![]() . SEABISCIT O EL TRIUNFO DEL DÉBIL Hay un dicho inglés que reza así: "No hay que juzgar a un libro por la portada." Se refiere, más que a los libros, al aspecto físico de las personas. A pesar de tomar a pecho este refrán, yo incurrí en la equivocación de juzgar el libro-reportaje Seabiscuit, de Laura Hillenbrand, no sólo por la tapa, en la que un caballo de carreras se acerca, rayando y embarrando de lodo al fotógrafo, sino por el título completo (Seabiscuit, una leyenda americana). Es que estoy harta de leyendas norteamericanas, presidentes norteamericanos y política exterior norteamericana. Fue un error, pues este libro es un retrato ameno y exaltante de una época tan sin esperanza, confusa y triste como la que vivimos en este México sin empleos: la Depresión. En efecto, este no tan joven caballo, pequeño őese fue uno de los obstáculos que tuvo que remontar ő y patizambo, fue el héroe indiscutible de la Norteamérica de 1938. El entrenador de Seabiscuit fue Tom Smith, el auténtico Llanero Solitario, llamado así por los indios con los que trabajó de joven. Era silencioso, casi patológicamente hosco, incapaz de establecer una conversación con un ser humano, pero relajado cuando estaba con los caballos. Smith estaba casi al final de su carrera como entrenador cuando vio por primera vez al caballo que le daría la gloria: un Seabiscuit exhausto őhabía corrido más de cuarenta carreras en tres añoső, que corría tan desordenadamente que a menudo se golpeaba la parte posterior de la pata derecha con la pata trasera y con una sorprendente voluntad de ganar. Al encontrarse las miradas de ambos, el lacónico Smith dijo: "te veré de nuevo". Años después, cuando Smith ya cuidaba a Seabiscuit, la extraña suerte del desgarbado caballito atrajo al jockey Red Pollard, descrito por Hillenbrand, "según las estadísticas, como el peor jinete de esos días". La vida de los jockeys es un martirio que sólo se explica por la pasión que sienten en la pista de carreras. En su mundo llaman a la báscula "El oráculo" y viven pendientes de sus veredictos: los mejores jinetes no deben rebasar los cincuenta kilos y al mismo tiempo tener el vigor y la fuerza física indispensables para correr en el hipódromo. La dieta normal de esos jinetes diminutos era de seiscientas calorías, régimen de hambre que asustaría a una modelo del Vogue. El jockey Sunny Jim Fitzsimmons declaró un día que la cena, en la temporada de carreras, consistía de dos hojas de lechuga deshidratadas (Fitzsimmons las ponía en el alféizar de la ventana hasta que se secaban) y algunas gotas de agua. El vómito inducido, las sesiones de sudoración y los laxantes eran asunto cotidiano. Hillenbrand, con humor conciso, dice que muchos jockeys "se convirtieron en virtuosos de la defecación", capaces de excretar el peso sobrante en una sentada. Algunos de los recursos usados para mantenerse esqueléticos: huevos de solitaria; baños hirvientes en agua y sales de Epsom; un laxante inventado por un sujeto llamado Frank Hawley, que se usaba en el hipódromo de Tijuana, hasta que un día los frascos en los que lo envasaba estallaron espontáneamente. Cuando el laxante de Hawley hizo explosión, los jockeys imaginaron lo que les podría pasar en plena carrera: lo dejaron de tomar y fue sustituido por decenas de fórmulas peligrosas. Hay que sumar a esto el peligro inherente a la competencia misma: caídas, choques, lesiones horrorosas y en muchos casos, la muerte. En el caso de Red Pollard existía además un secreto: una mañana, mientras ejercitaba un caballo por un sueldo de cincuenta centavos de dólar que tal vez no cobró, Pollard fue descalabrado por un guijarro que pisó su montura. El resultado de la herida fue que perdió para siempre la visión en el ojo derecho. Incapaz de calcular la profundidad y ver a los caballos de ese lado, sabía que si su invalidez se hacía pública, le negarían el permiso para montar. Decidió no revelarlo. Cuando estas tres vidas se encontraron, Seabiscuit era una especie de Bucéfalo sin belleza: maltratado, temperamental e indomable. Lo primero que hizo Smith fue tranquilizarlo: Seabiscuit se dejaba acompañar por un gato de tres patas que merodeaba por el establo. Smith le hizo una patita de palo y el gato se quedó. Luego Smith llevó un pony llamado Pumpkin; un mono araña, que dormía sobre el cuello de Seabiscuit y a Pocatell, un perrito que dormía la siesta sobre la panza del caballo. Seabiscuit comenzó a recuperarse. (Continuará.) |