultivada –culturizada– que tomamos como objetivo de nuestra observación: el paisaje pintado sería el documento, personal y transferible, de este contacto. Pero este simple contacto puede ir más allá y transformarse, en su interpretación plástica, en algo así como una concepción del mundo. Podemos acercarnos a la concepción del mundo del pintor a través de este paisaje pintado que viene a ser como un símbolo y resumen –donde la imaginación juega un papel importante, como quería Baudelaire– de tal concepción."

Tras esta aclaración acerca de lo que él entendía como paisaje, Ràfols comentó varios ejemplos de Velázquez, Claudio Lorena, Poussin, los venecianos –El Greco, Tiziano, Veronés, Tintoretto–, el flamenco Patinir, el florentino Botticelli y el paduano Mantegna. Obviamente, como él dejó explícito en su conferencia y, luego, remarcó en el coloquio, los casos mencionados no agotaban, ni mucho menos, los paisajes que consideraba interesantes dentro de los que atesoraba el Prado, pero, así y con todo, tampoco se puede desdeñar el sentido de la elección que hizo y, sobre todo, las razones que esgrimió. Sería absurdo, además de imposible, que yo pretendiera reproducirlas todas aquí, ya que fueron muchas y muy sugestivas, pero sí me parece imprescindible subrayar la insistencia de Ràfols en resaltar la importancia del paisaje como un registro vivencial directo, de la alquimia del color basada en la luz y de la arquitectura o, si se quiere, de la composición bien construida. Al insistir en estos juicios a la hora de valorar el paisaje, Ràfols-Casamada no sólo hacía una síntesis de las cualidades de las dos grandes orientaciones de la historia moderna de la pintura de paisaje, las del clasicismo y el romanticismo, sino que revelaba lo que, decantándose a través del tiempo, había nutrido su propio quehacer artístico.

Vinculado familiarmente, como quien dice, por los cuatro costados, con el mundo del arte, sin olvidarnos de que ese mundo artístico troncal era el muy feraz del neucentisme catalán, la dilatada trayectoria pictórica de Albert Ràfols-Casamada se inició en la inmediata postguerra española mediante la asimilación de esta herencia moderna local, imbuida de la milenaria cultura y sensibilidad del Mediterráneo, para luego recibir su bautismo de fuego vanguardista, primero, a través de París, y, luego, del expresionismo abstracto americano. Estoy haciendo un simple y rápido boceto, con unas pocas pinceladas, sobre algo que evidentemente fue mucho más rico y complejo, no sólo en relación a lo que es en sí cualquier trayectoria artística, sino, muy en especial, la de Ràfols, que posee una muy refinada sensibilidad y, cosa comparativamente más rara, una exigencia intelectual de altísimo nivel. Sea como sea, esta precaria excursión retrospectiva a las raíces y la configuración de su mundo pictórico, nos pueden ayudar a comprender mejor no sólo por qué ha terminado haciendo lo que hace, sino su peculiar método de decantación, un término éste que considero esencial para adentrarse en el espíritu y la letra de la pintura de Ràfols-Casamada.

El verbo decantar significa en castellano la acción de verter el líquido de una vasija con sumo cuidado, de forma que sólo caiga lo más puro y no lo que se sedimenta en el fondo. A partir de este significado primario, se han realizado otros en muy diversos campos, pero que siempre, en el fondo, remiten a una acción de quedarse con lo más puro y esencial, que es también lo más valioso de un compuesto experimental y, por qué no, de una experiencia. Quien, por ejemplo, revise la ya muy dilatada evolución artística de Ràfols, que suma una experiencia de más de medio siglo de actividad pictórica, más que muchos cambios abruptos, sea de estilo o de principios, notará que en ella predomina esa sutil labor de decantación y que ésta se ha producido precisamente a partir de esos tres ejes fundamentales que antes cité, con los que ha concebido su forma de entender y de pintar paisajes: vivencia, luz y arquitectura.

La vivencia del paisaje en Ràfols, como se deduce de sus propias explicaciones, no tiene que ver ni con la reivindicación de un género, que ciertamente se abrió paso no sin polémica a lo largo de la época moderna, ni con un simple amor por la naturaleza o el naturalismo, al margen de cuál sea el amor que personalmente le puedan producir ambos, en el sentido de servirle de inspiración la contemplación de un fragmento puro de naturaleza en sí, de su reconstrucción histórica o de plasmación pictórica cada vez más realista, sino, digámoslo de una vez, por lo que el paisaje decanta o purifica la pintura en sí, como lo corrobora el hecho de que los así llamados primeros pintores abstractos, Kandinsky y Mondrian, dieran el salto en el vacío a partir de sendas experiencias como paisajistas, por no hablar ya del Cézanne último, del Monet último, o de todos esos esenciales escalones intermedios de Picasso, Braque, Matisse, etcétera. En este sentido, no se demoró mucho Ràfols en hacer suyo ese lenguaje no figurativo, pero que mantiene del paisaje su arquitectura y, sobre todo, su luz, y que además, en su caso, lo hace sin renunciar a esa peculiar coloración, ese marco antropológico y esa tradición cultural y artística que aporta el Mediterráneo.

Todo este compuesto se comprendió en la pintura de Ràfols-Casamada desde, por lo menos, comienzos de los años setenta del pasado siglo, procediendo, a partir de entonces, esa labor de constante decantación, que continúa en la actualidad, aunque ahora mismo animada con ese escalofriante aliento del, como dijera Chateaubriand a propósito del incomprendido Invierno, de Poussin, "temblor del tiempo".

En el cuadro El invierno o el diluvio la representación que hace Poussin de la naturaleza alcanza una fuerza y una extraña belleza conmovedoras. La sinfonía de grises alcanza una sutileza cromática admirable, tan sólo quebrada por algunas aisladas notas de colores vivos en la vestimenta de los náufragos que tratan de salvarse y, sobre todo, por la cimbreante culebra de fuego que agrieta el encapotado y temible horizonte. Toda la escena está poseída por una suerte de terror sublime, pero, a la vez, sin que deje de resplandecer una rara serenidad, quizá subrepticiamente introducida allí por el fatalismo del maestro, del pensador estoico. Es como un cataclismo sordo, implacable, pero no caótico. Insisto en la evocación de este cuadro postrero de Poussin, no por una simple analogía entre lo que realizan los grandes pintores al arribar a una alta edad, la del francés y la de nuestro Ràfols, sino por la decantación paisajista de esta vivencia en ambos y, en especial, porque esa misma tensión entre furia y serenidad, grandeza y sencillez, gama cromática reducida al máximo en pos de la sutileza y profundidad tonal que da el nervio de la luz, son, en definitiva, las mismas características que me han impresionado en la obra más reciente de Ràfols-Casamada.

Pintor de luces diurnas muy variadas, los paisajes de Ràfols, sin embargo, no han ocultado sus deudas con las gamas peculiares del Mediterráneo, que calcina los colores vivos y lo transforma todo en una reverberación sorda, como brumosa, aunque luego la impresión sea muy física, de que se huele y se siente epidérmicamente el color, sea el salobre añil del mar o el oscuro siena enrojecido de la tierra. Ràfols nos ha deleitado durante años con variaciones infinitas de estas "pequeñas sensaciones", que parecen una simple atmósfera, pero que penetran hasta lo más recóndito de las entrañas del contemplador. También ha sido un maestro soberano del equilibrio, tanto en relación a esas vibraciones bien tensadas del color, como en las sabias composiciones, donde la luz no deviene jamás una fulguración caótica, porque administra muy bien su canalización a través de sutiles, aunque firmes, marcos arquitectónicos, obligándonos a contemplar esa vaporosa atmósfera frecuentemente a través de una ventana, que no necesita hacerse visible mediante ningún recurso figurativo explícito. En este sentido, se puede afirmar que Ràfols-Casamada es un pintor de veta lírica, mas cuya fina fragancia romántica nunca empaña l’esprit de géometrie, un cierto fondo de orden, un trasfondo normativo, una visión racional, muy clásica.

Con estos antecedentes, ¿cómo, entonces, no sentir una auténtica conmoción ante los paisajes recientes de Ràfols, cuanto más agitados, sin embargo, serenos? De repente, además de su gama habitual, ha extraído una fascinante sinfonía de grises. También se ha visto atraído por momentos en los que la naturaleza se desata y, cosa insólita, Ràfols se ha puesto a pintar la lluvia y el rayo, la mar agitada, la enervante tramontana. La revelación de este último Ràfols, en todo caso, no se ha hecho contra sí mismo, sino extendiéndose y ahondándose más él mismo por la naturaleza pictórica, que ya parece abarcarlo todo. Para explicarme esta belleza, que es producto de una total libertad conquistada a través de toda una vida, no puedo resignarme a reducir el hallazgo de este don a una cuestión de maestría técnica, sino a una decantación espiritual, que es, en suma, no me cabe la menor duda, pariente directa del "temblor del tiempo", el juicio final de la pintura, que es, a la vez, su consumación y su resurrección. ¡Vaya paisaje!