La Jornada Semanal,   domingo 4 de abril  de 2004        núm. 474
Eduardo Hurtado

Luis Cernuda: poeta futuro

Apenas me interesan las biografías, los diarios o las cartas privadas de los poetas. Han sido los poemas los que han alimentado mi pasión por la poesía. Entre mis favoritos, hay por lo menos tres que son hallazgos de adolescencia: el Canto a mí mismo, que conocí en la hermosa paráfrasis de León Felipe; "La prima Águeda", que me llevó a reconocer mis propios calosfríos incestuosos, y la rima liii de Bécquer, ésa de las oscuras golondrinas que llegan al balcón de los amores perdidos con dos noticias contradictorias: que siempre ha de volver la primavera y que los días del hombre vencen sin remedio. Poco después, ya metido yo mismo en el empeño de escribir, dos nuevos descubrimientos me llevaron a repensar todas mis ideas acerca del oficio, "Tabaquería", de Fernando Pessoa (o, mejor dicho, de su heterónimo Álvaro de Campos) y "A un poeta futuro", de Luis Cernuda.
 

A UN POETA FUTURO

No conozco a los hombres. Años llevo
de buscarles y huirles sin remedio.
¿No les comprendo? ¿O acaso les comprendo
demasiado? Antes que en estas formas
evidentes, de brusca carne y hueso,
súbitamente rotas por un resorte débil
si alguien apasionado les allega,
muertos en la leyenda les comprendo
mejor. Y regreso de ellos a los vivos,
fortalecido amigo solitario,
como quien va del manantial latente
al río que sin pulso desemboca.
No comprendo a los ríos. Con prisa errante pasan
desde la fuente al mar, en ocio atareado,
llenos de su importancia, bien fabril o agrícola;
la fuente, que es promesa, el mar sólo la cumple,
el multiforme mar, incierto y sempiterno.
Como en fuente lejana, en el futuro
duermen las formas posibles de la vida
en un sueño sin sueños, nulas e inconscientes,
prontas a reflejar la idea de los dioses.
Y entre los seres que serán un día
sueñas tu sueño, mi imposible amigo.

No comprendo a los hombres. Mas algo en mí responde
que te comprendería, lo mismo que comprendo
los animales, las hojas y las piedras,
compañeros de siempre silenciosos y fieles. 
Todo es cuestión de tiempo en esta vida,
un tiempo cuyo ritmo no se acuerda,
por largo y vasto, al otro pobre ritmo
de nuestro tiempo humano corto y débil.
Si el tiempo de los hombres y el tiempo de los dioses
fuera uno, esta nota que en mí inaugura el ritmo
unida con la tuya se acordaría en cadencia,
no callando sin eco entre el mudo auditorio.

Mas no me cuido de ser desconocido
en medio de estos cuerpos casi contemporáneos,
vivos de modo diferente al de mi cuerpo
de tierra loca que pugna por ser ala
y alcanzar aquel muro del espacio
separando mis años de los tuyos futuros.
Sólo quiero mi brazo sobre otro brazo amigo,
que otros ojos compartan lo que miran los míos.
Aunque tú no sabrás con cuánto amor hoy busco
por ese abismo blanco del tiempo venidero
la sombra de tu alma, para aprender de ella
a ordenar mi pasión según nueva medida.
Ahora, cuando me catalogan ya los hombres
bajo sus clasificaciones y sus fechas,
disgusto a unos por frío y a los otros por raro,
y en mi temblor humano hallan reminiscencias
muertas. Nunca han de comprender que si mi lengua
el mundo cantó un día, fue amor quien la inspiraba.
Yo no podré decirte cuánto llevo luchando
para que mi palabra no se muera
silenciosa conmigo, y vaya como un eco
a ti, como tormenta que ha pasado
y un son vago recuerda por el aire tranquilo.

Tú no conocerás cómo domo mi miedo
para hacer de mi voz mi valentía,
dando al olvido inútiles desastres
que pululan en torno y pisotean
nuestra vida con estúpido gozo,
la vida que serás y que yo casi he sido.
Porque presiento en este alejamiento humano
cuán míos habrán de ser los hombres venideros,
cómo esta soledad será poblada un día,
aunque sin mí, de camaradas puros a tu imagen.
Si renuncio a la vida es para hallarla luego
conforme a mi deseo, en tu memoria.
Cuando en hora tardía, aún leyendo
bajo la lámpara me interrumpo
para escuchar la lluvia, pesada cual borracho
que orina en la tiniebla helada de la calle,
algo débil en mí susurra entonces:
los elementos que aprisiona mi cuerpo
¿fueron sobre la tierra convocados
por esto sólo? ¿Hay más? Y si lo hay ¿adónde
hallarlo? No conozco otro mundo si no es éste,
y sin ti es triste a veces. Ámame con nostalgia,
como a una sombra, como yo he amado
la verdad del poeta bajo nombres ya idos.

Cuando en días venideros, libre el hombre
del mundo primitivo a que hemos vuelto
de tiniebla y de horror, lleve el destino
tu mano hacia el volumen donde yazcan
olvidados mis versos, y lo abras,
yo sé que sentirás mi voz llegarte,
no de la letra vieja, mas del fondo
vivo en tu entraña, con un afán sin nombre
que tú dominarás. Escúchame y comprende.
En sus limbos mi alma quizá recuerde algo,
y entonces en ti mismo mis sueños y deseos
tendrán razón al fin, y habré vivido.


Conocí este poema en una antología. Era el año crucial de 1968. De inmediato me lancé a conseguir las obras completas de su autor. Confieso que en aquellos días no encontré, al recorrer La realidad y el deseo, nada capaz de emocionarme con la misma intensidad. Sin embargo, aquella lectura me reveló a uno de los poetas más auténticos de lengua hispana. 

La autenticidad me parecía entonces, como me parece hoy, un valor primordial en un poeta. En el caso de Cernuda esa cualidad echa raíces en la insobornable fidelidad a sí mismo que uno puede constatar a lo largo de toda su obra. Fidelidad al rechazo del tiempo en que le tocó vivir, a sus diferencias y a su instinto rebelde, pero también a la imaginación, territorio donde germinan las verdaderas insurrecciones.

"A un poeta futuro" es un recuento y una confirmación de esas lealtades. Redactado hacia 1942, en Oxford, cuando Cernuda pisaba el umbral de los cuarenta, pone en juego todas las tensiones que definieron el carácter y el destino de su autor, en especial la tensión entre apariencia y verdad, que es, como se sabe, central en su poesía, aunque algunos lectores tiendan a reducirla a un falso silogismo: los deseos del poeta son tan altos –quieren interpretar– que la realidad acaba siempre por decepcionarlo. No es así. 

El mismo Cernuda nos da la clave para atisbar la complejidad de su drama. El instinto poético, afirma, nace de una percepción particularmente aguda de la belleza del mundo. Y del deseo de abrazar en toda su inasible luminosidad el cuerpo de lo real surge el impulso doloroso de salir de sí mismo. Deseo doblemente agónico, pues llega acompañado de la conciencia de su imposible satisfacción. 

En el interior del poeta combate una corriente simultánea y opuesta: hacia la realidad y contra la realidad. A un tiempo atractiva y hostil, inabordable y hermosa, esa realidad termina por parecerle un espejismo –y lo único que permanece como cierto es el deseo de poseerla. En esta paradoja radica, para Cernuda, la esencia del problema poético: condenado a dudar del mundo que los otros llaman real, el poeta lucha por afirmar, contra todo y contra todos, esa realidad otra que le revelan la imaginación y el deseo. 

Sostener esa lucha demanda, en palabras del mismo Cernuda, un estado de espíritu juvenil. Y ser joven supone, nos dice, capacidad para enamorar y para enamorarse. Con los años, el poeta puede perder, como cualquier otro mortal, el don de enamorar, pero la disposición a enamorarse, a mantener el asombro ante la inagotable novedad de las cosas, raíz estética de su oficio, la conserva intacta. Cuando todo parece confabularse en su contra, él puede aún enarbolar, como señal de entereza, "la embriaguez dramática de la derrota".

Este aparente fatalismo esconde una inconformidad radical. Cernuda se declara dispuesto a chocar una y mil veces contra los muros de su prisión, antes que aceptar los límites que lo separan de esa utopía que él mismo llama, apoyado en la frase de un filósofo, "la idea divina del mundo que yace al fondo de la apariencia". Una vida en la que los dioses no son invitados, piensa, no vale la pena de ser vivida. El amor a esta idea lo distancia del prójimo. Sus contemporáneos le causan la impresión de unos cuerpos resignados a su cárcel de embustes –y al observar sus hábitos le parece asistir a una desagradable comedia policiaca. 

Cernuda recomendaba escribir sin pensar en un público. La certidumbre de que el poeta habla a solas –o, si acaso, con alguien que apenas existe en la realidad exterior– explica el tono y la factura misma del poema que ahora comentamos. El "poeta futuro" del título es uno más entre los numerosos fantasmas de los que Cernuda se sirve a la hora de hacer poesía. Fantasmas mudos. Todo monólogo, sin embargo, supone un diálogo ficticio. En este caso, es el poeta mismo quien conversa con interlocutores también ficticios. 

Uno de ellos es ese poeta conjetural en quien Cernuda deposita su esperanza de hallar "entre los seres que serán un día" la prolongación de la palabra compartida, de encontrar en el futuro al lector capaz de salvar su obra de la indiferencia con que la tratan los hombres de su tiempo. Ellos, sus contemporáneos, forman parte del mudo auditorio al que el poeta interpela desde su apasionado soliloquio. A ellos alude cuando afirma no conocer a los hombres, ya porque no los comprende, bien porque al comprenderlos demasiado no tiene más remedio que evitarlos. De ellos quiere deslindarse al hablar de esos cuerpos que no alcanzan a ser contemporáneos del suyo, pues van por el mundo sin pasiones, reducidos a los estrechos límites de la carne y el hueso.

Entre el auditorio imaginado hay un grupo más, el de los hombres muertos en la leyenda, a quienes el poeta entiende mejor que a los vivos; ante ellos él mismo ha sido un poeta futuro, aunque los haya amado con el recelo del artista que se niega a imitar las maneras del pasado.

El monólogo, extenso y elíptico, le permite a Cernuda hurgar en lo más hondo de sí mismo y, al mismo tiempo, borrar la distancia entre el sueño del poeta –la aparición de un personaje cuya virtud radica en carecer todavía de rostro– y los sueños del lector ideal del poema. Fascinante desdoblamiento de miradas. Cernuda habla consigo para invocar a un ser que, en su posibilidad, es anuncio de un mundo poblado al fin de camaradas puros, de verdaderos "semejantes"; a este ser le pide, le demanda, que ame su verdad de poeta como él mismo supo amar la de aquellos que, "bajo nombres ya idos", lo precedieron. Cernuda, el antagonista de su época sucia, renuncia a la vida presente porque adivina que su verdadera existencia se ha de cumplir en un presente venidero. La imaginación alcanza a un hombre en el futuro y le habla, como quien conversa con sus pasiones más íntimas, desde la afueras del tiempo.

"Nunca he encontrado lo que amo en lo que escribo", se lamentaba Cernuda parafraseando a Eluard. En estas palabras quería resumir la tentativa, a menudo frustrada, de llevar al poema sus pasiones más vivas. A esas pasiones corresponde, sin duda, su amor por la belleza de los cuerpos jóvenes. "La hermosura física juvenil –confiesa– ha sido siempre para mí cualidad decisiva, capital en mi estimación como resorte primero del mundo, cuyo poder y encanto a todo lo antepongo." Esta fascinación por la hermosura inacabada guarda una estrecha afinidad con sus ideas en torno a la poesía y el público. Para Cernuda existen dos tipos de obras literarias: las que encuentran a su público hecho y aquellas que deben aguardar a que su público nazca. La suya corresponde, por vocación y por destino, al segundo tipo. No es de extrañar entonces que este poema en el que intenta llevarnos a través de su experiencia de artista heterodoxo, de conciencia solitaria, tenga como pretexto a un poeta por nacer, especie de proyección dramática de sus sueños.

Como su obra, como los cuerpos juveniles que siempre lo hechizaron, ese poeta tiene la consistencia multiforme del mar. Es algo más que el espíritu de un lector nuevo lo que con tanto fervor solicita Cernuda en estas líneas hechas de insubordinaciones y de las confidencias más íntimas: es la encarnación misma de sus deseos, la cabal posesión de poesía, juventud, belleza, erotismo, amor, mundo. 

Cernuda definió su anacronismo como una lucha contra el tiempo. Y es verdad: vivió en busca de esos instantes, equivalentes a la eternidad, en que el hombre cesa de ser extranjero y el universo se torna plenamente habitable. Instantes humanos –el gozo de mirar, la seducción, la lectura– en los que se reconcilian "el tiempo de los hombres y el tiempo de los dioses".

Cada vez que releo este poema tengo la sensación de aproximarme a la más heroica y noble confesión de un fracaso. Consciente de que la historia condena todo aquello que se le adelanta, Cernuda, que siempre buscó ir más allá de su época, que quiso pasar sus días como un viajero en busca de una nueva ciudad, hizo del fracaso su más preciada posesión. Paradójicamente, en él anticipaba un renacer más pleno. Este es, quizás, el asunto central del poema. Luis Cernuda, poeta futuro, postula en él una antigua utopía: la de un mundo en el que realidad y deseo encuentran su solución más allá de toda contingencia, al obtener de la poesía la unidad de los contrarios: un sueño que acontece en el tiempo –y que no concluye jamás.