Jornada Semanal, domingo 4 de abril  de 2004           núm. 474

NMORALES MUÑOZ.
 EL REGRESO AL DESIERTO

"Estaba en Metz en 1960. Mi padre era oficial, y para entonces volvió de Argelia. Viví […] todo de lejos, sin opinión, y tan sólo me han quedado impresiones, las opiniones no las tuve hasta más tarde. No he querido escribir una obra sobre la guerra de Argelia, sino mostrar más bien cómo a los doce años puedes sentir emociones a partir de sucesos que se desarrollan en el exterior […] En mi caso quizás haya sido lo que me ha llevado a interesarme más por los extranjeros que por los franceses. Comprendí muy pronto que eran la sangre nueva de Francia, que si Francia viviera sólo de la sangre de los franceses se convertiría en una pesadilla […] La esterilidad total en el plano artístico y en todos los otros."

Como en algunos otros casos excepcionales, Bernard-Marie Koltès tuvo que voltear al pasado, en la provincia francesa apacible y católica, para intentar configurar su presente y trazarse el esbozo de un futuro que sabía de hecho inasequible. Era 1988 y Koltés, con la muerte acechándole desde tiempo atrás, decidía zambullirse en sus recuerdos lejanos de la guerra de Argelia para crear una comedia que le permitiera tocar al gran público parisino, tan distinto al reducido circuito que ya entonces lo había catapultado a la categoría de emblema. El resultado fue El regreso al desierto, obra que le trajo por fin el éxito económico que siempre había rechazado.

Ahora, cuando las bombas del terror hacen volar los trenes de la Europa antes inexpugnable, pareciera cercano el entonces de la infancia de Koltès, cuando los que volaban eran los cafés argelinos, consecuencia de un fundamentalismo igualmente enfermo, aunque de procedencia distinta. Ahora, cuando predominan los juicios maniqueos que buscan la apología de tirios y troyanos, el teatro de Koltès adquiere una pertinencia vital. En el laconismo y la precisión de su poética, en la amargura chejoviana de su crítica al desencanto comodino; pero sobre todo, en su inexistencia de juicios morales. El dramaturgo posa por igual su mirada cáustica sobre burgueses y sirvientes, sobre reaccionarios y conservadores; pero no tiene por objeto la denuncia, sino la creación de un universo que, más allá de una metaforización de la realidad, la presenta como una cadena de sucesos cuyo origen ancestral la hace inmutable a los ojos del hombre común.

Boris Schoemann, como cabeza de la compañía Los Endebles, estrena en México este texto, que se presenta en La Capilla. Schoemann evidencia aún más las conexiones que aquél mantiene con el mejor Chejov, el de las comedias que Stanislavsky convirtiera en paradigma de la pieza y el medio tono. Así, hay mucho más margen para la exposición del microuniverso asfixiante que preside Adrián, patriarca de la familia Serpeneoise, con sus relaciones marcadas desde siempre por el engaño y la mentira. El director, en colaboración con el escenógrafo e iluminador Gabriel Pascal, estiliza el espacio, circunscribiendo la acción a un trapecio, en uno de cuyos lados aparece una serie de puertas que insinúa los distintos ámbitos de la casona provinciana. La austeridad en el diseño escénico casa perfectamente con el sustrato sombrío del último Koltès, aquél que, sabiéndose desahuciado, soñaba con regresar a la laguna centroamericana que acaso no había visto jamás.

Apuntalar un elenco joven con un par de monstruos escénicos de la estatura de Julieta Egurrola y Luis Rábago es un handicap riesgoso. Schoemann juega bien sus cartas y nos permite ver un duelo actoral de alto nivel; Rábago continúa con la línea que emprendió desde Los justos, de Ludwik Margules, y empapa a su Adrián de la deliciosa malicia del caudillo rebasado, incapaz de evolucionar al ritmo de los nuevos tiempos. La Matilde de Egurrola encarna eficazmente el fragor y el descaro de las mujeres del escritor de Métz, tan vigorosas en su debilidad. Podría discutirse el desequilibrio obvio entre estas dos interpretaciones y las del resto del reparto, con la excepción notable de Carmen Mastache y, en menor medida, de Hugo Arrevillaga y Enrique Arreola. Podrían señalarse las lagunas de tempo y la tenue labor de Maria Elena Olivares y Raúl Méndez. Pero lo que es claro es que Schoemann ofrece aquí una de sus mejores puestas en escena, en buena medida gracias a su cercanía con la homogeneidad. Y, lo que no es poco, nos recuerda la vigencia de un autor imprescindible, uno de los últimos iconoclastas del teatro contemporáneo, que a quince años de su muerte cada vez escribe mejor.